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Un viaje del Señor con LSD

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¿Qué hacemos cuando nos damos cuenta de que lo que deseábamos para nuestra vida es imposible de lograr? ¿Adónde depositamos todos los objetivos? ¿Qué nos motiva cuando ya no hay vuelta, cuando hicimos todo lo posible y aún así no conseguimos lo que queríamos? O, peor aún: ¿qué hacemos cuando lo que conseguimos se va y no hay manera de recuperarlo?

Los pares progresan, los que llegan mejoran lo hecho hasta el momento. Vos te quedás estancado en un par de recuerdos. Stuck in a moment, cantó Bono. ¿Está mal tener expectativas altas? Cuando el disco de U2 que trae esa canción fue publicado, Arthur Kane ya llevaba dos años trabajando en el Centro Histórico de Familia de Los Angeles, una biblioteca de datos que servía de asistencia para personas que intentaban rastrear a sus antepasados. El lugar dependía de la iglesia mormona, la fe que Arthur había abrazado después de tocar fondo con el alcoholismo, los intentos de suicidio y las frustraciones. Antes, Kane había visto en una ventana abierta su única salida. Por allí se había arrojado, desde un tercer piso. Internado por las heridas, se topó con la fe. Su revelación fue tan grande que dijo que fue lo más parecido “a un viaje del Señor con LSD”.

En 2004, Arthur se tomaba todos los días el colectivo 4 para llegar a su trabajo. A pesar de sus 55 años, era uno de los más jóvenes del Centro. Vivía solo y tenía un pasado que siempre volvía a su mente. Alguna vez había sido grande, como su físico. Seguía siéndolo para miles de personas, pero ninguno lo sabía. Ni él. Arthur era más conocido como Killer Kane, bajo de los New York Dolls, banda legendaria que sentó bases punks cuando todo era rock progresivo, aburrido y pretencioso. Tras la separación del grupo, el asesino de las cuatro cuerdas se perdió. Solo, sin David Johansen ni Johnny Thunders, Arthur se topó con la realidad: a nadie le interesaba el bajista de un grupo de culto.

“Pasé de ser una estrella de rock a viajar en colectivo”, decía, burlonamente y resignado, ese hombre alto, de calva profunda. De camisa, corbata y pantalón formal, ideal para atender un centro de datos mormón. En su apariencia no había rastros de rock, groupies ni reviente. Sólo había un hombre de vista cansada que se tomaba las cosas con calma gracias a su fe religiosa.

En Argentina, Kane sería un héroe. En el rock local está muy bien visto el viaje en bondi. Si sos rockero y cargás la SUBE, alguien pintará una bandera con tu nombre y encontrará rimas para decorar cantitos en tu honor. Pero Arthur vivió en Nueva York y después en Los Angeles, ciudades que se mueven en limousines que estacionan frente a mansiones que compiten entre sí por ser las más lujosas. No tuvo lugar para el estrellato lumpen de credibilidad pura.

“New York Doll”, el extraordinario documental dirigido por Greg Whiteley, es el homenaje merecido para el Killer. Una hora y media que obliga a repensar ciertas actitudes de los periodistas especializados. ¿Cómo podemos juzgar a alguien como Kane y su obra después de haberlo conocido con esta película? ¿Se dan cuenta de que la vida de un hombre está hecha de tantos matices que es imposible abordarla sin ser injustos? ¿Se dan cuenta de que así es la vida de todos? ¿Cómo se sentirían haciendo una crítica despiadada hacia un tipo como él?

Hasta David Johansen, ese Mick Jagger de La Salada, da lástima. A pesar de su postura soberbia y burlona, Johansen es casi igual a Kane. Son tipos que fueron algo en un momento y después se vieron tapados por la alfombra de la moda, la historia y el desprecio del público y la prensa. Gente que la peleaba porque no le quedaba otra, que salía a pucherear, a hacer changas como vos y yo cuando no nos alcanza la guita. Pero a su nivel: en lugar de vender ensalada de frutas en el parque o desgrabar audios a 50 pesos la hora, estos tipos actuaban en películas tan olvidadas como su carrera; armaban proyectos paralelos, pegaban volantazos comerciales que funcionaban más o menos; pero siempre anhelaban volver al primer amor. Ese que había sido tan fuerte que era imposible olvidarlo. Los había atrapado como nunca antes, cuando la vida estaba siendo lo que debía ser. El sueño haciéndose real con consecuencias hermosas y nefastas. Era la verdad. Y de la verdad no se vuelve. Kane y Johansen ya no se engañaban, sabían qué era lo que necesitaban y querían para su existencia.

La historia de la frustración de Arthur es la misma de los amores perdidos. De los corazones rotos que no pueden progresar porque se quedaron puliendo recuerdos de lo que ya vivieron con personas que eligieron irse a nuevos rumbos. No podemos salir de ahí hasta que aparezca alguien que nos sacuda de la misma manera, o aún más. Y a Arthur nada lo sacudió más que el rock de los New York Dolls. Ninguna de las dos bandas que formó después (Killer Kane, The Idols) tuvieron el mismo peso. Para él fue como empezar a conocer a alguien que no estuvo a la altura de lo anterior. Incluso en esos proyectos posteriores estaba buscando lo que había perdido. El nombre The Idols sonaba muy parecido a Dolls. Buscaba algo igual a lo pasado. Obviamente no lo fue, porque la esencia y los detalles hacen a las cosas y a la gente. Nunca superó los años felices. No supo construir otros.

“Algún día será esta vida hermosa”, dicen los adolescentes que pintan banderas ricoteras y persiguen un futuro de reunión de la banda que probablemente nunca llegará. Arthur no decía eso, porque para él la vida ya había sido perfecta. Sólo quería volver a lo que alguna vez tuvo. A la comodidad de saberse feliz, a la necesidad de cubrir sus huecos, algunos con conformismos propios de lo que le tocaba, otros con ingredientes extraordinarios que hacían que la existencia se transformara en inmortalidad. Por fin, el sueño cumplido. Por fin un momento que sería recordado hasta el más mínimo detalle. Por fin, la certeza de que los sueños y la realidad no tenían distancias.

Arthur nunca pudo sacarse la espina del rock, el éxito y (lo más importante aún) la vocación y la pasión convirtiéndose en el motor de una vida joven y por hacerse. Y no supo continuar. Como cuando perdemos a los grandes amores, cuando nos damos cuenta de que ya no volveremos a vivir todo lo que nos hizo bien alguna vez, porque caímos en el precipicio del placer, la felicidad y el goce máximo y de golpe nos vimos en otro lado. Así estuvo Kane tras la separación del grupo.


En 2008, los New York Dolls, reformados tras décadas de ausencia, llegaron a nuestro país. Tocaron una noche otoñal en La Trastienda porteña. Cuando eso sucedía, Arthur Kane llevaba casi cuatro años muerto por una leucemia diagnosticada dos horas antes de su fallecimiento. Así era el Killer, siempre pecó de excesivo: cuando se metió en el rock fue parte de una banda demasiado rockera. Tanto que no la pudo olvidar jamás. Si se frustraba, lo hacía a fondo. Si escabiaba terminaba cayendo al suelo antes que las botellas. Cuando se metió en la fe, lo hizo con todo. Y su muerte fue de golpe e inesperada.

Esa noche, en el backstage de La Trastienda, ocurrió algo que trascendió más que el propio concierto. Charly García y Marcelo Pocavida discutieron, se escupieron mutuamente y pelearon para determinar quién merecía más estar ahí, compartiendo la prehistoria del punk. Lo realmente importante quedó en segundo plano. Era sólo ver quién la tenía más larga. Egos fundiéndose por un centímetro más de popularidad. A las pocas semanas, García colapsó definitivamente y fue internado a la fuerza. Pocavida sigue como un performer bardero que sobrevive en la mente de un par de snobs punks resentidos que escuchan música en casete.

Kane nunca se enteró de esa pelea en el fin del mundo provocada por el legado de su banda. Como siempre, no alcanzó a darse cuenta de su verdadera magnitud.

En ese caso estuvo bien.


Década ganada

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(Foto: Florche Duré)

Pampa Cadabra es el más reciente lanzamiento de Pampa Yakuza, el grupo liderado por el cantante Hernán Saravia, que hace más de diez años viene creciendo en la escena argentina. Con su mezcla de folclore, reggae, rock, ska y alguna vez hasta cuarteto, Pampa se ubica como un producto típico de la época. Un grupo independiente que viene conquistando ciudades y provincias con esfuerzo y shows constantes.

Unas horas antes de ir a Vorterix a presentar el video de “En vida” (otra cosa muy de estos años: ir a una radio a mostrar imágenes), el guitarrista Luciano Katz habló de la nueva etapa del grupo, de sus letras, de la distancia entre músicos que crecen y un público que se mantiene en edad y sobre la postura política que Pampa Yakuza adopta como propia.

-¿Por qué lanzar un disco compilado con tres canciones nuevas y no un álbum completamente inédito?
- Hace seis meses empezamos a laburar con Media Music. En ese momento empezamos a trabajar con iTunes. La idea fue sacar en iTunes las canciones de la banda. Relanzar en internet al grupo. Después salió la idea de hacerlo físico, sacar un disco, y nosotros les dijimos “bueno, pero pongamos temas nuevos”, porque si no pasa lo que te pareció a vos: es raro. Una banda que viene sacando discos y de golpe sale un relanzamiento de los diez años. La idea era justamente ésa: que ellos saquen el disco y empiecen a trabajar a la banda aprovechando todo el material.
- ¿Y están notando alguna buena repercusión? ¿Piensan que fue una buena decisión?
- Sí, el disco en sí se remezcló, se remasterizó. El audio se mejoró. Se nota en las canciones viejas esa diferencia. Y la banda todo el tiempo está trabajando, creciendo y llegando a más público. Trabajar con una productora como Media Music es como trabajar con cualquiera: es un proceso. Uno nunca va a ver en dos meses una repercusión. Sí es un proceso de laburo: sacamos el disco, ahora sacamos el primer video. El próximo material será un disco de canciones nuevas. Ahí se verán otras cosas. La idea de la banda siempre es trabajar y encontrar lo que vamos necesitando. Nosotros somos una banda independiente y trabajando con Media Music sigue habiendo una independencia, porque el laburo siempre parte de la banda. Tampoco esperamos que nos cambie, sino que nos ayude a llegar a lugares donde nosotros no podemos. Como por ejemplo, iTunes.
- ¿Descargaste algo de iTunes alguna vez?
- No, pero hay un público que sí lo hace. Creo que es más a nivel internacional. Nos pasó con varias productoras que laburamos, que intentamos que nos den algo que nosotros no vamos a poder tener siendo independientes. Como independientes tenemos un techo. Ese laburo intentamos que ellos lo hagan. También nos estamos conociendo. Ellos vinieron, se presentaron, se interesaron por la banda y estamos probando. Es un equipo de laburo. Intentamos agrandar el equipo, más que darle la posibilidad de que nosotros seamos su producto, que no lo somos. Nosotros somos nuestro producto y con eso nos sentamos a dialogar.
- No ceden decisiones artísticas.
- También, si pueden proponer algo y que a nosotros nos cope, obviamente. Pero no van a inventarnos como producto porque somos una banda que tiene once años. Esa cosa de que trabajar con una discográfica te salva la vida tampoco es real.
- Y, a esta altura...
- Y tampoco creo que a ninguna altura. La discográfica trabaja con un producto y el producto sale de la banda. Salvo que sea algo inventado. Pero eso tiene que ver más con lo televisivo. Con los productos armados para exportar. No es el caso. No nos dijeron "che, hagan un carnavalito". Ya lo veníamos haciendo. Se acercaron porque les gusta lo que hacemos.
- Ustedes están encasillados como una banda que habla mucho de la realidad. ¿Hasta cuándo se le puede cantar a la realidad sin volverse repetitivo?
- La realidad es la realidad. El país hoy no está como hace diez años y uno no es el mismo. Uno va creciendo y contando las cosas al modo que lo vive en ese momento. Y siempre tenés algo para decir. El arte es un poco eso: expresar con palabras, con dibujos, con lo que sea, lo que uno va sintiendo. Si te detenés en la realidad social, política, cultural, emocional, es decisión de cada artista. Nosotros, con once años, no somos los mismos. Además cada uno se va metiendo. Empecé a escribir yo, alguno más tira una idea. Ese pluralismo hace las cosas más dinámicas. Igual, Hernán tiene una forma de escribir en la que todos confiamos y a veces se sitúa en la realidad social, a veces en la realidad política, otras en su realidad emocional. Pampa tiene un poco de todo.
- No son los mismos que hace diez años. Tienen un público joven, en general. Pero ustedes cada vez son menos jóvenes. ¿No se empieza a sentir una brecha entre el público y la banda, a medida que pasa el tiempo?
-   Yo tengo 33 años. La mayoría del público tiene entre 18 y 24. Pero hay un público más grande. Hay gente que nos viene a ver hace un montón y crece con nosotros. El más grande de la banda tiene cuarenta, seguramente lo sienta más que otros. Lidiar con gente más chica también te hace sentir chico a vos. Por eso el rockero es un joven eterno. Ves a los Bersuit, que tienen más de cincuenta, y parecen pibes. Después, es como cada uno lo viva. Si a vos te trauma, y bueno. A mí no me trauma.
- Pero quizás no te trauma, sino que simplemente te das cuenta de que hay cosas que ya no te representan tanto. 
- Sí, lo que pasa es que al ser más grande te empiezan a respetar más. Te creen más. Te escuchan de otra manera. No es lo mismo cantarle a uno de 18 teniendo 18 años, que teniendo 35. Seguramente vas a saber más y viviste el proceso de la vida. Por eso también hay que estar preparado, porque uno termina siendo un referente. De repente te ven y te sienten como referente. Sienten tus letras como ideas a seguir. Entonces hay que estar preparado para eso. No es para cualquiera el éxito. No es fácil sostenerlo. No hay que asustarse. Hay bandas que llegan más rápido a lo que se llama el éxito comercial. Y nosotros no estamos en ese lugar. Nuestro crecimiento siempre fue paulatino, y eso te prepara para que si en algún momento el éxito llega, no te asustes. Porque no va a llegar de repente, uno se va preparando para ese momento. Para nosotros no llegó y no sé qué pasará cuando llegue. Y tampoco sé bien qué significa que llegue. Porque para mí el éxito llegó cuando entré a la banda, cuando pude decir “dejo mi laburo para dedicarme a la música”.
- Ustedes no están bajo ninguna bandera partidaria. Sin embargo, encajan muy bien como banda nac&pop: un perfil progre, típico de estos años, políticamente correcto, que es lo que le gusta a cierta parte del oficialismo. ¿Alguna vez los intentaron agarrar desde ese lado?
- ¿Conocés a alguna banda que sí?
- No, porque no conozco los procesos internos de cada banda. 
- Nosotros nos vamos moviendo donde hay lugar.
- Hablando propiamente del gobierno, hay bandas que suenan mucho en sus programas. 
- Bueno, nosotros sonamos en informes de 678. Hemos tocado en 678, en Duro de Domar. Pero siempre digo lo mismo: el mismo día que tocamos en 678, salimos en la tapa del Sí, de Clarín. Nosotros somos una banda que busca el lugar para expresarse. Y hoy en día, los lugares donde hay espacio para bandas son 678, Duro de Domar, Pura Química y no muchos más lugares. Hay una sugestión que tiene que ver con el oficialismo, el gobierno y lo demás, pero uno ve el abanico y se sitúa en un ala.
- ¿Pero irías a tocar al programa de Tenembaum en TN?
- No, porque no es un espacio que represente a la banda. Así como tampoco iríamos a un acto militar. Vamos haciendo: “che, salió 678, ¿vamos?”, “salió TyC Sports, ¿vamos?”. Y hemos dicho que no a ciertos lugares. Hay programas que tienen que ver con esa banalización de la noticia, que dijimos que no.
- Claro, te lo preguntaba por sentir que esos programas partidarios utilizan a las bandas. Uno dice “bueno, voy a tocar ahí, ¿pero después no quedo estigmatizado? ¿No me van a usar?”
- La utilización es mutua.
- ¿Sí?
- Obvio. Ellos nos usan a nosotros y nosotros los usamos a ellos. De eso se trata la discusión, usar su espacio para difundir nuestra música. Obviamente, no estamos en contra. No somos una banda que se sitúa en la oposición al gobierno, pero tampoco salimos a tocar con la bandera de La Cámpora. Ninguno es activista político, somos músicos que intentamos hacer llegar nuestras canciones a la mayor cantidad de gente. Y estamos abiertos a ir a cualquier espacio que esté dispuesto a apoyar a la banda.
- Ustedes eran adolescentes en los noventa. Vienen de esa cosa de no creer en nadie de la política. 
- En nadie. Cuando arranca este gobierno, yo dije “no lo puedo creer, el rock era estar en contra”. Y de repente estaban todos a favor, ¿qué pasa? Yo no estoy situado en ninguna bandera, obviamente tengo opiniones, pero tampoco estoy pensando todo el tiempo en política. No somos una banda que se ponga a discutir políticamente. De hecho, en 678, cuando fuimos, tampoco fue muy cómodo que Hernán se sentara a hablar ahí. Porque Hernán es una voz de la banda, no es la voz de todos. Ese momento fue raro, porque de repente nos volvimos una banda política, que no lo es. Pero era la pauta del programa: te sentás a hablar ahí. En ese momento hubo mensajes en las redes sociales diciendo que éramos una banda K. Nadie dijo que éramos de la oposición cuando salimos en Clarín. La política siempre es una sugestión, donde la gente vibra raro. Más en este momento en que sos o no sos. Y en ese lugar no me gusta meterme, porque yo no soy ni dejo de ser. La política tiene esa cosa de efervescencia que no está buena de ninguno de los dos lados. Cuando es todo negativo o cuando es todo positivo.

Nota publicada en el número 17 de la revista Rock Salta.

El final es en donde partí

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“No podemos permitir nunca más una bengala”. La declaración, acertada pero tardía, con 194 muertos encima, fue una de las tantas que se dijeron inmediatamente después de la tragedia de República Cromañón. Fue pronunciada por Gustavo Nápoli. Chizzo para el mundo, el cantante de La Renga para los menos avispados en cultura rockera argentina de los últimos veinte años. El rock de nuestro país olvidó tan rápido una de sus máximas más recientes que hizo repensar todo de nuevo, innecesariamente. ¿O acaso tenía que morir alguien más para volver a intentar entrar en razón?

En lugar de iluminar y hacer que se venga el día en los corazones de las miles de personas que poblaban el Autódromo de la ciudad de La Plata, el bengalazo certero que impactó de lleno en el cuello de Miguel Ramírez aquel 30 de abril de 2011 provocó silencio, desazón, tristeza e incertidumbre en todo un movimiento. En ese fatídico 30 vivimos un revival del otro, el de diciembre de 2004. Una noche igual de catastrófica a la de ese fin de año pero menos famosa, con menor rating por falta de cuerpos acumulados.

La frase del Chizzo no fue una venta de humo pasajera para salir airoso ante la prensa. Desde 2005 en adelante, La Renga paró todos sus conciertos ante cada elemento pirotécnico que se presentara. Llegó incluso a detenerse en el medio de “Hablando de la libertad”, la canción que suele cerrar sus recitales. Lejos habían quedado las imágenes de otros tiempos, como las que se pueden ver en el DVD grabado en la cancha de Huracán apenas unos días antes de lo que pasó en Cromañón.

La primera y única vez que la banda se permitió continuar como si todo estuviera bien a pesar de notar la pirotecnia que nacía desde distintos puntos del público, fue precisamente el 30 de abril de 2011. El día que la bengala se disparó para el costado y no para arriba, iluminando el corazón de Ramírez, pero literalmente, como no debía ser. Como no podía ser. Después de todo, sólo era una puta metáfora.

El autor de esa imagen poética, de comunión entre público y grupo, que retrata casi a la perfección el rock argentino de las dos últimas décadas (la fiesta, el ritual arriba y abajo); es el Indio Solari. “Juguetes perdidos” se convirtió en un clásico infaltable en los recitales desde que fue publicado por Los Redondos en Luzbelito (1996).

El Indio es el otro claro y principal responsable de la continuidad en el uso de las bengalas post Cromañón. Al permitirlas al aire libre durante sus recitales dio vía libre para que los demás hicieran lo mismo. Recién las prohibió el 3 de septiembre de 2011, en Junín. La delicada situación de los hermanos Peuscovich (responsables de la organización de los shows de Solari y de La Renga en el Autódromo) sin dudas ayudó bastante a que el ex Patricio Rey tomara esa decisión. Para el concierto juninense, el Indio y su troupe colocaron luces de colores y máquinas de humo en las torres de sonido. Así, durante “Juguetes perdidos” se vivió un clima similar a los de la etapa bengalera. Es el momento en que la gente toma el poder, se sube a los hombros de su prójimo, ondea las banderas, agita los brazos, revienta gargantas y derrama lágrimas. Es el momento en el que Solari les dice a todos que todo esto está ahora y para siempre en tus manos, nene.

El disparo que mató a Miguel Ramírez salió de las manos de uno de esos desangelados, los mismos que cantaban que a los pibes de Cromañón no los mató la pirotecnia ni el rocanrol, sino la corrupción.

Todavía deben estar buscando la rima para agitar y gritar a viva voz que a Miguel no lo mató una bengala. En el Autódromo no estuvo Omar Chabán, tampoco Pato Fontanet, ese Poncio Pilatos que tiene el rock de Argentina. Estuvieron los pibes y nadie más que los pibes; saltando, cantando, haciéndole el aguante a La Renga como si se tratara de la final de la Champions League contra el Barça. ¿Cómo endilgarle, entonces, la culpa a alguien más? ¿Cómo zafar esta vez, cuando el callejón bengalero, repleto de rocanrol y fiebre se acorta y se achica cada vez más y deja en evidencia lo obvio?

El 30 de diciembre de 2004 y el 30 de abril de 2011 fueron jornadas en las que se derramó el vaso inevitablemente. Sin dudas podría haberse evitado, pero sólo momentáneamente. El problema principal no era, no fue nunca, la bengala circunstancial o la banda que estaba sobre el escenario durante los hechos. La responsabilidad es de la corrupción institucional, que hizo la vista gorda en los controles y habilitaciones. Es de las bandas que fomentaron o no supieron detener el uso de la pirotecnia. Pero la máxima responsabilidad, hoy en día, es de la gente, del público que futbolizó al rock argentino derivándolo en una especie de lucha con el artista para ver quién es el que canta más fuerte, quién tiene más aguante, quién se la banca más y quién es el que menos la caretea.

En “El rock perdido: de los hippies a la cultura chabona”, publicado en 2005, Sergio Marchi asegura que el dilema número uno del rock argentino no es externo, no viene de afuera, sino que está adentro mismo, en su núcleo, como un cáncer que se expande desde las entrañas y lo destruye de a poco. Afirma que el rock “todavía desconoce la manera de enfrentarse a los de adentro y ahí radica su verdadero problema”. En el párrafo siguiente, Marchi escribe: “Si el rock se queda con la idea de que un recital tiene que ser ‘una fiesta’, no habrá aprendido nada de lo que sucedió en Cromañón.”

El “cállense, putos”, que lanzó hace varios años un indignado Ariel Minimal ante un grupo de gente que hablaba en lugar de escuchar la música que estaba tocando Pez en el escenario; es un indicador. El público argentino de rock no escucha, siente. Como la Bombonera, sólo late. Prioriza el transpirar la camiseta por sobre viajar a través de la música de turno. El mayor ejemplo de este comportamiento se ve en la rama más popular del rock argentino. ¿Puede ser el mejor del mundo un público que se autodestruye de la manera más imbécil y más ingenua?

Hay que hacer una nueva autocrítica que perdure. Un cambio verdadero, que muestre una madurez por parte del público y de los artistas. Pappo, a diferencia de lo que muchos aseguran, no está tocando para los pibes de Cromañón junto al muerto de turno que decora el cantito. Como dice Marchi en su libro, el Carpo “fue el primer chabón barrial, pero nunca fue un bruto”. Hay una diferencia.


Publicado en septiembre de 2011 en la revista Rock Salta.

Se fuerza la máquina

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El Estadio Delmi arde, hace transpirar sin moverse. Históricamente, el palacio de los deportes salteño siempre fue una olla a presión que suena como el orto. Hoy no es la excepción. En el escenario montado frente a las plateas, Gambeat dispara programaciones y, como un enfermo, agita el brazo derecho por encima de su cabeza. Arenga, grita, mira a la multitud con la automatización que provoca hacer lo mismo en todas las ciudades de una gira mundial. Pero también con la energía propia del que ama lo que hace, como canta Carajo. Todavía no tocó el bajo que cuelga de su cuerpo, que espera ser sacudido durante más de dos horas y media. El guitarrista, Madjid Fahem, aparece cuando Gambeat y Philippe Teboul, el batero, ya están empezando a forzar la máquina.

Al fondo del escenario, Manu Chao mira la performance inicial de sus compañeros, franceses como él, y fuerza su propia máquina. Salta solo, en el lugar, recibe la arenga a través del retorno y empieza a precalentar a segundos de salir a escena y comandar el show más enérgico de la historia del rock en Salta. Abajo, cuatro mil personas también acusan recibo. Cuando Manu sale y se cuelga la acústica, sube la energía. Cuando el grupo empieza a cantar a coro (“¡Ya llegó! ¡Ya llegó!”), la temperatura vuelve a elevarse. Y cuando la banda arranca con un ritmo ska punk que se repetirá a través de toda la noche, la gente se conmueve. Ya fue todo. A saltar y a descargarse. Hay un rugido que baja desde la platea y llega hasta el borde del escenario. Un “vamooo” largo y potente que alcanza a erizar la piel. Porque significa mucho para una ciudad esquizofrénica que se debate entre el conservadurismo recalcitrante de iglesia omnipresente y el troskismo ganador de las elecciones. El progresismo de moda en el Norte se encuentra con el soundtrack soñado. La whipala flamea, los pueblos originarios hoy son recordados. La facultad de Humanidades se trasladó al estadio. Los turistas europeos conocen el Delmi y se cagan de calor por ese francoespañol, músico de mundo capaz de hipnotizar con canciones que parecen todas iguales, en los discos y en vivo. Manu Chao, la experiencia alterlatina post noventas purificada y envasada, con mensaje combativo que se adapta a cada lugar donde se presenta. Ya llegó.


La nota completa en el número 18 de la revista Rock Salta, de diciembre de 2013. 

Áspero, como la tierra quemada

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John Hammond me puso un contrato delante, el mismo que firmaban todos los músicos nuevos.
- ¿Sabes qué es esto? -preguntó.
Miré la primera página, donde decía “Columbia Records” y dije:
- ¿Dónde firmo?
Hammond me mostró dónde y escribí mi nombre con pulso firme. Confiaba en él. ¿Quién desconfiaría? Había quizá un millar de reyes en el mundo, y él era uno de ellos. Antes de que me fuera, me regaló un par de discos descatalogados que supuso que me interesarían. Columbia había comprado los archivos de las discográficas de segunda fila de los años treinta y cuarenta –Brunswick, Okeh, Vocalion, ARC- con la intención de editar parte del material. Uno de los discos que me regaló era de los Delmore Brothers con Wayne Rainey, y el otro, King of the Delta Blues, de un cantante llamado Robert Johnson. Yo solía escuchar a Rainey en la radio; era uno de mis armonicistas y cantantes preferidos, y The Delmore Brothers también me encantaban. Pero no sabía nada de Robert Johnson, el nombre no me sonaba de nada, jamás lo había visto en ningún recopilatorio de blues. Hammond me lo recomendó encarecidamente y aseguró que aquel tipo “le daba mil vueltas a cualquiera”. Me mostró las ilustraciones del álbum, una pintura curiosa en la que el pintor contempla desde el techo a un cantante y guitarrista de mirada salvaje e intensa, que  no parece muy alto pero tiene hombros de acróbata. Qué carátula más electrizante. La admiré detenidamente. Fuera quien fuese el cantante de la imagen, ya me tenía hipnotizado. Hammond me dijo que sabía de él desde hacía años, que había tratado de contactarlo para que viniese a Nueva York a actuar en el famoso concierto de Spirituals to Swing, pero entonces había descubierto que Johnson ya no existía, que había muerto misteriosamente en Misisipi. Sólo había grabado unos veinte temas. Columbia había adquirido los derechos de todos y estaba a punto de reeditar algunos.

John escogió una fecha en el calendario para que yo volviera y empezara a grabar, me indicó a qué estudio debía acudir y todo eso, y salí que no cabía de mi gozo. Me fui en metro al centro y me dirigí a toda prisa al apartamento de Van Ronk. Terri me abrió la puerta. Antes de que llegara estaba en la cocina ocupándose de sus labores. Aquello era un caos: pudin en el horno, migas de pan seco sobre la tabla de cortar, montoncitos de pasas, vainilla y huevos. Estaba extendiendo una capa de margarina en el fondo de un cazo y esperando a que se disolviera el azúcar. “Tengo un disco que quiero que Dave escuche”, le dije al entrar. Dave estaba leyendo el Daily News. El gobierno andaba tirando bombazos en Nevada, realizando pruebas de armamento nuclear. Los rusos hacían lo propio en su país. A James Meredith, un estudiante negro de Misisipi, le habían impedido la entrada a las aulas en la universidad estatal. La cosa pintaba mal. Dave levantó la mirada, observándome por encima de sus gafas de carey. Yo, con el grueso acetato del disco de Robert Johnson entre las manos, le pregunté a Va  Ronk si había oído hablar de él. David contestó que no, y yo lo puse en el tocadiscos para escucharlo. Desde la primera nota, las vibraciones en el altavoz me pusieron los pelos de punta. Los sonidos de la guitarra, cortantes como cuchilladas, casi resquebrajaron los cristales. Cuando Johnson empezó a cantar, parecía como un tipo que hubiera salido con armadura y todo de la cabeza de Zeus. Inmediatamente establecí una distinción entre él y cualquier otro que hubiera escuchado. No se trataba de las canciones de blues habituales; eran composiciones depuradas. Todas constaban de cuatro o cinco versos, y cada pareado se enlazaba con el siguiente, no de manera evidente, pero sí extremadamente fluida. Al principio, se sucedían con demasiada rapidez como para captarlo. Los temas y registros variaban enormemente de una canción a otra, todas compuestas de versos breves y enérgicos que en conjunto componían una especie de historia panorámica: el fuego de la humanidad ardía en la superficie de aquel trozo de plástico giratorio. “Kind Hearted Woman”, “Traveling Riverside Blues”, “Come On in My Kitchen”.

La voz y la guitarra de Johnson resonaban en la sala, y yo me vi absorbido por ellas. Para mí era inconcebible que no produjera el mismo efecto en todo el mundo. Sin embargo, Dave no opinaba lo mismo. No dejaba de señalar que esa canción proviene de otra y que aquella es la réplica exacta de una distinta. Johnson no le parecía muy original. Entiendo su punto de vista, pero yo pensaba lo contrario. A mi juicio, la originalidad de Johnson era absoluta, sus canciones no podían compararse con nada. Tiempo después, Dave interpretó algunos temas de Leroy Carr y Skip James y Henry Thomas y dijo: “¿Ves a qué me refiero?”. Sí lo veía, pero Woody se había hecho con muchas de las viejas canciones de la Carter Family y les había imprimido su propio sello, de modo que la conclusión de Dave no me parecía gran cosa. Según él, Johnson estaba bien, el tipo era bueno, pero todo derivaba de otras cosas. No tenía sentido discutir con él, al menos intelectualmente. Yo tenía mi propio modo primitivo y sencillo de ver las cosas. Mi político preferido era el senador de Arizona Barry Goldwater, que me recordaba a Tom Mix, pero no conseguía que nadie comprendiera mis motivos. No me sentía demasiado cómodo con esa cháchara polémica de tinte psicoanalítico. Eso no iba conmigo. Incluso las noticias de actualidad me ponían nervioso. Prefería las antiguas. Las recientes eran todas malas. Menos mal que no te las restregaban por la cara todo el día. Una cobertura de veinticuatro horas habría sido una pesadilla infernal.

Dejé que Dave regresara a su periódico, le dije que ya nos veríamos luego e introduje el acetato en la funda de cartón blanco. No estaba impresa. La única identificación estaba escrita a mano sobre el propio disco y se limitaba a nombrar a Robert Johnson y a listar sus canciones. El disco, que no había entusiasmado a Dave, me había dejado atónito, como si me hubieran disparado un dardo tranquilizante. Más tarde, en mi apartamento de la calle 4 Oeste, cuando estaba a solas, volví a poner el disco. No quería que nadie más lo escuchara.

A lo largo de las semanas siguientes, lo escuché repetidamente, una canción tras otra, sentado y mirando fijamente el tocadiscos. Siempre que lo hacía, me asaltaba la impresión de que un espectro, una aparición temible, se presentaba en la estancia. La economía de palabras de aquellas canciones era asombrosa. Johnson disimulaba la presencia de más de veinte intérpretes. Me concentré en cada canción preguntándome cómo lo hacía. Componerlas fue sin duda una labor altamente compleja. Cada tema parecía salir directamente de su boca y no de su memoria. Empecé a meditar sobre la construcción de los versos, a determinar en qué se diferenciaban de los de Woody. Las palabras me tensaban los nervios como cuerdas de piano. El significado y el sentimiento que entrañaban eran tan elementales que ofrecían una perspectiva muy profunda de la composición. No es posible analizar con detenimiento cada momento. Faltan demasiados términos y hay demasiada existencia dual. Johnson obvia tediosas descripciones en las que otros compositores de blues habrían centrado canciones enteras. No hay garantía alguna de que una sola de sus frases correspondiese a un hecho real, fuera pronunciada o siquiera imaginada antes. Cuando canta acerca de carámbanos que cuelgan de las ramas de un árbol me produce escalofríos, y cuando canta acerca de la leche que se vuelve azul siento nauseas y me pregunto cómo lo consigue. Además, todas las canciones tienen cierta resonancia extraña. Al oír una frase tan banal como “si hoy fuera Nochebuena y mañana Navidad”, notaba en los huesos las sensaciones características de aquellas particulares fechas (…).

Transcribí las letras de Johnson en trozos de papel para examinarlas más atentamente junto con sus estructuras, la construcción de sus frases a la antigua y las asociaciones libres, las alegorías vívidas, verdades como puños envueltas en la cáscara dura de la abstracción sin sentido; temas que surcaban el aire con toda gracilidad. Yo no tenía ninguno de esos sueños o ideas, pero decidí hacerlos míos. Pensaba mucho en Johnson. Me preguntaba qué clase de gente escuchaba su música. Cuesta creer que hubiera braceros y aparceros en locales de baile capaces de conectar con canciones como aquéllas. Cabe plantearse si Johnson tocaba para un público futuro que sólo él podía ver. “Lo que yo tengo te volará los sesos”, canta. Johnson va en serio. Es áspero, como la tierra quemada. No hay nada de bufonesco en él ni en sus letras. Yo también quería ser así.




Bob Dylan. Fragmento de su libro Crónicas, publicado en 2004.

Hombre de las cumbres

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En el mes de abril, investigadores del Conicet determinaron, tras cinco años de trabajo, que Merlo, en San Luis, es la ciudad con mejor calidad ambiental del país. Se basaron en variables como el confort climático, el nivel de contaminación, la inundabilidad, los ruidos y el estado de las playas y los espacios verdes de cada lugar. Aseguraron tener una “concepción amplia” del ambiente y explicaron que una buena calidad ambiental no significa ausencia de problemas, sino, además, presencia de elementos atractivos en el paisaje y el entorno.

En Merlo está Edelmiro Molinari. Allí decidió radicarse, hace seis años, aún antes de que el Conicet comenzara sus investigaciones ambientales. No parece haber sido azarosa la elección de este músico de 66 años que se crío en el porteñísimo Bajo Belgrano pero terminó como un nómade trotamundos, viviendo en diferentes países. Algo lo llevó hasta allí. Su conexión profunda con la tierra lo depositó en ese lugar. En “Mestizo”, una canción que está en el segundo disco de Almendra, la ópera rock que no fue, ya se mostraba inquieto por la naturaleza y sus alcances. “Voy al sol, y cuando esté seco iré como por el aire hasta vos”, escribió en 1970. En el disco anterior, el mítico debut del cuarteto, Molinari firmó una pieza clave para su carrera y el rock argentino entero: “Color humano”. Desde el primer acople que lo arranca hasta el riff inconfundible, gordo y profundo, se nota que estamos ante una canción perdurable y de una importancia que en su momento quizás no habrán sabido percibir, pero hoy aparece todo el tiempo, en cada uno de sus nueve minutos de duración. Cuando Spinetta emerge para cantar los versos de Edelmiro, todo termina de cerrar: “Beso mares de algodón sin mareas, suaves son, sublimándonos, despertándonos. Somos seres humanos sin saber lo que es hoy un ser humano”. ¡Todo antes de cumplir 23 años!

Color Humano, la banda, fue otra estrella fugaz de poca vida y largo aliento, tras la separación de Almendra. Tres discos entre 1972 y 1974 que aún hoy siguen sonando demoledores por la cohesión que existía entre los músicos que conformaban el grupo (además de Molinari en guitarra y voz, estaban Rinaldo Rafanelli en bajo y David Lebón en batería, luego reemplazado por Oscar Moro en los dos últimos álbumes). Escuchar canciones como “Cosas rústicas”, “Hace casi 2000 años”, “Las historias que tengo”, “Pascual tal cual” o “Sangre del sol” deslumbra y demuestra lo injusta que puede ser la historia del rock con algunos de sus referentes. Es muy difícil conseguir los trabajos de Edelmiro en una disquería. Contacto, el álbum editado en 2012, se consigue en Mercado Libre a $500. El CD de Edelmiro y La Galletita, publicado en 1984 con una banda en la que también estaba Skay Beilinson, está a la venta en el mismo sitio a $300. Su vinilo, a $1.200.

Probablemente Skay sea uno de los pares más cercanos a Edelmiro, no sólo por ser dos emblemas de la guitarra del rock argentino, sino también por su costado espiritual, metafísico. Son personas de una profundidad inusual para la escena. Se muestran y se manejan como tipos que van más allá de lo que estimula el mundo actual de consumo e inmediatez. Enseñan con su manera de vivir. Obligan a pensar. Seguramente por esa afinidad, sus dos guitarras se ensamblan  de gran manera en la canción “Contacto”, del último disco de Edelmiro. Los une algo más que una gran técnica en las seis cuerdas.

Edelmiro Molinari es uno de esos tipos que todos nombran y muy pocos escuchan. Queda bien decir algo sobre Color Humano. Pero lo cierto es que no suena en las radios, no sale seguido en las revistas y suplementos y casi nadie aparece cantando una canción del grupo. Le pasaba a Pappo, le pasaba al Flaco, le pasa a Molinari, como le sucede también a muchos otros músicos del rock argentino que forjaron el movimiento y hoy tienen que ver desde la transmisión online de un megafestival cómo todo se reduce a banderas que tapan el escenario y coros desafinados que tapan la música. Hay que decirlo de manera bestial y con incorrección política: mientras Las Pastillas del Abuelo, Salta La Banca, La Beriso y tantos otros residuos de los noventa, pacos del paco del paco de bandas míticas, llenan más de un Luna Park con públicos que manejan rituales que rozan las actitudes coercitivas; tipos como Edelmiro Molinari y Javier Martínez se tienen que conformar con una salita humilde. Afortunadamente, el rescate que cada tanto hace La Renga, invitándolo a tocar o versionándolo, salva aunque sea un poco ese desequilibrio. Ricardo Iorio también aportó lo suyo, grabando en 2008 una gran versión de “Hace casi 2000 años”, en su disco Ayer deseo, hoy realidad.

Al momento de esta entrevista, Edelmiro se preparaba para tocar el 16 de diciembre en el Hotel Bauen, de Buenos Aires. Aseguraba que se trataría de una fiesta con invitados como Rodolfo García, Bernardo Baraj, Emilio del Guercio y León Gieco. “Lo importante es que es una fiesta entre amigos, una guitarreada eléctrica. El repertorio no es solo el mío, sino que incluyo canciones de personas que admiro profundamente. Vamos a tocar un tema de Jimi Hendrix, las cosas que a mí me han tocado a través de este camino. Realmente es un placer poder hacerlo. Quiero hacer material nuevo mío pero también un reconocimiento a las influencias. Algunas son muy cercanas, como Javier Martínez, Luis Alberto. Otras lejanas: Oscar Alemán, como guitarrista. O lejanas en sentido físico pero no metafísico, como Hendrix. Es lo que me gusta hacer en casa y lo llevo al escenario para pasar un buen momento y apuntar a un año más positivo, a ver si convergemos más hacia el amor y el entendimiento que todo lo que está pasando hasta ahora”, contaba, y sus palabras de unión resuenan con mayor fortaleza después de un comienzo de diciembre caótico, de aprietes policiales en forma de acuartelamiento y una sociedad quebrada entre el saqueo y la intolerancia justificada a lo Micky Vainilla.

 - Yo tenía un tío que fue nacido en Tartagal. Conocí de pasada. No estuve mucho tiempo en Salta, nunca me quedé a pasar unos días. Me encantaría.
- A tocar tampoco, ¿no? 
- No, creo que con Almendra fuimos hace muchos años.
- ¿Y recordás algo de eso? 
- No, porque fue hace muchos años. Y fue una gira por todo el país. Llegábamos a las ciudades y seguíamos porque teníamos que tocar en otra. Eso pasa como un pantallazo.
- En tus canciones decís “en la música sólo hay amor”. 
- Claro, porque es lo único que nos queda. Lo demás está demostrado que no va. Hace mucho más de dos mil años que estamos haciendo lo mismo y no funciona. El mundo está cada vez peor. De los animales venimos siendo lo peor, porque nos arrancamos los ojos los unos a los otros, los seres humanos. Cosa que no hace ninguna otra especie animal. La libertad viene con el amor, si no, no existe. Es muy metafísico esto pero realmente es lo único que existe en contra de todo el materialismo absurdo que estamos viviendo y por el cual estamos haciendo pelota este mundo maravilloso que tenemos.
- Recién citaste “Hace casi 2000 años”, una canción que compusiste a los veintipocos. Ya en esa época tenías ese pensamiento. Pero al mismo tiempo te criaste en Belgrano, en colegios que quizás no iban por el mismo lado. ¿Qué te hizo pensar así?
- En realidad uno no cambia. “Hace casi 2000 años”, “Color humano” y todo eso, fue compuesto en aquella época, cuando éramos muy jóvenes, con Almendra y Color Humano. Pero la realidad es que uno no cambia. Por lo menos yo creo que no he cambiado con respecto a eso. Hay gente que cambia para bien o para mal. Vivimos un momento de ensueño a fines de los sesenta. Había una especie de ensueño en todo el mundo, que a través de la música iba a venir la paz, el amor y todo. Se lo ata al hippismo, a Woodstock, al año 69. La realidad es que eso sí pasó pero terminó disolviéndose en un mundo totalmente materialista y absolutamente despojado de todo esto que nos está faltando ahora: el amor, lo que tiene que emparchar toda la porquería que le hemos hecho al mundo, a la Pachamama, a la tierra que nos dio todo. La estamos depredando de una manera brutal y es por una cuestión absoluta y exclusivamente material. Nada más. Se crean necesidades que no son tales, contaminamos todo. No miramos más allá. No pensamos. Como dijo un jefe Piel roja, la tierra no es algo que heredamos de nuestros padres, sino que es algo que heredamos de nuestros hijos, y es nuestra obligación cuidarla para ellos. Y estamos haciendo todo lo contrario por cuestiones materiales. Lo metafísico no existe en eso. Hacemos cosas por dinero y punto. Y ahí se va todo al diablo.
- Es como decís en una canción: “todo el que mata casi siempre usa corbata”. 
- Y sí, porque es un poco esa hipocresía. Es lo mismo en términos de la política. ¿Qué vine pasando con la política? La política, como término, no existe, no tiene significado. Es nada más el acomodo que hacen algunas personas de lo que está pasando y nos pasa a la gente pero para provecho propio, no es para mejorar el estado de todo el mundo. Le preguntaron al Dalái Lama qué era lo que más le sorprendía de la humanidad, y dijo “el hombre”. Porque sacrifica su salud para ganar dinero, y cuando lo consigue sacrifica su dinero para recuperar su salud. Y está tan ansioso por el futuro que no disfruta el presente. Entonces el resultado es que no vive ni en el presente ni en el futuro, vive como si nunca fuese a morir, entonces muere sin haber vivido realmente nunca.
- Es tremendo (risas).
-  Y totalmente. Profundamente, es así. Hay palabras de ciertos tipos que son tan reales que son impresionantes. Son hombres sabios. Algunos ángeles que pasan por acá.
- Te lo dicen de una forma tan simple que te destruyen. Te hacen replantear muchas cosas.
- (Se ríe) Exactamente. Esa es la cuestión: seguir con este asunto. No me acuerdo qué Papa dijo “el que construye sobre dinero, construye sobre arena” (N. de la R: Benedicto XVI). Y esa es otra absoluta realidad. No podés decir más nada. En cambio, si vos construís sobre amor, no vas a construir para tu provecho propio, valga la redundancia, sino que van a ser otras las razones. Y la codicia, la hipocresía, las traiciones y todo eso, dejarían de existir.
- Vos te mudaste a San Luis hace seis años. ¿Tuvo que ver con escaparse de Buenos Aires y todo el lío de las  grandes ciudades?
- Sí, yo viví la mayor parte de mi vida adulta fuera del país. Viví 23 años en Los Angeles, casi un año en Hawái. Después volví, me fui a vivir a Chile, que estuve como cuatro años más. O sea que son muchos años fuera en mi vida de adulto. Uno espera dejar una estela un poco más clara, a eso es lo que aspiro. Porque no me gusta esto que estamos dejándole a nuestros hijos. Tenemos que hacerlo diferente, tenemos que dejarnos de joder y realmente enfocar las cosas como se deben enfocar. ¿Pero cómo cambiás a todo el mundo de eso? De la codicia, la hipocresía, de la traición. Vos sabés que el general San Martín, que realmente fue un santo, tuvo dos vueltas a Buenos Aires. Normalmente mencionan una, pero en la segunda vuelta intentó quedarse. Vino a Buenos Aires y se quedó durante un mes en el barco que lo trajo. Vino con otro nombre. El tipo llegó, recaló el barco después de meses de viaje desde Europa y no bajó. Un marinero le fue a decir al capitán que había un tipo que no se quería bajar. Y el capitán lo dejó quedarse mientras estuvieran. Lo que hizo San Martín fue que se encontró con los compinches de aquella época. Los mandó a llamar al barco y habló con ellos. Y el tipo vio que acá nos estábamos destrozando, porque estábamos todos divididos, tal cual estamos hoy. Una división extraordinaria. Algunos se creían señores de algunos terrenos, otros de otros, había peleas políticas. Y el flaco decidió no bajar, no pisar nuestra tierra porque había dicho que jamás iba a desenvainar su sable para derramar sangre de nuestro propio pueblo. Y se volvió, lo cual es una tristeza. Pero fijate que eso ya pasaba en aquella época. Y volvió a Francia y ahí quedó.
- Recordé el verso del tema “Color Humano”: “somos seres humanos sin saber lo que es hoy un ser humano”. No sé si ya sabremos definirnos. 
- Claro, bueno, es lo que sentí en el momento en que me salió esa canción. Porque si nos ponemos a pensar, eso es lo que nos está pasando. El conocimiento se puede dividir en dos partes: una parte científica y una parte metafísica. La parte científica la humanidad voló. Pasamos de la piedra a la rueda, de la rueda a los jets y a lo que tenemos ahora. En la parte metafísica, donde uno puede incluir todas las cosas como el amor, y están también las religiones, donde está lo que no es material. Ahí no triunfamos en nada. Nos dividimos como locos. Cada uno creyó en la suya o tuvo un concepto. Si Jesucristo se hubiera encontrado con Buda, Mahoma o Moisés, no creo que se hubieran cagado a palos y se hubieran matado entre todos ellos. Al contrario, quizás hubieran formado una sociedad filosófica donde cada uno podría aportar lo que traía. Eso se podría haber concretado y haber desparramado en la humanidad. Pero no pasó así. Nos dejaron en pelotas porque se tomaron interpretaciones de cada uno de ellos. Algunos dijeron que eran ángeles y otros dijeron que eran diablos y se eliminaban y seguimos hasta el día de hoy así. El problema más grande que hay en el mundo, las dos razones máximas de guerra y del estado en el que estamos, son económicas y religiosas. Nada más que eso. Todos tienen derecho a creer en alguna cosa en particular, pero más allá de eso somos una sola raza. No importa si somos amarillos o rubios o blancos. Somos exactamente lo mismo. Si comprendiéramos eso, creo que iríamos unidos hacia adelante, hacia lo que no podemos entender porque no llegamos a ese nivel. Es un nivel superior.
- ¿Deberíamos volver a los valores nativos, como vos decís en tu disco Contacto?
- Claro, de alguna manera eso sería una forma de poder rescatar algo.
- ¿Y cuáles son esos valores nativos?
- Todo lo que vos consideres que lo nativo tenga de belleza y pureza. Obviamente, antes las cosas eran diferentes. Ahora han cambiado mucho. Nos han metido en un mundo materialista donde  se piensa en forma de materialismo. Es una época muy jodida, porque es muy difícil hablar adelante de chicos muy jóvenes, pero en los países donde hubo guerra y en otros también, se cazan niños y niñas para vender los órganos. Se lo congela y se los vende a la gente que tiene guita y los quiere comprar. Y si eso no es un horror, yo no sé qué es un horror (risas).
- Es difícil conseguir tus discos en físico. Contacto en Mercado Libre se vende a $500. 
- No, pero eso es mentira. Es porque vino un tipo, me compró un disco a mí y lo vende a $500. Está loco. Ahí tenés, este mundo materialista que es una porquería. Primero, el disco lo pueden conseguir contactándose con la página oficial mía. Lo que no tenemos es intermediarios, porque no sirve para nada. El intermediario es la persona que hace guita sin hacer nada. Eso va en todos los niveles. Hace unos meses, gente del campo fue con camiones llenos de leche y otros con vegetales. Pararon y vendieron la leche a $1,50, que era lo que el intermediario les pagaba a ellos. Y ellos le vendían directamente a la gente. Fue maravilloso. Mostraron que ésa es la verdad, que no son ellos los que venden el litro a $7,50. ¿Entonces por qué todos esos intermediarios? Bueno, es el mundo materialista del que estamos hablando, que nos aleja a todos de lo que nos corresponde.
- Seguramente el tipo que vende a $500 tu disco especula con la dificultad que hay para conseguirlo en las disquerías. Eso seguramente responda a que el mercado discográfico ha sido muy injusto con vos, te ha dejado muy de lado.
- Con todo el mundo, no conmigo solo. Son un producto directo de todo esto que estamos hablando. Fijate que las compañías de discos, cuando uno firma, si vos no te das cuenta, te firman para siempre. Suponete, un músico muy bueno: si los tipos dejan de sacarle el disco le borran su carrera artística, lo borran para siempre. Son cosas anticonstitucionales e inmorales. Da mucho para pensar  y se necesita que nosotros pasemos el poco conocimiento que tengamos a las nuevas generaciones para que ellos vayan abriendo cada vez más los ojos y se vayan borrando todas estas atrocidades.
- La Renga te invitó varias veces a tocar. En los noventa circulaba un pirata de ellos haciendo “Cosas rústicas”, ahora grabaron “Hace casi 2000 años” en vivo y circula el video. Se nota tu influencia en ellos. 
- Fue un placer conocerlos. Cuando yo regresé acá, a Argentina, ellos ya eran muy conocidos. Me comentaron unos amigos lo mismo que me dijiste vos y al final nos encontramos con ellos y nos hicimos hermanos de sangre, de espíritu y de todo. Y ahí tenés: ellos son un baluarte de la independencia. Porque en todas sus cosas no transan con ninguna radio, con ningún promotor, no ponen un aviso en los diarios. Y es el grupo que más convoca gente en nuestro país. Porque son el ejemplo perfecto de la devoción, de la pasión. Tienen toda la libertad del rocanrol y son independientes. Todo lo que no le gusta a los monopolios. Son un emblema cultural, social y de amor. Realmente es un placer que existan.
- ¿Por qué Color Humano duró tan poco y produjo tanto y de tan buena calidad? 
- Son cosas que atañen un poco al mundo. Me parece que tuvo que ver que en todo el mundo, más o menos a principios de los sesenta, cuando aparecieron Los Beatles y Los Rolling Stones, hasta fines de los setenta, hubo una salida especialmente en la zona intermedia, que son fines de los sesenta y principios de los setenta, hubo una generación de música en todo el mundo que fue increíble. Fue un fenómeno mundial. Había grupos en cada país con su propia expresión, que les estaban cantando a su gente. Y a nosotros nos pasó que nos tocó eso. Claro que persiguiendo los propios ideales. Lo más lindo de todo es que todo lo que se hizo en esa época ha perdurado y llegamos hasta el año 2013, que yo jamás pensé que iba a llegar. Cuando compuse “Hace casi 2000 años” decía “yo en el 2000 no voy a existir”. Sin embargo, aquí estoy. Así que ahora canto “hace más de dos mil años que pienso en lo mismo”, pero todavía no encuentro solución. Porque en realidad hay que vivir el hoy, el presente. Nosotros estamos pensando siempre en el futuro en base a lo que pensamos. Y lo que pensamos está basado en el pasado. No estamos en el hoy. Entonces, creo que lo que hay que vivir es el hoy, desprenderse del pasado y de esa manera, si vivimos plenamente el hoy, viendo la verdad en lo falso, va a haber un cambio radical en todo el mundo. Pero esto no es cosa fácil (risas).
- Y si vivimos el hoy, mañana será mejor, como decía Luis Alberto. 
- Sí, ahí está (risas).  


Entrevista publicada en el número 18 de la revista Rock Salta, de diciembre de 2013. 

Se fuerza la máquina

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(Foto: Gastón Iñiguez)

El Estadio Delmi arde, hace transpirar sin moverse. Históricamente, el palacio de los deportes salteño siempre fue una olla a presión que suena como el orto. Hoy no es la excepción. En el escenario montado frente a las plateas, Gambeat dispara programaciones y, como un enfermo, agita el brazo derecho por encima de su cabeza. Arenga, grita, mira a la multitud con la automatización que provoca hacer lo mismo en todas las ciudades de una gira mundial. Pero también con la energía propia del que ama lo que hace, como canta Carajo. Todavía no tocó el bajo que cuelga de su cuerpo, que espera ser sacudido durante más de dos horas y media. El guitarrista, Madjid Fahem, aparece cuando Gambeat y Philippe Teboul, el batero, ya están empezando a forzar la máquina.

Al fondo del escenario, Manu Chao mira la performance inicial de sus compañeros, franceses como él, y fuerza su propia máquina. Salta solo, en el lugar, recibe la arenga a través del retorno y empieza a precalentar a segundos de salir a escena y comandar el show más enérgico de la historia del rock en Salta. Abajo, cuatro mil personas también acusan recibo. Cuando Manu sale y se cuelga la acústica, sube la energía. Cuando el grupo empieza a cantar a coro (“¡Ya llegó! ¡Ya llegó!”), la temperatura vuelve a elevarse. Y cuando la banda arranca con un ritmo ska punk que se repetirá a través de toda la noche, la gente se conmueve. Ya fue todo. A saltar y a descargarse. Hay un rugido que baja desde la platea y llega hasta el borde del escenario. Un “vamooo” largo y potente que alcanza a erizar la piel. Porque significa mucho para una ciudad esquizofrénica que se debate entre el conservadurismo recalcitrante de iglesia omnipresente y el troskismo ganador de las elecciones. El progresismo de moda en el Norte se encuentra con el soundtrack soñado. La whipala flamea, los pueblos originarios hoy son recordados. La facultad de Humanidades se trasladó al estadio. Los turistas europeos conocen el Delmi y se cagan de calor por ese francoespañol, músico de mundo capaz de hipnotizar con canciones que parecen todas iguales, en los discos y en vivo. Manu Chao, la experiencia alterlatina post noventas purificada y envasada, con mensaje combativo que se adapta a cada lugar donde se presenta. Ya llegó.

Primera Estación: Rosario 

La gira argentina 2013 de Manu Chao y La Ventura comienza el jueves 28 de noviembre en el Salón Metropolitano de Rosario, una de las ciudades que albergó al músico en el año 2000, cuando arribó al país por primera vez tras la separación de Mano Negra. El Metropolitano está dentro del predio del shopping Alto Rosario, en una zona que bordea el río Paraná, cerca del barrio Pichincha. Un lugar de edificios modernos que pretende transformarse en una versión local de Puerto Madero. Apenas unos pocos propietarios de casas antiguas resisten la tentación millonaria que les ofrecen las inmobiliarias para quedarse con sus terrenos.

Hay aire acondicionado en el galpón de esta vieja estación de trenes remodelada que aún conserva algunos vagones de antaño como piezas de museo. Es una sala VIP para conciertos. La ventilación es tan extraordinaria que no hay rastro de olor a faso. En los baños hay agua, jabón líquido y toallitas de papel. Pulcritud extrema para el hippismo urbano.

Los rosarinos todavía recuerdan el primer show de Manu en la ciudad. El que dio en el Anfiteatro Humberto de Nito, en 2000. El que empezó a edificar el mito. Las notas de esos años también lo hicieron. El suplemento No, Rolling Stone y otras publicaciones de la época daban cuenta de la llegada de ese músico que era capaz de sumergirse en las profundidades de los barrios más peligrosos y necesitados de la ciudad que le tocara visitar. Para colmo, sólo tenía un disco editado (Clandestino, de 1998) y aún sorprendía. Manu Chao era el rey en una Argentina que todavía padecía el efecto pizza con champagne que estaba a punto de explotar.

Afuera del Metropolitano están los chicos de Comunidad Rebelde, que hace un año destruyeron un bunker de drogas y lo están transformando en el primer centro comunitario de la ciudad con una construcción 100% sustentable. La Comunidad está formada por vecinos y organizaciones sociales como CUBa-MTR, la Juventud Revolucionaria del Che y la TUPAC. “Tenemos una organización social que hace diez años que está en barrio Triángulo, en la zona oeste de Rosario. En diciembre de 2012 funcionaba un bunker de drogas en el barrio y con los vecinos lo tiramos abajo, a mazazos, porque ya no daba para más la situación. Idas y venidas de autos, todo el quilombo que lleva el narcotráfico. Una vez que se derrumbó ese espacio se decidió construir un centro comunitario que funcione para el barrio. Diferentes talleres de oficios, actividades culturales. Estamos en el proceso de construcción, todavía. Estamos construyendo con material reciclable, tierra, botellas, caña. Es un proceso más lento pero está bueno, porque lo estamos haciendo en forma de taller. Estamos enseñando y aprendiendo otra manera de construcción y dándole pelea al narcotráfico”, cuenta Nicolás Sanfilippo, uno de los responsables de la organización.

Comunidad Rebelde asegura que el negocio de las drogas es posible gracias a la complicidad de muchos, y señala tres actores clave: la policía, “que participa de negociados y brinda apoyo”; el gobierno provincial del socialista Antonio Bonfatti, “que le resulta imposible ocultar sus vínculos con estas organizaciones criminales”, y el gobierno nacional, que “no sólo no hace nada para resolver esta situación, sino que es cómplice, garantizando la impunidad, el libre accionar y la sustentabilidad de los negocios de narcos, canas y gobernantes”.

El trabajo de la organización posee un gran apoyo de la escena del rock rosarino. El domingo 1 de diciembre se organizó un festival a beneficio del centro comunitario. Participaron Cielo Razzo, Vudú, Carmina Burana, The Koalas, Chicos Vaca, Gonzalo Aloras, Degradé, entre otros.

Para Nicolás, el centro comunitario “es una pequeña salida”. “Con esto no se acaba el problema, pero es un paso adelante. Y la idea es difundirlo por todos lados, para que en otros barrios, otros vecinos se animen a tirar abajo a los bunkers. Lo que pasa es que como hay mucha complicidad con los políticos y la policía, se vuelve a armar”, explica.

Su manera de pensar, intentando crear pequeños pero significativos impactos, concuerda con lo que el propio Manu Chao dijo este año en una entrevista al diario español El País: “Buscar una solución global está fuera de mi alcance, me rindo; pero existen soluciones a escala local”, declaraba, y ponía ejemplos: “El huerto es autoabastecimiento, trueque, relación humana, es revolución. Tocar en bares es otro ejemplo”, agregaba.

Comunidad Rebelde es sólo uno de los distintos movimientos sociales que se concentran esta noche en el Metropolitano. Manu Chao tiene esa capacidad de nuclear diferentes causas. Los que se acercan allí saben que tienen una gran posibilidad de difundirse. Ahí están, entonces, distribuidos en diferentes stands, asambleas contra la minería a cielo abierto, otra por los derechos de la niñez y la juventud, y los chicos de Comunidad, que además venden los discos de La Semilla, el grupo que está en el escenario.

La Semilla es una banda rosarina con dos discos editados. Con influencias folclóricas y melodías andinas, el grupo se asemeja a Arbolito: rock fusionado al extremo. Con causas sociales como premisa, uno de los últimos temas que hacen es “El humahuaqueño”. Al verlos se perciben ciertas ganas de estos chicos de haber nacido en el NOA para poder vestir con mayor autenticidad buzos de llama y poseer una fuerte marca regional que en ellos no parece muy natural. “La idea de esta banda es la igualdad y la alegría”, dicen. Hay mucha nariz de payaso entre el público, algo que confirma el carácter del grupo. Antes de despedirse, los músicos piden que la movida autogestiva de Rosario aguante.

A las 21.50, aparece Manu Chao junto a La Ventura. Como Bob Dylan, Manu reinventa su música y provoca confusiones en la audiencia, que por momentos tarda en reconocer qué canciones está escuchando. Así, una pieza dulce como "Minha galera" puede encajar en el formato rumba ska punk que el ex Mano Negra ofrece con su enérgico show, que en Rosario no pasa de tibio, de intensidad de manual.

Por momentos, la banda se asemeja a Manga de Boludos, el grupo ficticio de fiesta perpetua de Peter Capusotto: no paran y parecen estar haciendo el mismo tema una y otra vez. Pero son diferentes: aparecen “Clandestino”, “Desaparecido”, “Bongo Bong”, “King Kong Five”, “Mala vida”, “La vida tómbola” y varios más. Tras dos horas y cuarto de intensidad precisa, las seis mil personas abandonan el Metropolitano con un sabor agridulce. El concierto del 2000 sigue pesando en los rosarinos.

Próxima Estación: Cosquín

Dos días después, el 30, el show se traslada a la ciudad de Cosquín. Es un sábado muy caluroso en la ciudad de Córdoba, pero en Cosquín la tarde es fresca y primaveral. El clima serrano que se vive ayuda a recordar las primeras experiencias del Cosquín Rock, que comenzó en 2001 en esta localidad y ahora se realiza en Santa María de Punilla. Comparada con la edición 2013 del festival, la plaza Próspero Molina es un lugar pequeñísimo, aunque le hayan sacado todas las butacas. Aquí sólo caben 15 mil personas.

A las siete de la tarde, la tranquilidad  reina en las calles y en la plaza principal del pueblo. Todos charlan, bailan, toman, fuman y cantan sin problemas, hasta que deciden entrar al predio del show. La paz se ve destruida por la fuerza cordobesa, que confunde control con exceso de autoridad y confirma que ser policía es una de las peores cosas que le pueden pasar a un ser humano. En Rosario son acusados de connivencia con los narcos. En Córdoba apretan el puño y se hacen los heavys innecesariamente, con soberbia.

La policía cordobesa revisa. Como en Los Simpsons, hace inspección de billeteras. Un chico aparentemente ebrio es interrogado. Le preguntan cómo se llama, si tomó y por qué lo hizo. A otro le encuentran pastillas, le preguntan para qué las tiene. El pibe contesta que son recetadas. Otro se ve obligado a abrir el estuche de sus lentes y a mostrar el paño que usa para limpiarlos. Curiosamente, la requisa minuciosa no incluye las zapatillas.

Ante las protestas de la gente, los policías se hacen los boludos y toman por boludos al resto, diciendo que esa severidad es “normal” en todos los conciertos. Ante la respuesta negativa de la gente, que sabe que el control está siendo exagerado, los oficiales aseguran que es así en todos los conciertos de Córdoba. Finalmente, dicen que es así en todos los conciertos de la zona de Punilla. Nunca pierden. Siempre una palabra más para justificarse. Con todo, la marihuana pasó igual y adentro venden baldes de escabio. En la Próspero Molina todos están del orto y nadie provoca disturbios.

Adentro del predio hay banderas y stands con folletos y planillas para firmar. Se destaca Tierra para la vida digna, que asegura que el déficit habitacional en Córdoba es del 48%. Exigen que la tierra no se contamine y sea para quien la trabaje y la habite.

Además, la ONG Conciencia Solidaria habla sobre el peligro de la energía nuclear. Informa que la ley 9526, que prohíbe la mega explotación minera en el territorio provincial, corre el riesgo de desaparecer tras el pedido de inconstitucionalidad que realizó la Asociación de Profesionales de la Comisión Nacional de Energía Atómica junto con la Cámara de Empresarios Mineros de Córdoba.

El escenario Atahualpa Yupanqui, meca del folclore, es gigante para la escenografía de Manu. En Rosario entró justa. Hoy, el telón de fondo con diversas consignas (“Desalambremos esta vida”, “No a la mina”, “Ni un pibe menos”, “Ni una piba menos”), queda desproporcionado, parece casi olvidado.

A las 20, aparece Nenes Bian, un multitudinario grupo cordobés de cumbia, cuarteto y rock. La fórmula es precisa: letras de humor y denuncia con ritmos cambiantes que buscan no decaer jamás, a lo Caligaris. Comienzan cantando para poco menos de 200 personas. Terminan media hora después, después de cantar contra la policía.

La Cartelera sube a las 20.45. Muy buena banda de cumbia, reggae y ska, con reminiscencias a Karamelo Santo. También cantan contra la cana. Suenan bárbaro, son una fiesta en serio. Se van muy aplaudidos después de hacer dos bises.

Hay un sentimiento de mayor pertenencia en las bandas cordobesas que no se percibía tanto en Rosario. Quizás sea un espejismo provocado por el camuflaje cuartetero, o quizás sea la precisión con la que los dos grupos sintonizaron el momento y decidieron cantar contra la policía, a una semana de la Marcha de la Gorra, producida en Córdoba. La movilización exigía la derogación del Código de Faltas provincial, que permite a los uniformados detener a la gente bajo la ambigua figura del "merodeo", sin un control judicial.  

Casi a las 21.50, un hombre se sube a una escalera y comienza a pintar “Fuera Monsanto” con una brocha blanca, sobre la parte superior del telón de fondo. A medida que va completando la frase, la ovación se va incrementando. La Plaza está repleta cuando, de golpe, con las luces encendidas, aparece Manu, aplaudiendo a la gente. Saluda y dice que es un honor tocar en este escenario con tanta historia. Inmediatamente le da el micrófono a quienes lo acompañan, un grupo de activistas contra la instalación de la empresa de herbicidas y transgénicos Monsanto en la zona de Malvinas Argentinas, en las afueras de la ciudad de Córdoba.

“Estamos luchando contra la multinacional Monsanto en Malvinas Argentinas hace tres meses. Sabemos que estamos luchando contra un monstruo. El gobierno nacional, el provincial y el intendente son cómplices. Nos están golpeando y amenazando. Sabemos que es una multinacional que viene a expulsar a los campesinos, a talar los árboles, a adueñarse de lo que es nuestro, a adueñarse de nuestras semillas. Pedimos por nuestro derecho a la salud y a la vida”, dice Sofía, una mujer que pertenece a las madres del barrio Ituzaingó Anexo Córdoba. Mientras ella habla, Manu sostiene una bandera alusiva. Tras los discursos, todos se retiran bajo aplausos.    

Pocos minutos después, las luces se apagan y comienza el show de La Ventura, que esta vez se revela mucho más intenso que en Rosario. El lugar, la gente y la banda están más predispuestos, se les nota en las caras. Además, el sonido y las luces son impecables, ayudan mucho. El público está tan encendido que no para de arengar. Manu se golpea el pecho con el micrófono y todos lo acompañan con palmas. Es un solo de corazón amplificado. Atom Heart Manu.

Sobre el final, Amparo Sánchez aparece de invitada. Amparanoia, la Manu Chao femenina, como intentaron promocionarla a mediados de la década pasada, es mucho más que una copia del francés. Con su voz conquista a todos y se va aplaudida, dejando con ganas de más.

Próxima Estación: Salta 

Es lunes 2 de diciembre y el verano decidió pegarse una vuelta anticipada por la ciudad de Salta, que se ve asediada por un sol apocalíptico que provoca cáncer de todo. El Estadio Delmi, la caja de zapatos del rock del NOA, empieza a anticipar que será una noche inaguantable. Por ahora, al mediodía, sólo hay algunos plomos y asistentes preparando un asado en el estacionamiento interno, mientras Manu y sus músicos prueban sonido. Poco después aparecen los músicos de La Yugular, la banda de reggae de Perico, Jujuy, que está cobrando cada vez más notoriedad a fuerza de personalidad musical, letras comprometidas y una soltura cada vez mayor en el escenario. En los pasillos, los organizadores locales intentan conseguir artesanos “de verdad” para que suban al escenario.

A las siete de la tarde, la cerveza ya es el líquido básico de todos los que empiezan a reunirse alrededor del estadio. La increíble disparidad de precios en Salta se percibe en los menús económicos por veinte pesos (plato principal, sopa y pan) y los vendedores ambulantes que encajan las latas de Quilmes al mismo precio.

A las once de la noche, cuando Manu Chao ya lleva una hora de show intenso, caluroso y enérgico por la devolución impactante que obtiene del público, Carlos “El Perro” Santillán aparece en el escenario y moviliza a las masas. Se las mete en el bolsillo con un discurso infalible de tono épico. Breve y contundente, sabe expresarse y logra conmover: “Yo soy del movimiento Tupaj Katari, vengo de Jujuy. Tenemos las comunidades originarias avasalladas. 521 años de la conquista que no fue conquista, fue invasión. Y esa invasión continúa. Así como resisten los desmontes, así como resiste Malvinas en Córdoba la represión de la cana, así resisten las comunidades en Jujuy. Y nosotros tenemos que decir que esas comunidades levantan sus voces contra el desmonte, contra la minería que se lleva todo y no deja nada, nos están invadiendo. Por eso es que tenemos que resistir. Por eso, les decimos a los jóvenes: no dejen que nos vuelvan a confundir los políticos traicioneros, como hacen siempre. Nosotros somos la verdadera revolución. Los jóvenes tienen que producir el cambio.”

Más tarde, el Perro explica su vínculo con Manu: “Nos conocimos hace seis años, cuando él fue a Jujuy. Veníamos de la asunción de Evo Morales, recuperamos unos galpones para el movimiento Tupaj Katari y pudimos compartir toda una noche. Se quedó con nosotros junto a la gente del asentamiento. La lucha estaba realmente candente en Jujuy en ese momento y, como todos saben, Manu está donde está la lucha. Ellos venían de una gira por Bolivia y venían con el hacha afilada. Se quedaron ahí compartiendo y tuvimos un vínculo. Y ahora que llega de nuevo pudimos estar nuevamente juntos”. Agrega que su discurso arriba del escenario se debió a que “es lo que está pasando en la Argentina”. “Por un lado nos hablan de soberanía y por el otro venden toda nuestra patria a todas las empresas multinacionales que vienen, se asientan y se llevan todo.”

Quienes también suben al escenario son los representantes de El Tranquerazo, un acampe, que se encuentra en la Ruta Nacional 16, Kilómetro 653. Andrés Luna Diez, uno de sus miembros, cuenta que están allí resistiendo para evitar la instalación de la planta de nitrato de amonio Austin. “Estamos hace siete meses al costado de la ruta evitando que pasen las máquinas, porque el impacto ambiental de esta empresa va a ser muy importante en la zona”, cuenta. También dice que necesitan “marchas muy populares en Salta capital”. “El poder político y económico es muy fuerte pero estamos acá para pedirle al ciudadano de Salta capital que se sume a la lucha”. Asegura que de instalarse la empresa, la contaminación del río Juramento será inevitable a un mediano plazo.

Olga Fernández, otra de las representantes, dice que permitir el avance de la empresa es hipotecar los bienes de las futuras generaciones. “Tenemos un gobierno que abusa del desarrollo de la gente. Promete desarrollo, trabajo digno y no es así”, finaliza.

Quien también tiene contacto con Manu arriba del escenario es Sergio “Mula” Saracho, cantante de La Yugular, que fue invitado a improvisar unos versos en “El Viento”, o “Por la carretera”, o lo que haya sido ese medley punk en vivo que no termina de ser una canción sin parecerse a otra. “Cuando terminamos de tocar, vino el mánager y me dijo que Manu quería hablar conmigo. Fui, estaba él con la guitarra y me dijo para hacer algo sobre el tema”, cuenta el Mula, que destaca la capacidad de Manu para utilizar su música para dar a conocer diferentes causas. “Lo bueno de la música es que podés decir cosas, transmitir tu mensaje. Llega más a la gente”, explica.

Tras el show más caluroso de la gira, donde la lista de temas, el vestuario y los recursos escénicos se repitieron, Manu Chao y La Ventura se van del país, rumbo a Chile, donde los esperan otras realidades.

Mientras tanto, en Rosario, Córdoba, Salta y otras ciudades del país, la policía termina de cargarse a la sociedad pocos días después de los conciertos. Los acuartelamientos y los diferentes saqueos produjeron divisiones profundas, hicieron emerger al Micky Vainilla de clase media que muchos argentinos llevan adentro. Algo ya empezaba a oler raro durante el show en el Delmi: la policía salteña, recientemente beneficiada con súperpoderes que le permiten hacer requisas sin orden judicial, no supo controlar una estampida de gente sin entradas, con el concierto empezado, y optó por la salida fácil, la de repartir palos. En Tucumán, la policía paró, provocó el caos, negoció un nuevo sueldo y salió a reprimir en el Día de los Derechos Humanos. En menos de dos semanas, el clima de revolución inminente, de sí-se-pue-de que transmitían los conciertos de Manu, fue pisoteado por una realidad amarga. Harán falta muchos conciertos nuevos para poder forzar la máquina otra vez.


Nota publicada en el número 18 de la revista Rock Salta, de diciembre de 2013.

Hacer la revolución con una canción de amor

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En el cierre de Ciudad de pobres corazones, Fito Páez ya lo venía pidiendo: dame tu amor, sólo tu amor. En Ey! tenía sueños de amor. En el final de Tercer mundo, insistía: dale alegría a mi corazón y ya verás que no necesitaremos nada más. Páez tenía que crear El amor después del amor, su maltratada vida lo exigía. Con 29 años, el rosarino era un huérfano que había perdido a toda su familia. Tras haber sido criado sin su madre, fallecida cuando él era un bebé, había soportado la muerte de su papá y el asesinato de sus abuelas en un lapso muy corto de tiempo. Antes de cumplir 25, la parca había llegado para Fito. Había arrasado con todo, todo un vendaval.

Páez se dio cuenta de que su salvación era lo contrario a la tristeza. Que la felicidad del amor lo alejaría de la muerte, por eso lo exigía con desesperación. Lo sabía porque había estado en las dos orillas. Había aprendido que el llanto terminaba en la risa. Su relación con Cecilia Roth, una de las musas más efectivas que se recuerden, lo levantó nuevamente y lo inspiró para crear las canciones que formaron su mejor disco, el más exitoso del rock argentino. Con los años, ya sin Cecilia, Páez siguió reflexionando al respecto: nos pasan tantas cosas en la vida que si aparece el sol hay que dejarlo pasar, le hizo cantar a Spinetta en “Bello abril”, una canción de 2003. Por la misma época, Cerati opinaba algo similar: si un amor cayó del cielo no pregunto más.

El amor es fundamental en la vida de Páez y en el desarrollo de todo el rock local. Es lo que estaba buscando Pappo. Su falta lo hacía desconfiar. El amor lo salvaba a Charly y lo ilusionaba cuando aún era un adolescente inexperto que soñaba con relaciones idílicas que volcaba en las letras de Sui Generis. ¿Acaso no es “Compañera” la canción más emocionante de la carrera de Ariel Minimal? Yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos, chica rutera, te pido que vuelvas. Hasta el durísimo Ricardo Iorio, man in black que vuelve a las cavernas, lo afirma: si no hay amor mejor bajate, si no hay amor nunca habrá sueños, si no hay amor se muere antes, si no hay amor se pierde siempre. Debes saberlo. En 1992, Fito sabía que si no había amor, mejor que no hubiera nada, entonces, alma mía. ¿No se puede vivir del amor? Quizás, pero nadie puede y nadie debe vivir sin amor. Porque only love can sustain.

Las canciones de El amor después del amor investigan el costado más profundo de una relación en su mejor momento: “Pétalo de sal” (“algo tienen estos años que me hacen poner así”), “Tumbas de la gloria” (“tu amor cambió mi vida como un rayo, para siempre”), “Un vestido y un amor” (“hay cosas que te  ayudan a vivir”). Los costados obsesivos del amor, herederos de la oscuridad de la que Fito estaba emergiendo (“Sasha, Sissí y el círculo de Baba”, “La balada de Donna Helena”). Y la esperanza, fundamental a la hora de comenzar un nuevo camino (“Creo”).

Bajo una producción brillante, bancado por la discográfica como nunca antes en su carrera, Páez logra plasmar todas sus influencias: el folclore (“Detrás del muro de los lamentos”), el rock argentino y su propia vida. Con una rotación de invitados deslumbrantes (conviven García, Calamaro, Spinetta, la Negra Sosa, Cerati sampleado y otros), el álbum respeta el mandato beatle en lo musical (“La rueda mágica”, los caños de “Tráfico por Katmandú”) y en lo conceptual (“All you need is love”).

En “Brillante sobre el mic”, Fito dice: hay cosas que no voy a olvidar: la noche que dejaste de actuar sólo para darme amor, para darme amor, para darme amor. Cecilia puso en pausa su vocación, Fito nota el gesto y lo agradece. Ese fragmento es tan fuerte como el suicidio del personaje de “Viernes 3 AM”. Páez remarca la entrega que hizo la Roth (que es actriz) la misma cantidad de veces como se dispara el protagonista de la historia de Seru Giran. El amor igualando a la muerte.

Y al final del disco, ya no reclama amor, lo disfruta. En “A rodar la vida”, canta: quiero salir, quiero vivir, quiero dejar una suerte de señal. Si un corazón triste pudo ver la luz, si hice más liviano el peso de tu cruz. Nadie tiene a nadie, yo te tengo aún dentro de mi alma. Siento que me amas. Chau, hasta mañana.

Un amor cayó del cielo, Fito no pregunta más.

El orfebre

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En algún momento voy a tener que mudarme a Cafayate. Amo ese lugar. Fantaseo con instalarme ahí y trabajar de algo que no me obligue a tener horarios ni a estar en una gran ciudad. Mantenerme con un oficio que se pueda hacer con las manos, que pueda llevar encima y no necesite de grandes herramientas. Por eso me gusta escribir. Es algo que sale con dedos e ideas. Sería genial estar escribiendo en Cafayate en invierno, cuando casi no hay hippies chic con tarjeta de débito ni turistas en busca de la tradición de folclore, vino y religión que vende el gobierno. En verano es hermoso estar tirado al costado del río, en los médanos, recorriendo las rutas y parando en las casas de tipos que venden productos artesanales riquísimos, sin intermediarios. O hacer un asado con esas paredes de montaña que están ahí nomás. Me encantaría conocer a una piba que tuviera ganas de lo mismo, instalarnos ahí y que el resto del mundo se pierda en sus whatsappeos que no llegarían por falta de señal.

El 24 de febrero de 2005 estaba en Cafayate. Había ido a pasar unos días a la casa que mis suegros tenían a diez cuadras de la plaza. Al atardecer caminé desde el puente de la entrada. Durante el recorrido pasé por la puerta de un bar donde estaba sonando la versión en vivo de “Desconfío”, la del disco Pappo Sigue Vivo, la que tiene a Miguel Botafogo en guitarra, a las Blacanblus en coros y al Carpo cantando y tocando los teclados. Me llamó la atención porque Cafayate no tenía rock. Nunca tuvo tanto blues como en ese momento en el que Pappo sonó en una esquina a las siete de la tarde. Cuando llegué a la casa comimos algo, vimos la tele y nos fuimos a dormir temprano.

Al otro día me desperté cerca de las diez de la mañana y encaré para el patio del fondo. Ahí estaba Roberto, mi suegro, hombre áspero, de campo, ex campeón de doma en Jesús María, fanático de Argentino Luna. Hombre sensible, de buen corazón, que se mostraba arisco ante el mundo y se abría con la confianza. Extraño más sus charlas y sus asados que a mi ex. Roberto era parecido a Pappo, los dos cubrían su sensibilidad con una capa impenetrable para los que no los sabían llevar.

Cuando aparecí por el patio Roberto le estaba dando de comer a sus dos caballos. Los cuidaba más que a sus hijos. Nadie más se había levantado. Cada tanto, el sol desaparecía por las nubes que suelen acosar la zona durante el verano, largando tormentas casi todas las noches, tapando los caminos. Sobre un tablón había pan, tortillas y manteca. Me senté con una taza de mate cocido en saquito y agarré El Tribuno, que Roberto compraba todas las mañanas. Miraba los titulares con la automatización del lector que no se sorprende por el día a día de las noticias hasta que llegué a uno de los márgenes. Ahí pegué un grito seco y me quedé mirando las palabras con la boca abierta. En un cuadrado de letras negras y fondo blanco se leía “El roquero Pappo se mató en una ruta”. Roberto me preguntó qué pasaba. Cuando le conté le restó importancia. No respondí y me fui al comedor a encender la televisión. Puse el noticiero de América, donde hablaban del asunto. Decían que había sido la noche anterior, a las doce, en una ruta cercana a Luján. Que había tocado su moto con la de su hijo Luciano, había perdido el control, se había caído y un auto lo había pasado por encima inmediatamente. Así, en dos segundos. Choque, caída, muerte. No lo podía creer. Estaba triste y sorprendido. Ese día empecé a pensar que el rock argentino y el verano se llevan muy mal: Luca, Sokol, Moura, Pappo, Spinetta, Cromañón. Todo en verano. Desde entonces me alivia un poco sentir que llega el otoño.

Estaba estático mirando los testimonios, el material de archivo, las lágrimas de los fanáticos y los músicos cuando mi novia apareció, recién levantada. Saludó y yo sólo pude mirar con cara de drama y decir “se murió Pappo”. Ella, que no conocía nada de la música del Carpo, largó un comentario de compromiso. Se sentó y me bancó un rato en silencio. Al mediodía mi suegra cayó con el almuerzo. Todos ayudaron a poner la mesa. Yo seguía mirando la tele. Después de comer en el tablón del patio volví al noticiero. Una caravana de motos y tipos a pie acompañaban el cajón hacia el cementerio. Lloraban y gritaban. Era horrible. Yo quería estar ahí. Mi novia apareció de nuevo y propuso ir a la pileta. Contesté que no, que me quería quedar. ¡Se había muerto Pappo! ¿Cómo carajo iba a ir a una pileta? Se enojó y peleamos. Que para qué viajé, que la idea era disfrutar juntos. Me terminó ganando la discusión y fui. Esa tarde nos sacamos una foto los dos abrazados. Después, ella la puso en dos portarretratos iguales. Me regaló uno el día de nuestro aniversario de novios y se quedó con el otro. Ahí estaba yo, sonriendo en la pileta. Cuando me vi me sentí un pelotudo. Un dominado imbécil que hacía lo que no quería. Yo tenía que estar viendo el funeral de Pappo, encerrado, con las persianas bajas y el volumen altísimo.

Unas horas después de volver de la pileta pasé por el negocio que estaba frente a la terminal y compré Clarín, que llegaba a Cafayate a las siete de la tarde. Traía varias páginas dedicadas a Pappo: fotos, textos, recuadros con sus mejores discos. Mientras lo leía me acordaba de todos los momentos en los que Pappo había sido importante en mi vida: lo vi en vivo por primera vez en abril de 2000, en Oktubre, un pub de Concordia que ahora es heladería. Fui solo, nadie me quiso acompañar. La entrada costaba 8 pesos, había menos de cien personas. Me senté al borde del minúsculo escenario y lo tuve a dos metros de distancia. Tocaba con Luis Robinson, Bolsa González y Yulie Ruth. Un par de noches antes había arrancado un afiche buenísimo de El Auto Rojo que promocionaba el recital. Lo pegué en mi pieza, al lado de los pósters que traía La García. Cuando terminó me llevé la lista de temas y caminé hasta Hostal del Río, el boliche donde estaban todos mis amigos.

La segunda vez fue en Rosario, en 2002. Había ido con unos pibes a ver a Charly García al anfiteatro de la ciudad. Volvíamos caminando por una avenida y vimos a Pappo tocando en un pub. El escenario estaba contra la pared de la entrada. Desde la puerta se veía a los músicos de espaldas. Alcancé a divisar la pelada de Boff y al Carpo. No nos quedamos mucho porque temíamos puestos los brazaletes de Say No More y temíamos represalias de las huestes metaleras. Al año siguiente, también en Rosario, iba caminando por la calle Roca cuando crucé a un grupo de tipos de negro. Uno era muy parecido a Pappo. Los vi entrando a un restaurant. A la media hora escuché en la Red TL que Norberto estaba “almorzando en el centro de la ciudad”.

Y ahora, cuando falta poco para que se cumplan diez años de su muerte, cuando ya no salgo con esa chica ni visito Cafayate, me doy cuenta de que Pappo era un tipo que trabajaba con sus manos, un orfebre del sonido que aprendió a tocar sobre los discos de los tipos que admiraba y así podía ir a todos lados sólo con sus ideas. Y que además de la clásica postura de tipo jodido también pelaba momentos hermosos. Hay una canción que nadie menciona y me emociona muchísimo. Es “Duendes”, un anticipo de “Katmandú”. Está en Caso Cerrado, un disco raro, armado con grabaciones hechas en diferentes lugares, con muchos músicos. Es uno de los últimos temas. La parte que llega más profundo es la que dice “es como… algo dentro de mí, mí, mí, mí, mí, mí”. Es en ese momento en el que Pappo aparece como algo más que el hombre de las cavernas que mandaba a laburar a los farsantes. Ahí pela sensibilidad.

El rock del ancazo

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Metal progresivo experimental con toques de psicodelia, funk, free jazz y letras en idiomas inventados, desde la tierra del Monumento al Sánguche de Milanesa, con un Mars Volta de invitado. ¿Qué carajos? El trío tucumano Los Random se está convirtiendo en uno de los más prestigiosos grupos emergentes argentinos gracias a Pidanoma, su reciente segundo disco, una obra exigente y maravillosa que traslada por varias capas de sensaciones, climas y sonidos. Un álbum que cumple con el mandato del Señor Damián, que aparece sampleado entre la banda, y Marco Antonio Solís: todo se trabaja mentalmente.

En 2009, el demencial EP Prrimo, The les sirvió de presentación. En Todo.s los colores del (2011), acentuaron su veta metalera abrumadora y comenzaron a destacarse. En este nuevo trabajo, la madurez de estos pibes que promedian los 24 años sorprende. Grabado en vivo en su estudio de Tafí Viejo, con la producción de Ramiro Rodríguez, Pidanoma fue publicado de manera virtual a fines de enero a través del sello Las Tías Records. Apareció el mismo día del nacimiento de Felipe, segundo hijo del baterista Marcos Crosa: la banda esperó a que el niño naciera para darlo a conocer.

Pidanoma no tiene el gancho inmediato de canciones pasadas como "Elchi, John" o "Cachafaz". Tampoco abunda esa brutalidad inicial que hacía volar cabezas con furia deslumbrante. El grupo se abrió musicalmente y abandonó las letras en inglés. Se mantienen los términos tucumanos, presentes en todos sus discos, que le aportan identidad. Las palabras funcionan como un instrumento más. Acompañan a la música, como alguna vez supo hacer Seru Giran. La introspección es la protagonista. El trío baja a las oscuras profundidades del sonido para salir disparado más lejos que nunca. “Lo grabamos tres veces, las dos anteriores tenían todo dado vuelta, no había madurado. Había riffs que estaban en otro tema o partes sin tanto protagonismo. Era más corto, un poco más desordenado. El disco mismo nos fue exigiendo muchas cosas, como desterrar el inglés o también no meter tantas voces”, recuerda Raúl García Posse, cantante y guitarrista.

En dos meses, Pidanoma cosechó excelentes críticas, no sólo en Argentina. Aparecieron reseñas escritas en Rusia, Italia, Estados Unidos, Venezuela, Egipto, Francia. El popular sitio New Album Releases subió el álbum a su lista de lanzamientos destacados. Y en el último Festipez, realizado en febrero en la Ciudad Cultural Konex, los músicos participantes hablaban de la banda sin ahorrar elogios.

“No es un disco de escucha ligera. El mambo es súper profundo. Arranca con todo y luego comienza el trance”, describe el bajista Pablo Lamela Bianchi, acertando el diagnóstico. La primera canción, "Corto normal", es casi una continuación de Todo.s los colores del. "Ojota y media" es un breve collage que sirve de introducción al verdadero inicio de Pidanoma: "Mee Chango", que cuenta con la participación del ex Mars Volta Adrián Terrazas-González en saxofón. Allí surge la sensación de que Pidanoma es uno de los puntos más altos de 2014. Del under y de todo el rock argento.

“Me contactaron ellos por Facebook. Me mandaron algo de la música que querían que grabara y se me hizo interesante. Hice las grabaciones en un par de días en mi estudio y listo. Así fue como funcionó”, dice Terrazas-González desde Los Angeles, donde vive hace diez años. El mexicano cuenta que disfrutó colaborar con los tucumanos: “Mucha de la música que he tocado desde la infancia es escrita, con muchos parámetros, todo muy orquestado. Esto me sugirió libertad. Creo que es un disco que se debe escuchar entero. No es de esos trabajos que puedes ir de pieza en pieza buscando cuál es la que te gusta. Exige escucharlo detenidamente”.

La conexión lograda entre Los Random y Terrazas-González provoca uno de los grandes momentos del disco. Raúl coincide y opina que las secciones mántricas llegan a ser muy desquiciadas. “Cuando estamos todos delirando, nosotros tres, la hijita de Marcos (N. de R.: Malena, que tomó el micrófono y brindó un aporte inesperado) y Adrián, hay un momento de tanta tensión que llega a ser demasiado inquietante, pero dan ganas de quedarse, es rarísimo. Son esas cosas horribles que te llegan a encantar, como GG Allin”, explica.

Pidanoma (disponible en randomprog.bandcamp.com) cierra con "Gurí Gurí Tres Piñas", una pieza de 21 minutos que Raúl define como lo mejor que hizo la banda hasta el momento, y un ejemplo del camino a seguir. “Siempre que hablamos entre nosotros concluimos que la música nos va exigiendo todo lo que vamos haciendo”, agrega. Ojalá le sigan haciendo caso.

Publicado hoy en el suplemento No, de Página 12.

Elegir no traicionarse

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Una vez conocí a una chica que no me parecía muy linda. No tenía demasiados atributos físicos, no entusiasmaba a la vista. La miraba con sus veintipocos y podía ver en ella un futuro de vieja complicada, vislumbraba su pronta decadencia. No estaba buena la sensación. Se despertaba y desayunaba cigarrillos. Su voz chillona cada tanto adquiría musicalidad. Se embalaba en las charlas convirtiéndose en un largo punteo preciso y aburrido que escalaba hasta llegar al clímax. Mucho vocabulario, poca emoción. Era Yngwie Malmsteen. Además, la dominaba el malhumor y estaba un poco alterada por la vida.

No garpaba ni dos mangos, pero una noche descubrí que tenía algo. Salimos a escabiar y me di cuenta de que nuestras personalidades se parecían. Fue una señal, me hacía mirarla distinto. Su charla interminable ya no era insoportable. Nos fuimos porque ella quería comprar puchos y caí cuando la vi borracha, sin saber para dónde ir. Me quedé mirándola: una piba que se vestía desordenadamente, que se emborrachaba feo, que tenía una panza cervecera que encajaba bárbaro con todo su ser y que así se sentía bien. Más tarde conocí su departamento, con una cocina dada vuelta de cosas sucias. Era un dos ambientes con vasos usados y ceniceros repletos repartidos como floreros. Siempre quise conocer a una chica que se cagara en las formalidades y dijera “hoy no limpiamos, hoy compramos algo para comer y nos quedamos en la cama a hacer nada”. Ese lugar y ella me identificaban. Y me encantó, me gustó mucho. Ya era hermosa.

Tuve una sensación similar cuando me di cuenta de que estaba adaptado a Salta. Almorzaba un bife con arroz en el laburo y no podía parar de condimentar todo con el ají picante clásico de las mesas salteñas. Estaba sorprendido y feliz por eso. Unos años antes, cuando recién llegaba a la ciudad, había hundido una empanada frita en un pote repleto de esa salsa y había salido corriendo a colgarme de la canilla del baño, con la boca ardiendo. Padecí años de nostalgia por mi vida anterior, sin entender la salteñidad al palo que me rodeaba. Pero para el momento del bife con arroz había derrotado al enemigo. Disfrutaba de la comida, picaba con gusto. Salía a la calle y me sentía en mi lugar.

Todo había llevado su tiempo. Para adaptarme tuve que recorrer calles y pueblos, leer los diarios y notar que había palabras y expresiones que se usaban sólo allí, como decir “a horas 14” en lugar de “a las 14 horas”. Una vez me pidieron que atajara el agua. Cuando ya estaba por tirarme con mano cambiada para sacar del ángulo un chorro imaginario, vi cómo cerraban la canilla, y entendí.

Para volverme salteño debí mirar con ojos locales, dejar de extrañar lo anterior. Hasta cambiar mi forma de hablar, porque cuando llegué no me entendían, decían que hablaba rápido. Desde entonces conservo esa pausa que no tiene el entrerriano promedio que ya no soy. Pronuncio las “ll” sin la fuerza del porteño ni la transparencia del misionero. Cada vez que escucho una tonada del Noroeste me alegro tanto que vuelvo mentalmente a sus calles y escucho a tipos en carros tirados por caballos que anuncian por altoparlantes hechos mierda que hay tierra para las plantas, señora. Porque cuando uno es conquistado por un paisaje no hay forma de salir de ahí. Quedamos atrapados para siempre. Entender me hizo ser parte y después llegó la identificación, la lectura más profunda que no hace cualquiera. A lo Neo en Matrix: ver códigos y saber relacionarlos.

Gracias a esa adaptación, cuando LaForma publicó Vamos, en 2010, sentí por primera vez que en el mundo había música creada con el mismo aire que yo respiraba. Unos años antes no lo hubiese entendido del todo. Sus canciones estaban armadas con los sentidos apuntados hacia adentro. No era un disco introspectivo, de búsqueda espiritual. Era un trabajo que funcionaba como espejo para los salteños de estos años. Durante una hora recorría diferentes climas y momentos de la provincia.

En 2014, cuando la banda labura en canciones nuevas con la irregularidad que dan el amateurismo y las faltas de difusión, público y apoyo cultural, el disco mantiene sus cualidades intactas. Lo hace porque Salta sigue siendo la misma. LaForma logra identificación cuando Horacio Ligoule canta “La Linda tiene calles muy bien decoradas. Pusieron luces muy costosas marcando dónde debemos mirar. Sus veredas tan pulcras son sepulcros para almas cansadas de la tristeza callada de los que no pudieron encontrar jamás nada de nada”. Pero también al recrear un clima de descontento y desigualdad en una provincia que se muestra al mundo como un paraíso natural de poncho y tradición, escondiendo su cara más oscura.

Cuando el grupo apunta hacia adentro, gana. Pierde cuando se pone ambicioso y amplía sus horizontes a las luchas latinoamericanas. Vamos es Salta, es la música del arte alternativo que no sale en los medios bancados por el gobierno o la oposición. Es el Pibe Acosta cantando en bares y muriéndose con su mejor disco ya editado. Vamos es el nuevo folclore salteño, alimentado de la música de otros lugares. Eso es “Vidala del destiempo”,  Pink Floyd de la puna. No hay peñas jóvenes en la ciudad. Los folcloristas le cantan al turismo, todavía se preguntan dónde iremos a parar si se apaga Balderrama. No hay, en la actualidad de la canción tradicional de la provincia, una voz que reproduzca la realidad de políticos perpetuos, de una sociedad dividida entre los pobres sometidos de siempre (“Patrón por favor dé permiso”) y los cholos de doble apellido que aprueban la represión policial a maestros, estudiantes y vecinos. Salta es tierra machista y misógina, donde mueren turistas y los ministros justifican los abusos. “Palo & Gas” e “Inmoral” lo resumen.

Durante todo Vamos está presente la idea de la búsqueda de la pertenencia. Ubicar nuestro norte (“Estás acabado si no sabes de dónde sos, ni adónde estás hoy parado”, “No vive el que sólo espera, hay que perderse para encontrar”, “Dónde buscamos las huellas si no llegaron a ningún lugar”). Con todo, no hay que ir muy lejos para notar cuál es el mensaje que la banda quiere dar. En “Yosotros Rock”, la primera canción, ya lo dejan asentado: las respuestas están acá. Acá es Salta y Salta somos nosotros. “No quieren que mires padentro, hay tanta bronca guardada”, cantan al final, justo antes de la suite “Sueños exiliados”, que a puro guitarrazo eléctrico, sikus y quenas, cierra el disco. Para LaForma, saber quiénes somos es elegir no traicionarse.

En épocas de mp3 e inmediatez, cuando una opinión en Facebook ya nos cataloga para siempre, no nos bancamos mucho tiempo un solo disco o a las personas. Y el tiempo es necesario para entender. Dejar que las gorditas desordenadas de dientes manchados se descubran mucho mejores que las que nos bombardean con selfies. Que una ciudad muestre su verdadera identidad sombría. Que una banda de blues y rock clásico se mande un disco trascendental de psicodelia puneña. Que cuente lo que vemos, nos englobe, nos haga parte y nos movilice.

Los verdaderos sonidos de la libertad

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Ya lo dijo el director Seymour Skinner: un joven que sabe pasarla bien concurre asiduamente al Museo de Ciencias Naturales. “Nosotros siempre venimos acá, nos encanta”, confirma Andrés Robledo, voz y guitarra de Las Diferencias, rodeado de artrópodos, aves, anfibios y reptiles. El grupo decidió reunirse en este lugar anclado en Parque Centenario para hablar de su breve y vertiginosa carrera. Formados en 2011, la banda editó el año pasado su excelente debut No termina más. Producido por Sergio Ch, ex cantante de Los Natas, el álbum le dio notoriedad a su power blues psicodélico que remite a los primeros tríos del rock argentino.

“Para ser sinceros, al rock nacional de los setenta nunca lo escuchamos”, confiesa el baterista Nicolás Heis, tirando a la basura el clásico juego periodístico de buscar influencias. Los tres integrantes de Las Diferencias (el restante es el bajista Alejandro Navoa) tienen 24 años, nacieron en la década del noventa y comenzaron a educarse musicalmente en los 2000. Internet es tan natural en sus vidas como es para tu abuela llamar al 113 cuando quiere saber la hora. Forman parte de la primera generación que no tuvo dificultades para escuchar música. Con el MP3 se acabaron las peregrinaciones a disquerías carísimas buscando conseguir una copia de un disco imposible. Se terminaron las excusas. Desde hace algunos años, todo está a sólo un clic de distancia. En esa realidad, a estos pibes ni se les pasó por la cabeza bucear por el rock argentino.

De  ahora en más, todas las notas que hablen sobre este grupo deberán evitar linkearlo a Color Humano, Invisible, Manal, Pappo’s Blues o Pescado Rabioso. A Las Diferencias les chupa un huevo la sacralidad rockera. “Tocamos gracias a lo que en su momento, supongo, hicieron ellos. Porque la cultura rock está muy arraigada en Argentina y ellos son los precursores de eso. Pero la verdad que no los escuchamos mucho”, reconoce Andrés, y agrega, protocolar: “Quizás nos estemos perdiendo una mina de oro”. Inmediatamente larga una frase que indignará a todos los cancerberos del manual, a los Tano Pasman del rocanrol que se preguntan cómo es posible: “Lo único que escuché es un disco que se llama El jardín de los presentes, ¿puede ser? Me pareció un discazo, pero no es tanto mi estilo. A Pappo’s Blues III no pude aguantarlo.”


“La otra vez, a un amigo le dije que no había escuchado un disco clave del stoner. Uno de Kyuss, el que tiene una imagen de una ruta (N. de la R: se refiere a Welcome to Sky Valley), y me decía ‘no puedo creer que no hayas escuchado esto’. Estaba un poco indignado”, sigue Andrés, entre risas. Probablemente esa “falta” de escucha se deba también a la corta edad que tienen, aunque, para ellos, claro, la teoría no es tan acertada: “Tan jóvenes no somos. Hay gente que tiene muchos años más, pero creo que estamos en la edad justa. No me siento chico ni a palos para hacer lo que estamos haciendo. No me gustaría tener treinta y largos y estar rockeando como un pibe de 24.”

Andrés explica que la madurez musical que llega con muchos años de rodaje se aprecia en el escenario: “La otra vez fuimos a ver Ararat, la banda de Sergio, y te juro que sonaban con experiencia. Vi la energía de la experiencia. Y yo no sé si eso pasa en nosotros, que tocamos hace tres años y tenemos otro tipo de energía.”

Las Diferencias es un caso atípico en el rock argentino actual. No porque den entrevistas en museos, sino porque no existen tantas bandas que hayan escalado muy alto en tan poco tiempo. “Sacamos el disco y ahí empezamos a tocar con todo. Conocimos a un montón de gente y conseguimos cosas que veíamos re lejanas de forma muy rápida. Tocamos en un par de festivales o le abrimos a un par de bandas de afuera y pensábamos que eso iba a pasar después de mucho tiempo de tocar. Sin embargo, nuestro disco nos ayudó mucho”. Ante tantos shows y tan pocas canciones, el grupo ya está pensando en ampliar su repertorio. “Sería buenísimo poder sacar el disco a principios del año que viene. Queremos tener más canciones porque no tenemos mucho para elegir”, opina el cantante.

Las diez canciones de No termina más alcanzaron para que Las Diferencias fueran convocados a la novena edición del Festipez, un festival de culto que es casi una legitimación de calidad para todo aquel que participa. Si tocás ahí, sos groso, sabelo.

“Tengo entendido que tocar en el Festipez es porque los Pez quieren que toques, por eso es un gran honor. Imaginate, nosotros los íbamos a ver y ahora somos parte de la movida”, cuenta Andrés. Los tres músicos asistían a los conciertos de grupos como Fútbol y Los Natas. “Nos dábamos cuenta de que había un montón de bandas que nos gustaban, la movida que hacían, y que no eran parecidas a los gigantes, a los artistas más grandes, o incluso a los viejos. Lo que nos pasaba con ese circuito era que nos sentíamos cómodos musicalmente. Era buenísimo”, explica Nicolás.


“Se nos ocurrió alguna vez tratar de armar algo que trascienda la mera fecha de Pez. Brindar algo más que incluya artistas que nos gustaran a nosotros”, cuenta, en su casa repleta de discos del Bajo Flores, Gustavo Fósforo García, bajista de Pez. “El nombre es medio un chiste de nuestro recuerdo de lo que eran los festipunks de los ochenta –sigue-. Salió lindo, lo seguimos haciendo cada tanto como una forma de variar la mecánica de los shows. El Festipez es a todo culo. Es tratar de darle a nuestra gente algo más. Por suerte cada vez nos va mejor y así podemos darle la posibilidad de tocar ante más gente a las bandas que nos gustan.”

Desde su inicio, a mediados de la década pasada, el Festipez dio escenario a varios artistas ante un público abierto. Así pasaron Gabo Ferro, Flopa, Sur Oculto, La Hermana Menor, Macaco Bong, Poseidótica, Fútbol, El Perrodiablo y La Patrulla Espacial, entre otros.

“Lo nuestro es amateur, a los ponchazos. No somos organizadores. Pero demostramos que se puede hacer sin boludear a ninguna banda. Hacerlo bien no depende más que de la voluntad. No es que contratamos a gente profesional: somos los mismos boludos de siempre poniéndole onda”, explica Fósforo, y señala las distintas falencias que se suelen marcar a la hora de describir los megafestivales que se realizan en el país: “Los tipos te venden agua a cincuenta pesos la botellita, no hay respeto. Tampoco por los músicos: tocabas en el Quilmes Rock y te ponían dos botellas de agua mineral. Además del trato, del no probar sonido, del ‘dale, dale, que salís’. Decís ‘a qué vengo a que me forreen acá’. ¡En el Pepsi te hacen tocar antes de abrir las puertas! O hacen tocar dos bandas a la vez. ¿Para que querés dos bandas a la vez? Es como el Musmanno Rock Festival de Capusotto: 252 bandas, 25 chorizos. Son tipos de planeamientos que no llego a comprender. No sé si los tipos suponen que por tener más y más numeritos y nombrecitos en la grilla son más grosos. Es incomprensible que se fijen en eso y no en el resultado final y en la calidad de lo que están haciendo como un todo.”

A medida que va marcando distancia entre el Festipez y los eventos más multitudinarios, Fósforo hace honor a su apodo y se enciende, se calienta. “Yo fui a ver a Pearl Jam (el año pasado) y era un desmadre. Un desastre de barro, un montón de gente tenía que pasar por un lugar finito así. Una estupidez donde no hubo una desgracia de milagro. Ese día me rayé y dije no voy más a festivales. Vi medio show con un codo clavado en el hígado estando bastante lejos. Terminé sacando un campo VIP para ver a Black Sabbath, que lo tenía que ver sí o sí, y lo pagué en un montón de cuotas.”

“Hay un montón de hijos de puta: productores, discográficas, la palabra VIP. VIP las pelotas. El rock nació para romperle las pelotas a la gente, no para ser VIP. Y hoy el rock es VIP, entonces es una gran mentira. Por eso queremos ser autónomos. Financiamos el disco, tenemos nuestras propias remeras, atendemos nosotros el kiosco. Autogestión con todo”. El que habla ahora es el Tano, Sergio Conforti, guitarrista y creador de Los Antiguos, otro de los grupos que se está preparando para subir al Festipez de este año.
Los Antiguos cumplieron un año en febrero. El proyecto nació del Tano y el cantante Pato Larralde. Tras componer, convocaron al resto de los músicos (David Iapalucci en guitarra, Mow en bajo y Pablo Andrés en batería). Grabaron en tiempo récord y en junio publicaron un disco homónimo de seis canciones de rock pesado indestructible. “Tuvimos el disco y después tuvimos la banda. Lo grabamos en dos días. 16 horas de estudio y ocho horas de mezcla.”

En su sala de Almagro, justo antes de realizar el ensayo final para el festival y definir su set, el Tano y sus compañeros de banda también se muestran en contra de los caminos de las multinacionales. “Para tocar en el Pepsi tenés que dejar tu porcentaje de SADAIC”, dice el guitarrista. Pato agrega que aceptando esas condiciones los músicos tienen que abandonar las luchas que los movilizaron durante toda una vida. “Te hacen creer que el único camino es el de pagar –sigue Conforti-. La mejor prensa es la de salir a tocar, estar en vivo con la gente y ser real. Nosotros caminamos entre el público.”

Al igual que a Las Diferencias, la convocatoria para tocar en el Festipez sorprendió a Los Antiguos. “Yo (a Pez) los conocía de verlos en vivo, pero no teníamos trato -cuenta el Tano-. Fósforo nos llamó hace cuatro meses, nos dijo ‘loco, está buenísimo lo que hacen’, y nos confirmó la fecha del 8 de febrero. Eso te motiva. Aparte, ¿sabés la fila de bandas que debe haber para tocar con Pez?”

Fósforo cuenta algo similar, demostrando que la organización del festival se guía por gustos: “A Los Antiguos y a Las Diferencias los escuchamos hace pocos meses. Nos encantaron y los invitamos”. Lo mismo sucedió cuando viajaron a Córdoba para tocar y se toparon con una banda que los maravilló. Eran los Sur Oculto, grupo que desde entonces ha ganado mayor notoriedad, en gran parte por la mano brindada por Minimal y compañía.

“Si Sur Oculto se hizo un nombre es por lo hijos de puta que son en vivo –dice Fósforo, sacándose de encima el mote de padrino de los cordobeses-. Más allá de toda la sarasa, la gacetilla, los medios y todo lo que se te ocurra sobre cómo difundir una banda, la posta es el vivo. Y ellos, vaya que son una posta en vivo. Los ves y te impactan de tal modo que probablemente les quemes la cabeza a tus amigos tratando de explicar lo que te pasó al verlos.”

A pesar de lo que cuenta Fósforo, sin la conexión con Pez Sur Oculto hubiese demorado mucho más en dar a conocer su extraordinaria e intensa mezcla de rock, jazz y funk instrumental. De hecho, fueron ellos quienes le dieron la posibilidad de grabar su primer disco, Trío (2004), editándolo bajo su sello Azione Artigianale. El bajista Sebastián Teves no duda y asegura que la difusión en Buenos Aires se dio gracias a la ayuda brindada. El tecladista Fabricio Morás va más allá y sentencia: “En Córdoba también.”

“En el 2000 empezamos a tocar con los chicos. Nos invitaron en esa época. También estuvimos en el primer Festipez, que no se llamaba así y en joda le decíamos Personal Pez. Tocaron Flopa, Gabo, La Hermana Menor y Compañero Asma, en Niceto. Para mí es el único festival de rock de Argentina. Vos venís y sabés que son todas bandas de rock que no están viendo si convocan, llenan o la pegan. Son bandas que es un placer compartir escenario. Sabés que vas a ver algo que está buenísimo y a gente que tiene puesta la camiseta. No ves rockstars, ni nada por el estilo”, opina Teves.

Morás agrega otro elemento. Cree que el público del festival también tiene una camiseta puesta. “Vienen a ver bandas que saben que están buenas o que conocen por contacto con otras. En otros festivales vas a ver al que cierra, acá vas a ver cualquier banda. La primera está buena y la última también.”

Más allá de las diferencias estilísticas que existen entre los grupos que participan del Festipez, existe una columna vertebral que los une: una manera de trabajar y moverse.


“Lo que hace falta es construir un camino paralelo y no que el indie o el under, o como se lo quiera llamar en cada momento de la historia, sea las inferiores de lo otro que es la Primera A. Hay que hacer un camino paralelo que tenga sus propios medios de comunicación, sus propias bandas, sus propios lugares para tocar. Eso sería lo ideal. Y tampoco tiene que ser exclusivo. Uno a veces comparte con bandas del mainstream. No hay un enfrentamiento con las bandas”, opina Manza Esaín, líder de Valle de Muñecas. El cuarteto está por ensayar para su primera participación en el Festipez, pero aún tiene que esperar: el incansable baterista Lulo Esaín está tocando con Motorama, uno de los ¡tres! grupos que lo tienen a cargo de los parches (el otro es Acorazado Potemkin). “No sé cómo hace”, dice su hermano.

Valle de Muñecas quizás sea el ejemplo perfecto para tirar abajo la teoría que afirma que una canción hermosa trasciende. La música no siempre gana las pulseadas. De lo contrario, muchos de los temas del grupo estarían sonando en radios de todo el país. Su último disco, La autopista corre del océano hasta el amanecer (2011), es casi un compilado de hits potenciales que aún esperan ser descubiertos. Canciones guitarreras, con melodías crudas y accesibles que terminan conformando un álbum que avanza a la misma velocidad del disfrute.

“Nosotros sabemos que tenemos canciones que podría escuchar un montón de gente, pero por alguna razón no lo hace. Si la gente buscara solamente la música habría un montón de bandas a las que les iría bien, aparte de las que suenan todo el tiempo en la radio. Me parece que la gente está buscando otra cosa y probablemente sea algo por lo cual nosotros no nos preocupamos”, asegura Manza. También dice que el público no se cierra a escuchar una sola cosa, sino que simplemente desconoce muchas propuestas que posiblemente disfrutaría: “Creo que hay un montón de gente que puede escuchar a Fito Páez, La Renga o a quien sea y también puede escuchar a Valle de Muñecas, Pez o Satan Dealers y les va a encantar. No tengo dudas de eso. Y no tienen idea que existimos ninguna de esas bandas. Eso es lo que me parece más terrible. Dentro de la microescena en la que vivimos somos bandas más o menos importantes y agarrás a diez personas en la calle y nueve y media no tienen ni idea quiénes somos. Me parece que hay un montón de gente a la que le gustarían nuestras canciones, nuestros discos.”

La falta de difusión de los grupos que se mueven por fuera de los grandes sellos es una clave para entender este tipo de escenas. Los multinacionales invierten en los medios más importantes, que terminan brindándoles espacio (páginas, aire, pantalla) a los músicos que tienen ese apoyo pesado, imposible de combatir desde la independencia. La solución es crear nuevas opciones para llegar a la gente. En ese sentido, internet es un aliado fundamental.

“Es la herramienta que nos ha permitido ir a tocar a otras partes del país y que la gente nos conozca –dice Manza-. Claramente, nuestros discos no llegan a Chaco o a San Luis. No están en disquerías de allá. Y nosotros hemos ido a tocar ahí y nos encontramos con gente que canta las canciones, que se quieren llevar el disco y nos compran la remera. Entonces, eso es debido a la difusión que tenemos por Facebook, Twitter o lo que sea. El hecho de poder poner los discos en Bandcamp, incluso cosas que no están editadas físicamente, es genial. Son herramientas que uno tiene que aprovechar.”

Los discos de Valle de Muñecas y Pez se encuentran para descarga gratuita en buena calidad. Los de Sur Oculto y Las Diferencias se pueden escuchar online. En Los Antiguos, Pato y el Tano se muestran reticentes a las descargas, pero sus compañeros, varios años más jóvenes, ya los están convenciendo de que se trata de un cambio generacional muy difícil de evitar. Además, agrega el bajista Mow, el concepto de bajar música pronto quedará en el pasado. “La gente va a escuchar online directamente”, explica.

Otro que no es amigo de la virtualidad es Adrián Outeda, cantante de Satan Dealers, la sexta banda que participará del Festipez 2014. “El disco viene con un arte, es un objeto, algo que tiene que ser palpable. Es una cuestión romántica mía, pero si hay que subirlo, está bien”, dice, casi con resignación, sentado en el piso de su sala, dos días antes del festival. La resistencia de Adrián no logró vencer a la época: todos los discos de Satan Dealers están disponibles en You Tube y recientemente el sello Scatter Records subió el excelente Canciones para desertar (2012) a su Bandcamp, un trabajo que de haber sido firmado por una banda como Massacre hubiese tenido muchísimos votos en las encuestas de lo mejor de ese año.

- Canciones para despertar es un disco que...
- (Interrumpiendo) Canciones para desertar.
- Sí, eso quise decir.

El fallido periodístico puede ser tomado como una definición de Satan Dealers y lo que significa su último disco. La banda lleva trece años de carrera, dos con la actual formación que completan Cristian Salvucci (batería), Alejandro Cannuci (bajo), Franco Morresi (guitarra) y Vito Rey (guitarra). El grupo comenzó cantando y grabando canciones en inglés. Un rock de garage que se fue puliendo lo suficiente hasta lograr una vuelta pop con influencias punks que lo vuelve irresistible por momentos. Desde El ardor de lo perfumes prohibidos (2007), donde estrenaron canciones en castellano, la transformación comenzó a notarse. Hoy, la banda ya no escribe en otro idioma.  

Los Satan Dealers están contentos de poder participar del Festipez, forma parte de ese renacer que la banda está teniendo. “Es la primera vez que nos invitan. La movida está buena. Estamos contentos porque los Pez tranquilamente pueden hacer ese lugar solos, pero invitan a bandas”, opina Adrián.


El sábado 8 de febrero, el Servicio Meteorológico anuncia fuertes tormentas, similares a las que cayeron exactamente dos años atrás, cuando murió Luis Alberto Spinetta. A las cinco de la tarde, la Ciudad Cultural Konex está lista para recibir a las seis bandas. Se dispuso que todos toquen sets de media hora, alternando entre el escenario principal, ubicado en el patio, y el techado, más pequeño y menos iluminado. Mientras la gente va llegando, Ariel Minimal, Franco Salvador y Fósforo recorren el predio como anfitriones preocupados por tener todo bajo control. Saludan al público y charlan con los músicos de los otros grupos, que también dan vueltas por el lugar, esperando su turno para tocar.

A las 17.30, bajo un mar de acoples y sonido valvular, Las Diferencias abre el Festipez IX con “Está viniendo”, la primera canción de su disco. Ya no son los ñoños del Museo de Ciencias Naturales. A la hora de tocar, el grupo logra una gran conexión a pesar de su corta experiencia. Los tres músicos se liberan de las ataduras del estudio y se permiten volar con las canciones. Mejoran su performance. Por momentos, las letras sobran. La música cobra protagonismo. El público los escucha con detenimiento y los aplaude cada vez más a medida que avanza el set.

Cuarenta y cinco minutos después, el escenario principal ya tiene encima a Los Antiguos, que rodeados de cerveza e iluminados por una resolana que se oscurece cada vez más, empiezan uno de los momentos más intensos del festival. Arrancan con una intro instrumental. Mientras sus compañeros tocan, Pato Larralde se agacha y espera al lado del Tano. Toma tragos de birra y mira al público con gestos cómplices. Cuando la banda empieza con “La peste del sapo”, Pato toma su lugar y desata una tormenta con su voz. “A ver esas palmas”, pide, y se caga de risa. Después estrenan “Echándole la culpa al viento”, una canción de estribillo pegadizo ideal para corear con cara de malo y actitud enojada, como la de los propios músicos: sus rostros se enrojecen, las venas se inflaman, cantan los temas con la misma intensidad con la que tocan sus instrumentos. Dan un recital épico. De a poco, el viento comienza a soplar cada vez más. Cuando están cerrando su set con “Hecho a mi medida”, la tempestad es inminente.  Pero si este escenario principal tiene que dejar de ser utilizado no será por la lluvia ni habrá que echarle la culpa al viento. Después de Los Antiguos, nadie más puede acercarse.

A pesar de la furia anterior, los Valle de Muñecas salen a aguantar los trapos en el escenario más pequeño. “Ni un diluvio más”, pide Manza, pero hoy no es el día para que sus plegarias sean atendidas. La banda suena mal, la voz es cubierta por una bola de ruido que no logra acomodarse del todo durante el show. A los pocos minutos de comenzado el concierto, se larga una tormenta que hace honor a los pronósticos. Llueve como para todo el año. Los plomos corren a cubrir los equipos del escenario principal. Mientras tanto, Valle pela parte de su repertorio y agrega una versión de “Dejadez”, una canción incluida en ese trabajo fundamental y generacional que es Flopa Manza Minimal (2003).

La lluvia sólo dura quince minutos, pero alcanza para que la organización decida trasladar todo al escenario techado. El cambio provoca un retraso en la grilla. De todos modos nadie se preocupa, en el Festipez el tiempo pasa rápido. Es lo que ocurre cuando todas las bandas tienen algo para ofrecer y tocan lo justo como para conformar y a la vez dejar con ganas de más.

Los Sur Oculto suben ante unas 400 personas apretadas contra el escenario. Sobra lugar en el Konex, pero nadie se quiere perder a los cordobeses. Después de seis meses de ensayo, el trío estrena al baterista Ema Borgna. Sebastián Teves lleva adelante a la banda, que con su actuación confirma las palabras de Fósforo: en vivo son la posta. Un grupo bipolar capaz de crear un clima flotante, un cachetazo cósmico y lento que deriva en una paliza instrumental que provoca la primera ovación de la jornada.

A las 20.35 aparecen los Satan Dealers. Adrián se presenta y le agradece a Pez la posibilidad que le dan a bandas como la suya, que están resurgiendo. El set del grupo se revela como el más caótico del festival. Con una lista de temas completamente en castellano, el grupo lucha contra sus propios demonios. Quizás sean los menos escuchados por el público de esta noche. Con las luces cubriéndolo a medias y ayudado por la música, Adrián Outeda aparece como un heredero de David Johansen, mientras la banda por momentos toma un gran vuelo. Al final, uno de los plomos hace algo insólito: le quita el micrófono de las manos a Adrián antes de que termine el último tema. El cantante se enoja y lo va a buscar, le dice algo al oído. Mientras, sus compañeros saludan a todos los presentes.

Casi a las diez de la noche llega el turno de los anfitriones. Ya llovió, hace calor, pero todo está bien. No te preocupes, nena, esta noche toca Pez.

Vestido con una remera de Los Antiguos, Ariel Minimal dice: “Es una experiencia alucinante compartir con otras bandas este festival. Todas son grandes bandas. Hay que saber que hay una escena que no la pasan en ningún lado, hay un montón de bandas copadas dando vueltas.”

Tras el saludo, la banda arranca con “Os garcas”, de Nueva era, viejas mañas (2013), y consigue el mayor pogo de la noche. A medida que pasa el concierto van surgiendo muestras de su variada discografía: “Para las almas sensibles”, “Desde el viento en la montaña hasta la espuma del mar”, “¡Vamos!”, “Cassette”, “Vientodestino en Vidamar”, “Haciendo real el sueño imposible”, y hasta una canción que nunca suele aparecer, como “Tan marcado ya”, con Adrián Outeda de invitado, al igual que en la versión original grabada en Quemado (1996).

Durante el show aparecen dos canciones nuevas: “La joya” y “Lista de deseos”, un cuelgue extenso con el saxofón de Pablo Puntoriero. Remite al Pez de hace doce años. El festival termina con la banda volando mucho más alto que las tablas del Konex. Así es Pez: pasa del hardcore al free jazz. Blues urbanos, folk, metal y psicodelia. “Este grupo es un nexo”, dice el Tano Conforti. Es un grupo capaz de crear un clima salvaje con pibes que corean riffs progresivos, gritan “¡Aguante Invisible!” y agitan letras que dicen “no te importa el mundial, vos te quedás a leer a Baudelaire”.

“El otro día estaba escuchando ‘La escuelita del Sr. Extraño’, un tema de Folklore que no me lo acordaba en lo más mínimo, y tenía mucho que ver con lo que estamos haciendo ahora. Pero no hubo una intención de buscar en lo que ya habíamos hecho. La premisa era correrse de lo que veníamos haciendo últimamente”, cuenta Fósforo, adelantando lo que se viene para el futuro. “Siempre que hacemos algo distinto a lo anterior nos odian, pero si nos vamos a poner a trabajar por lo que quieren los demás, estamos fritos”, dice, como si hiciera falta aclarar que si algo le sobra a Pez es libertad.

Nota publicada en el número 19 de la revista Rock Salta, de marzo de 2014.
Fotos de Victoria Schwindt.

El Perrodiablo

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(Foto: Cata Moncal)

Transpirado, en cueros, agitando constantemente, arengando con gritos y ademanes de un tipo que está sacado por la música, Doma se tira al público. Baila en el pogo sin parar de cantar. Apoya su frente en la de otros y arma un coro como hacían los Beatles en un sólo micrófono, pero a niveles de violencia sonora extrema. Mientras tanto, en el escenario, los cuatro músicos restantes laburan para que esa locomotora sin vagones prendida fuego que es El Perrodiablo atraviese las vías y las estaciones sin dejar nada en pie. Y recién van por el primer tema de la lista.

A esta altura, la entrega total que hace El Perrodiablo en vivo, con los amplis en 11, ya es una confirmación que se desparrama cada vez más. Capaces de tocar para metaleros ortodoxos o hipsters palermitanos, los integrantes de este quinteto de La Plata asumen el rock como oxígeno durante todos sus shows. El grupo tuvo un 2013 de repercusión y mayor notoriedad gracias a la gran recepción que tuvo El Espíritu, su tercer disco, editado en 2012. Desde entonces, ver a El Perrodiablo en vivo es casi una obligación para el escucha actual del rock de acá. Los álbumes editados (disponibles en elperrodiablo.com.ar) muestran sólo un costado, el que remite a The Stooges y MC5. Para apreciarlos por completo hay que estar ahí, poguear con Doma, ver a los demás (Chaume y Lea, en guitarras; Fran, en bajo y Joseph, en batería) en un pogo estático, interior. Empujando desde sus instrumentos.

"Cuando los cinco estamos haciendo algo juntos, sale eso. No está pensado", dice Fran una hora después de haber condensado la esencia del grupo en treinta minutos sobre el escenario del Festipulenta. En la segunda jornada del festival, El Perrodiablo fue el ejemplar más salvaje, compartiendo cartel con Valle de Muñecas, 107 Faunos, Fútbol, Los Espíritus, Bestia Bebé y Acorazado Potemkin. Doma dice que los integrantes de Mujercitas Terror los definieron como generadores de un caos armonioso. Además, asegura que lo que se ve en cada recital es motivado por la energía que provocan al tocar: "Lo ves a Neil Young con los Crazy Horse y los locos generan su propio combustible. Para mí, ésta banda lo tiene".

Doma, que cuando no está al frente del grupo trabaja como docente de periodismo en la Universidad de La Plata, cree que lo que se aprecia en todos los discos y en cada concierto de El Perrodiablo es una mezcla de espontaneidad, frescura y honestidad: "Hay un juego muy perverso de algunos sectores musicales y periodísticos en el que la honestidad es tirada abajo como un valor. Porque la estratagema es asociarlo a ser honesto es ser rock chabón, y Bowie, cuando era Ziggy Stardust, era honesto a lo que él sentía. Y así hay mil casos. Palo Pandolfo hizo Patria o Muerte con Don Cornelio, y es un disco mucho más crudo y rockero que muchos discos rockeros, y después te clava discos que parecen de folclore. Y él está siendo honesto a su momento, no lo hace como un veleta que va probando."

Otro factor importante la banda es la sensibilidad. "La música siempre corresponde a la sensibilidad. Hay dos valores de la música: la libertad y la sensibilidad. Es una mentira que a la sensibilidad la tienen solamente los blanditos. Para tocar como tocamos nosotros tenés que tener cosas adentro que te hacen mover y te hacen querer romper todo. Eso también es sensibilidad, no hay que comerse la de los cantautores", dice Doma y pone un ejemplo para ser más claro: "Iorio ve cosas que ve la gente que tiene sensibilidad. Si no, no hubieran existido V8 o Hermética. El metal bien suburbano tiene una sensibilidad de la concha de la lora. Rata Blanca no escribió 'Gil trabajador', lo escribió Hermética. 'Del camionero' la escribe Larralde y lo elogian de acá hasta que se muera por la fibra que tocó. Eso es sensibilidad, lo que pasa es que hay una dictadura de eso, que pareciera que la tuviera Onda Vaga, nada más, y eso es otra cosa. Es tocar cajones", dice Doma.

En febrero, la banda terminó de grabar en los estudios ION lo que será su cuarto álbum, aún sin título, a editarse en la segunda mitad de 2014. Al igual que El Espíritu, tendrá nueve canciones y seguirá el camino evolutivo que vienen desarrollando desde que debutaron discográficamente, en 2007. "La idea siempre fue responder a lo que la banda genera. Sabemos que no vamos a sacar un disco de reggae, entonces los temas en algún punto siempre van a ir por el mismo camino. Van a responder al proceso actual y a la vez van a estar familiarizados con lo otro, porque las bandas cuando recorren un determinado camino logran un integrante más, uno emocional".

El grupo, que reconoce la influencia de Iggy Pop pero también rescata elementos del hip hop ("pisan el escenario con convencimiento, te dicen las cosas en la cara"), se preocupa por entender la esencia de la música, lo que rodea a los artistas a la hora de crear sus obras ("Los Stooges y Eminem salen de una ciudad industrial, en decadencia. Velvet Underground sale de una Nueva York reventada, llena de drogadictos"). Y hace una lectura de la actualidad del rock local: "En la Argentina desapareció lo que fueron Sumo en los 80 y Los Brujos en los 90: una banda que iba a ver el que le gustaba el tango, el que le gustaba el rock clásico, el rock barrial y el que le gustaban los Smiths. Bandas de quiebre que tenían una fibra que tocaba a todos. Desapareció eso. Pez intenta hacer algo así, pero es muy difícil. Para mí –dice Doma-, ése es el mejor lugar donde podría caer El Perrodiablo".

Entrevista publicada en la edición N°28 de revista Mavirock

Paredón y después

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Eli Suárez es un tipo tímido, callado, que anda por lo bajo. No le gusta sobresalir ni figurar. Prefiere hacer las cosas a su modo, con sus tiempos, austeramente, sin ostentaciones. Lo aprendió de sus referentes y de su familia, especialmente de su padre, Korneta, un poeta arrabalero que con poesía, música y acciones lo marcó para siempre. Tanto, que a veces esa herencia se transforma en una carga.

El 25 de mayo, apenas unos días después del decimo aniversario de la muerte de Korneta, apareció Ciudad Oculta, el nuevo disco de Los Gardelitos, la banda que continúa hasta hoy gracias a la tenacidad, el compromiso y, ahora también, por fin, las canciones de su hijo.

Ciudad Oculta regresa a las raíces musicales de la banda, al sonido que forjó a miles de fanáticos en todo el país. Rock con melodías tangueras, poesía de empedrado y suburbio. También se conservan las guitarras crudas de Oxígeno, el disco anterior, de 2008, algo que en su momento fue criticado por los fans ortodoxos y hoy reluce como una característica más. Ciudad Oculta está formado por seis canciones inéditas de Korneta y seis flamantes composiciones de Eli, las primeras que escribió después de ese debut compositivo (y además, hit) que fue “Mezclas raras”.

Ya con el nuevo trabajo en la calle y con respuestas positivas sobre su laburo, Eli confirma que es hora de adueñarse de la banda por completo y para siempre, asumir definitivamente el legado. “No es una cuestión de apoderarse sino que naturalmente va deviniendo en eso. Es natural. Con el tiempo te vas haciendo cargo”, dice, ya más relajado, una semana después de la salida de Ciudad Oculta. Mientras estuvo preparando las canciones casi no atendió llamadas, no revisó muchos mails. Se concentró solamente en la música con obsesión e inseguridad. Entre risas reconoce que volvió locos a todos en su familia, mostrándoles los temas a cada rato y preguntándoles si les parecían bien.

Salvo dos canciones que ya habían sido anticipadas (“Un taxi” y “Puño y letra”) el resto se conoció cuando apareció el disco. “A la letra de uno de los temas, ‘Viejo y querido rocanrol’, la hice una semana antes de publicarlo. Me salió sobre la marcha y quedó fresco. Se podría decir que el disco se tomó el tiempo que se tenía que tomar. Llegó en el momento que tenía que llegar. Y está bueno que sea fresco. Complementa con las canciones de Korneta, que esperaron tantos años para salir, y como los buenos vinos, se ponen mejores con el tiempo”, cuenta.

Eli ve la publicación online y gratuita del disco como una manera de “saltar la burocracia”. “Nosotros se lo dimos directo a la gente, sin intermediarios”, agrega. “Mantenemos la mística de hacer algo el 25 de mayo, le da un  toque especial. Algo parecido pasó cuando adelantamos la letra de ‘Pájaro y campana’, que está dedicada a mi viejo, justo el día en que se cumplían diez años de su fallecimiento (el 12 de mayo). Que sea en ese contexto ya le da otra profundidad, y este disco tiene mucho de eso. De alguna manera recupera un lugar que la banda siempre tuvo, pero mucha gente ponía en duda. Y por otro lado, va más a la esencia de Los Gardelitos. Desde el nombre del disco, que remite a las participaciones que teníamos en los festivales de Ciudad Oculta, y también remite al concepto estético de la banda ciudadana, que habla de las cosas que no se ven a simple vista. Se refleja eso en ‘La ciudad que se oculta’.”.

En el disco, la banda mira para atrás para poder salir adelante. Tomar impulso y llegar más alto. Eli sintió la presión gigantesca de sacar un nuevo trabajo y la necesidad de publicar su propio decir, a pesar de tener las canciones suficientes de Korneta como para llenar un álbum completo. En Oxígeno aportó “Mezclas raras”, en Ciudad Oculta la mitad de los temas. Durante años estuvo oculto detrás de las canciones de su padre. Cantaba y tocaba lo que otro había compuesto. Había armado una pared, su propio The Wall ciudadano. Con estas seis nuevas canciones, Eli comienza a derribar el muro. Comienza una nueva etapa. Los Gardelitos, paredón y después.

Todos los temas de Ciudad Oculta compuestos por Eli transmiten la idea de intentar liberarse. Desde el arranque, con “Puño y letra”, las cosas quedan claras: “La vida es nueva a cada paso y no bajamos los brazos por cantar una canción que salga del corazón aunque nos rompa en pedazos.”

Eli rompió en pedazos su corazón pero pudo volcar las palabras. Y al hacerlo en pocas semanas, justo antes de entrar a grabar, logra una gran catarsis. “Lo que vendrá” es, quizás, la que tire las frases más fuertes. Allí, canta que  es “tiempo de transmutar el dolor en poesía, que la música sea guía de lo que vendrá”, y reconoce que “requiere más valor la alegría que la pena. La tristeza se vuelve condena si uno la deja estar”. Se da cuenta de que seguir bajo el ala protectora de Korneta, ese pájaro que lo mira desde arriba, es condenarse a sí mismo.

“Ese tema es bastante particular porque habla de lo que va a venir y a la vez dice que lo que va a venir tiene relación directa con lo que fue. Volver a las raíces. Por eso también decimos en otro tema que un árbol sin raíces no tiene flores para dar”, cuenta, e informa que en el disco la palabra “oculta” aparece en tres temas. Y pasa a recitar algunas de las frases: “‘La ciudad que se oculta en mi corazón’, ‘En sueños forjamos nuestra historia revelando paisajes ocultos de nuestra memoria’. Hablo de que los sueños que tenemos tienen que ver con nuestra historia, y cuando uno puede revelar esos paisajes ocultos, que son las victorias y las conquistas que uno supo tener, es cuando empezamos a mirar para adelante.”

“Me dieron muerto y acá estoy”, canta en “Viejo y querido rocanrol”, un tema a favor del movimiento del rock barrial que lo mantiene como emblema y contra las discográficas que los cajonearon, contra la prensa especializada que no los publica y contra todos los que no creían en la continuidad de la banda sin Korneta. Ahí aparece otra de las facetas del Eli oculto.

“Hablo de la situación del rock de acá desde la experiencia nuestra, y marcando postura con lo que cantaba La Renga, el rocanrol no morirá jamás. A mí me dieron por muerto, a Los Gardelitos nos dieron por muertos, y siempre dicen que el rock murió. Y esa canción lo desmiente porque la gente se copa. Eso es lo que tapa la prensa más influyente para promover otras cosas de las compañías, que te cajonean. Nosotros lo vivimos en carne propia. Cuando estuvimos en una multinacional nos cajonearon por no decirles todo que sí. Nos decían tenés que hacer un videoclip con ‘Llámame’, nosotros queríamos hacerlo con ‘No puedo parar mi moto’, y nos decían ‘no, pero ese tema no es tan hitero’. Es la postura nuestra, contestábamos. Querían que hiciéramos una conferencia de prensa en el Hard Rock Café para presentar el disco y nosotros no, conferencia de prensa no hacemos, nosotros tocamos en vivo para la gente. Hacíamos notas, todo, pero nunca esa cosa tan acartonada. Nosotros tenemos otra postura. Y bueno, vayan a presentarlo en exclusiva en FM Hit: no, no, no. Y cuando les decís a todo que no, te cajonean, te mandan al muere.”

Eli no cree en las canciones acartonadas y prefabricadas que promueven las multinacionales. “Entendemos al rock como un grito salvaje que sacude la opinión. El rock tiene que tener ese instinto”, dice.

Respecto al concepto del disco, asegura: “Lo oculto no siempre tiene que ser malo, negativo. Está oculto porque está dentro mío, no porque sea malo. Hay un prejuicio de la gente con lo oculto. O el prejuicio barato que tienen algunos con nosotros: no, como tocaban en las villas son unos resentidos sociales que van a querer ir al Luna Park a prenderlo fuego, a romper toda la calle Corrientes. Nada que ver. Korneta siempre fue un poeta. Y de pronto ves cómo el mainstream y lo establecido terminan difundiendo una idea de lo que sería la gente de abajo, los supuestos marginales, que es muy berreta. Porque le terminan dando bola a Pablo Lescano, que canta ‘se te ve la tanga’, que a un poeta como Korneta, que está hablando de cosas que son esenciales. Y esa indiferencia duele. Porque están ciegos a un montón de cosas que siente la gente, o que siente ese poeta que sigue siendo Korneta, para difundir otra cosa que es para que la mayoría de la gente diga ‘es verdad, los de la villa son re cabezas’. Y no es así. Nosotros fuimos a tocar un montón de veces a la Oculta y conocíamos gente que escuchaba Artaud de Spinetta, gente con mucha cultura musical, un sentimiento genuino y puro por la música. Y así en otras villas.”

Ciudad Oculta es un álbum conceptual, a pesar de tener canciones de dos autores distintos. Está hecho para ser escuchado de principio a fin, con guiños internos en las letras y en la música. Cuando Eli lo explica y comienza a recordar todas las conexiones que posee el disco, confirma ser un creador que no deja nada librado al azar. “Pusimos el disco entero para que capten la idea de la obra. El primer tema se llama ‘Puño y letra’ y el anteúltimo, ‘Al pie de la letra’, y hay una referencia musical similar en ambos comienzos. Y yo también busqué relacionarme con las canciones de mi viejo. Por eso ‘Puño y letra’, que habla de escribir un tema, es el primero, y el siguiente es ‘Hojas del otoño’: las hojas que caen, pero también las hojas de la vida de alguien que está escribiendo. Cuando el tipo dice ‘quiero hablar de tantas cosas y no se me ocurre nada’ es Korneta contando lo que le pasa cuando escribe un tema. Y en el anterior estoy contando lo que me pasa a mí cuando escribo un tema. Después, el ‘rocanrol’ con ‘Buen día, nena’, por más que sean distintos musicalmente, tienen un hilo. ‘Tibias noticias del sol’, de Korneta, dice “es tanto el dolor que sacude la vida que esconde las tibias noticias del sol’, y yo antes puse ‘tiempo de transmutar el dolor en poesía’. Ahí también hay una relación. Todos esos yeites los descubrís escuchando el disco entero.”

La banda va a presentar el disco el 20 de junio en el estadio Luna Park, de Buenos Aires. Será una fecha especial. No sólo porque pisarán un escenario importante, sino por otros detalles, más cercanos al espíritu del grupo. Durante el show, los padres del bajista Diego Rodríguez y el baterista Paulo Bellagamba subirán a tocar con ellos. “Va a ser muy lindo, va a mantener esa cosa familiar que tiene Los Gardelitos”, cuenta Eli.

Hoy, Eli Suárez considera una posibilidad inédita hasta hace algunos años: el próximo disco de Los Gardelitos podría venir sin canciones de Korneta. Lo pide el funcionamiento de la banda, lo pide el público. Lo pide la propia necesidad de Eli. Y así lo piden las herencias familiares: continuar el legado, perpetuarlo, pero con una marca propia. Como el mismo reconoce, mirando atrás tiene la receta para seguir adelante: "Si te gusta la música no te reprimas. Toca sólo lo que dice tu corazón, pero nunca toques para estar de moda."

Publicada en el número 20 de la revista Rock Salta.

Si yo soy así

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(Mosca según Gustavo Sala)

Domingo 23 de febrero de 2014: el bidón de cinco litros de Villa del Sur está completamente cubierto por el sol de las cuatro de la tarde. Ha sido un verano extraño, con días agobiantes entre diciembre y enero, y temperaturas primaverales desde entonces. Como si todo el calor disponible de la temporada se hubiese consumido en el primer mes, la antesala del otoño fue sólo una caricia. Pero hoy el verano dejó de laburar a reglamento. Se puso las pilas y hace sudar a todos los que están al costado del Puente Alsina. Con una humanidad de largo pelo azabache y más de cien kilos, un pibe transpirado grita un mantra incesante: “¡Tocá panró, puto, dale!”. Cuando termina la frase, agarra el bidón y toma unos tragos de cerveza, que está cada vez más caliente.

Los receptores de los gritos son los miembros de Secuaces, un grupo de punk pop amable que juega de local en este festipunk gratuito del conurbano bonaerense. Los chicos son de Lanús, cantan canciones con letras como “te llamé al celular y no me contestaste” y hacen una versión de “Great Balls of Fire”. Su bajista mujer provoca miradas hacia el escenario. El problema con Secuaces es que se toman su tiempo y no meten un tema tras otro de manera voraz, como dicta el supuesto manual del punk. Acá no hay “¡undotrevá!” antes de cada tema. Hay baches, palabras y agradecimientos. Especialmente a los Dos Minutos, grandes anfitriones de la jornada y responsables de poner este lugar en el mapa.

Viernes 21 de febrero de 2014: en una pizzería del porteño barrio de Almagro, el Mosca pide una Stella Artois para acompañar una grande de muzza y repasar los 27 años de Dos Minutos, que en marzo está celebrando las dos décadas de Valentín Alsina, uno de los discos más importantes de los noventa. Lo primero que recuerda no son los comienzos ni el gran éxito y repercusión de sus trabajos, sino el desastroso viaje a Salta que realizaron en 2009. La combi que los llevó desde Buenos Aires era manejada por un chofer que no conocía la fama de puro descontrol que posee el grupo y los torturó durante varias horas, prohibiéndoles fumar, entre otras cosas.

“Esa fue una anécdota para el libro de Dos Minutos. Fue un acto de autosuicidio, de honestidad y de bondad. Nos bajamos antes de matar al evangelista que nos llevaba”, cuenta Mosca, entre risas.

Salta, domingo 2 de agosto de 2009: Oconnor está en el escenario de La Estación Mega Disco promediando su potente set metalero. En camarines, Los Gardelitos aguardan para cerrar el festival Rock Salta con la habitual tranquilidad que transporta Eli Suárez. En el baño superior de la bailanta, todo arde: los Dos Minutos terminaron su show temprano pudiendo descargar la furia contenida en un concierto épico que dejó muy alta la vara de la exigencia rockera. Difícilmente Oconnor y Los Gardeles puedan alcanzarlos. No es falencia de ellos, es mérito de Dos Minutos, que ahora sólo se dedican a tomar cervezas y a narrar lo vivido en las últimas 24 horas.
“Cuando estábamos subiendo para salir, uno me dice ‘mirá la puerta, mirá la puerta’. Tenía un cartel que decía ‘Jesús, en ti confío’ –cuenta Pablo Coll, guitarrista. Y de ahí para adelante imaginate las cosas: ‘no me fumen’, ‘no me hagan esto ni lo otro’. (El chofer) Se hacía el ortiva, venía y decía (hace como que habla por teléfono) ‘¡Se están matando con la blanca! Están chupando mucho’. Entonces le digo ‘¿pero qué problema tenés? ¿Qué te importa lo que yo hago?’. Yo soy siempre el bocón, el pelotudo. Una la emboco, las otras diez bardeo al pedo. Esta vez iba tranquilo atrás y el chabón cada vez que hablaba decía (otra vez el teléfono) ‘¡Se están matando con la blanca!’. Y en una se me salió la cadena y le digo ‘pero, escuchame una cosa, vos sos un prejuicioso de la concha de tu madre, boludo. Yo acá no viajo más. Bajen mis cosas, me voy a mi casa. Me chupa la pija este forro’. Y nos decía ‘no, yo laburé con bandas de rock’ y no sé qué. ‘¿Y con quién laburaste?’. ‘Con El Bordo’, nos dice. Con El Bordo ¡qué querés, boludo! Entonces le dije ‘la concha de tu madre, loco, bajá las cosas’. Ahí medio que nos tomó el tiempo, como diciendo “éstos qué se van a quedar acá´’. Canchereaba. Y nos bajamos y le dijimos ‘andate a tu casa porque te vamos a cagar a trompadas y te vamos a romper todo’. Era eso o cagarlo a trompadas. Eso fue en Santa Fe. Imaginate si seguíamos viaje.”

El grupo bajó sus cosas en plena ruta, decidido a quedarse en una estación de servicio cerrada cercana a Rafaela, a la una de la mañana, con una temperatura bajo cero, antes que seguir viajando con ese chofer del Señor que para ellos era el mismísimo infierno.

“¡Hacía un frío de la concha de la lora y andábamos con todos los equipos en el medio de la nada. Pero manteníamos nuestro orgullo. ‘Gil, vos no me vas a maltratar porque no me estás haciendo ningún favor, la concha tuya y de Cristo’”, sigue Pablo, a los gritos, mirando fijo a los ojos, a centímetros de la cara, relatando todo con la misma intensidad con la que le hablaba al chofer. “Así que entramos a arrancar los palos de madera que tienen las estaciones, hicimos un fuego hasta acá (se señala el pecho). Una hora y media después, volvió. Se ve que venía pensando ‘estos se cagaron de frío, van a venir tranquilitos todos’. Cuando llega con la combi estábamos nosotros así (se pone a bailar cual piel roja alrededor de la fogata), bailando entre nosotros, cagándonos a palos. Vino y dijo ‘ehhh, pero bueno, basta de no sé qué’. ‘Tomatelás, hermano. Andate a tu casa, puto’. Y nos quedamos ahí hasta la mañana, pasadas las diez. Nos cagamos de frío de verdad, eh. Pero a mí no me va a tocar el culo un gil.”

Finalmente, la producción consiguió una nueva combi para trasladar a la banda, que llegó a Salta sobre la hora, tocó primero y venció. “Si nosotros nos hubiéramos quedado ahí, calientes, cagados de frío y nos íbamos a otro lado, la gente no iba a decir ‘tienen la culpa el productor y el de la combi’. Iban a decir ‘estos Dos Minutos son unos putos’. Y nosotros somos siempre centrados mentalmente y sabemos que estamos acá o allá por la gente”, reconoce Pablo.

“Somos muy intensos”, explica el Mosca, en la pizzería. “Cada vez que salimos de gira en las combis, paramos. A Mar del Plata le echás cinco (horas), nosotros le echamos diez. Porque ‘¡loco, no tenemos alcohol!’ y lo hacemos desviar, entonces tardamos. Vamos a Rosario, hay que tardar cuatro horas, nosotros tardamos ocho. Y que paramos, poné música. Los chabones se vuelven locos. Mirá que somos chicos grandes, pero salimos de gira y somos como ocho pelotudos en viaje a Bariloche. Cuando podemos vamos en avión, nos ponemos en pedo en aeroparque, subimos con olor a alcohol y ‘¿puede ser una cervecita?’, ‘no, ¿cómo una cerveza? Son las ocho de la mañana, damos el desayuno’, ‘¿Pero no tenés una cervecita?’”.

El reviente etílico ha sido uno de los mayores referentes para identificar a Dos Minutos. Lo es desde Valentín Alsina. Ese primer disco también sirve de pasaporte a la inmortalidad para la banda. Es punk barrial, un clásico a la altura de sus contemporáneos (Despedazado por mil partes, Tercer arco). Asco a la policía, odas a la birra, rechazo al laburo. Desencanto juvenil cuando en la Argentina no parecía haber futuro. La herencia directa de “Avellaneda Blues”, de “Sucio y desprolijo”, de Luca Prodan caminando en ojotas con un sánguche de salame por San Telmo. Un álbum que forma parte de la columna vertebral más proletaria del rock argentino. “Ya no sos igual, sos un vigilante de la Federal” debe ser una de las rimas más emblemáticas de los últimos veinte años. Representa los dogmas y las banderas chabonas anti caretaje que coparon la parada hasta ahogarse en República Cromañón. El tema, que tuvo alta rotación en MTV, se convirtió en un himno que será interpretado por generaciones infinitas. La versión de “Como caramelo de limón”, de Ricky Maravilla, anticipó el cruce marginal con la cumbia, algo que con los años se volvió moneda corriente. Mosca asegura que “dentro de lo que es el punk, es un disco que tiene que estar en tu discoteca. Creo, ¿no?”.

Con todo, a Mosca no le cae muy bien la idea de hacerse cargo del mote de precursor del rock barrial: “Yo no inventé nada. Si ponés la lupa, es la primera señal, pero nosotros teníamos esa señal por bandas punk inglesas que hacían fotografías de su propio barrio. Tiene mucho Dos Minutos, de eso, especialmente el primer disco. Mucha gente en el mundo entero conoció Valentín Alsina por nosotros, quiero mi estatua y mi calle (risas)”.

Dos Minutos va a volver loco a un chofer nuevamente a mediados de abril, cuando encare una gira por el NOA que los llevará a tocar en Tucumán (viernes 11), Salta (sábado 12) y Jujuy (domingo 13). La banda presentará Valentín Alzheimer, el disco que editaron el año pasado, que tiene un nombre que es una mezcla de homenaje y parodia a sí mismos.

Después de la actuación de Secuaces, el festival sigue su curso. Otras bandas aportan un punk más duro y ortodoxo. El escenario está montado sobre una calle al costado del puente, entre una vía y la avenida que funciona como entrada principal a Valentín Alsina. Mientras tanto, la mayoría del público presente se esconde del sol o camina un par de cuadras para comprar vino, cerveza y fernet. Algunos se meten en las vías para cortar camino y llegar a más rápido a uno de los kioscos. Atrás del escenario se puede caminar sin problemas, no hay vallas molestas ni patovicas impidiendo el paso.

Cerca de las cinco de la tarde aparece Superuva. Un minuto después ¡pasa el tren! y arma un muro momentáneo que divide el concierto en dos, dejando al público más rezagado sin poder ver por unos instantes. La vía no tiene barrera. El maquinón, con sólo un par de vagones enganchados, aparece de golpe, sin pasajeros, con los que lo manejan saludando a todos y haciendo cuernitos.

Con Superuva llega el verdadero agite porque es una banda imposible de dejar pasar, debería sonar en muchas fiestas. Son alegría instantánea. Las letras, la música, la onda que tienen, son irresistibles. Por Alsina pasan temas como “No te vayas, gorda”, “Remeras rockeras”, “Dale batero” (“ese estribillo parece que está bueno, dale batero, marcá que nos perdemos”) y muchos más.

“Hace rato que queríamos tocar en Alsina, era como nuestro sueño. La banda nació ahí. Esta sería la tercera vez que tocamos en el barrio. Es como el Valentín Alsina Punk (pronuncia “punc”) Rock Festival”, dice Mosca, y cuenta que el mote de barrio obrero le cabe muy bien al lugar por su particularidad de tener muchas fábricas. “El sesenta o setenta por ciento están abandonadas. Cuando cruces el puente y llegues, vas a ver un cartel que dice ‘Valentín Alsina. Bienvenido. Ciudad industrial’”.

Cuando Dos Minutos editó su primer disco, en 1994, durante el primer gobierno de Carlos Menem, las fábricas de Valentín Alsina comenzaban a sentir el cimbronazo de las políticas neoliberales de la época. De a poco, fueron desapareciendo. “Ya para el segundo gobierno (de Menem) empezaron a caer, a caer, a caer”, recuerda Mosca. Mientras sus vecinos sufrían, la banda conocía el éxito y las mieles del triunfo. Como describían los Pink Floyd, vivían el “Welcome to the Machine”, ingresaban a la maquinaria de ventas discográficas masivas. Los ejecutivos los palmeaban y les sonreían.

“A los dos primeros discos los grabamos en Valentín Alsina, a quince cuadras de mi casa, con el productor Amilcar Gilabert, que había grabado con Charly García, Calamaro –relata Mosca-. Nos tocó grabar con él y era ‘¡guau! Vamos a grabar con éste loco”. Y nosotros de otro palo. Pero estuvo muy bueno, el chabón se copó con nosotros. Dijimos vamos a vender dos mil, tres mil discos, el año que viene nos devuelven el contrato, nos pegan una patada en el orto y ya fue. No nos daban ni cabida. Y a los dos meses nos invitaban a comer: ‘chicos, qué quieren tomar, vamos a comer asado’. Pedíamos vinos caros, si igual no los iban a cobrar. Y al segundo año, en el 95, nos dijeron ‘¿no quieren ir a grabar a Estados Unidos?’. Dijimos ‘no, si tenemos el estudio acá a quince cuadras de casa’. ¡Qué boludos! Teníamos todo pago.”

En 1995, Dos Minutos grabó Volvió la alegría, vieja, con canciones que habían quedado afuera de Valentín Alsina. Ese disco también entró en la leyenda del grupo y posee varios de sus clásicos más importantes, como “Todo lo miro” y “Mosca de bar”. Veinte años después, Mosca reconoce que usaron casi todo el material que tenían en ese momento: “Creo que nos quedaron un par de cosas aisladas, pero perdimos un montón de casetes donde teníamos temas como ‘Vómito de vino’, unas cosas malísimas (risas). No me acuerdo cómo se tocaban. Si alguien llega a tener una cinta de esas, pásenla.”

El éxito de Valentín Alsina sorprendió a todos. A los propios músicos y a sus colegas, que no podían entender cómo el grupo del cadete de la revista Cerdos & Peces ahora rotaba todo el tiempo en MTV. “Adrián Dárgelos venía a cenar a casa cuando sus primeros discos no pegaban y yo había salido con Valentín Alsina y no entendía nada. Los Babasonicos vivían cerca de casa. Venían Diego Tuñón y Adriancito y decían ‘no, loco, nosotros ya tenemos el segundo disco’. Y le digo ‘pará, Adriancito, quedate tranquilo, sos un incomprendido. Vas a ver que algún día vas a explotar y vas a flashear’. Y ahora ya ni lo veo al loco. A veces me lo cruzo en un aeropuerto: ‘¡Ey! ¿Para dónde vas, Adrián?’, ‘¡Ey! ¿Para dónde vas, Mosca?’, y así. Les costó y explotaron. Ahora tocan en todos lados, ya están. El chabón me decía ‘¿cómo hiciste, Mosca?’. Y yo qué sé, boludo, tuve suerte.”

A las 18.30, Dos Minutos aparece sobre el escenario del puente. “Un aplauso para la mamá del Mosca”, pide Pablo apenas entran. Después le habla a un viejo que mira todo desde la ventana de su casa. Le dice que mirar desde ahí “es como tener un balcón frente a la cancha de Ferro”. El recital arranca con “Valentín Alsina” y aparece por primera vez una sensación de energía tan grande capaz de voltear todo ante el menor descuido. A medida que pasa el recital, todo es confuso y cada vez más caótico.

Al tercer tema le avisan al Mosca que atrás del escenario hay un pibe muy mal, así que pide que la ambulancia que está al fondo, lejos del escenario, se mande hasta ahí. Después, en otro bache, gente de la organización irrumpe para pedir al público que no se tire delante de las vallas porque pueden quedar todos pegados (!). El Mosca aprovecha para saludar a un "amigo colombiano" y preguntarle, con tonada caribeña, "¿Trajiste la falopa que te encargamos?". El lugar ya se llenó muchísimo, hay 1500, dos mil personas. Muchos miran desde el puente, hacia abajo, colgados de la pared. Los autos y camiones les pasan casi al lado. Uno está parado muy al borde, hace rato que está así. Agita con una caja de Termidor en la mano. Cuando todos esperan que aparezca Ricardo Mollo para pedirle que por favor se baje, el Mosca lo mira y larga un “¡ehhh!, ¿Y vos ahí? Ese Terminator va como piña, ¿no? Cuidate, no te caigas nomás”.

La oda al reviente es un arma de doble filo para Dos Minutos. Algo que puede ser usado a su favor o para caerle a la banda como unos incitadores de estados deplorables. En cada uno de sus recitales es común encontrar pibes jóvenes absolutamente dados vuelta.  “Lo vi, pero nunca lo analicé –reflexiona Mosca-. Yo he quedado en esas situaciones igual que ellos o peor. Hay veces que no llego ni a abrir la puerta de mi casa. Cualquiera. Es un garrón. Nuestras canciones son muy alcohólicas y somos muy pro todo, es verdad. He visto muchos chicos que nos vienen a ver re sacados. Pero en el ambiente que nos movemos, el sector reventator (dice “reventeitor”) es reducido.”

“Un día estaba en una provincia y veo a un pibe adolescente. 17, veinte años, con un tetra en la mano y re mamado en una avenida doble mano. Yo venía y el pibe ‘¡Eh, Mosca, Mosca!’. ‘Pará, loco’, y lo rescato del medio de la avenida. ‘Vení, cachivache, ¿Qué hacés?’. ‘¡Eh, yo quiero ser un cachivache como vos, Mosca!’. Y le digo ‘no, campeón, ponete las luces, mirá cómo cruzaste la avenida’. Ahí dije ‘uy, loco, estamos incitando a los pibes a esa mierda’ (risas). No es todo el tiempo así, pero tenemos nuestras canciones de destruction. Pero también tenemos canciones como ‘Dos Minutos’, que es como un himno, que dice ‘respeto y diversión’. Somos como bipolares en ese sentido.”

El pedido por la ambulancia sigue en el puente: “Que alguno de los que está al fondo le avise que venga”, pide el Mosca. Lo repite tres o cuatro veces. Durante “Barricada” el agite es infernal, tremendo. Es una canción con una intensidad inversamente proporcional a su duración. En la parte del “matar, matar, matar, matar” llueven más botellas que nunca, el pogo es monstruoso. Cuando termina el tema, Mosca ayuda a un pibe lastimado en un pie a subir al escenario y a pasar al fondo. “Cuidado, chicos, pónganse las luces”, pide. Abajo, todavía cebado, el público se pone a cantar el estribillo de “Nunca seré policía”, de Flema.

Después de otro tema de excitación profunda, la banda se queda quieta, mirando para abajo. Hay sensación de tragedia inminente. Los músicos piden, a lo Eddie Vedder, que todos den un paso hacia atrás. De golpe, los plomos sacan a una mina desmayada. El Mosca larga un “y bueno, dale, ya fue”. Pablo dice "dale un vino o una bolsa para que mejore", y arrancan con otro tema.

Durante todo el recital está presente “el Colo de Ciudadela”, un amigo de la banda, que toma el micrófono cada tanto para decir que aguante Dos Minutos, que lo conoce al Mosca desde antes de que se hiciera famoso y que nunca había cambiado. Es un MC improvisado. Lo invitan a cantar en “Ya no sos igual” y el Colo entra muy a destiempo. Se pone a cantar durante la intro. Va embaladísimo por “y se olvidó de pelearse los domingos en la cancha”, cuando el Mosca recién empieza a cantar que Carlos se vendió. La potencia del grupo aplasta la intensidad deforme y desafinada del Colo. Cuando termina el tema hay mucha gente en el escenario, más de quince personas. Cada tanto aparece alguno que abraza al Mosca y canta a los gritos con él. También le convidan Termidor y birra. De golpe, el Colo se acerca al mic y tira un “a mí en un mano a mano nunca me ganó nadie”, en tono desafiante hacia alguien del público. Los plomos lo abrazan y se lo llevan por un rato. Enseguida vuelve.

El Mosca anuncia que están los pibes de Tukera, otro grupo de Valentín Alsina, listos para tocar. Ponja, el cantante de la banda, pide cerca de diez veces seguidas “un aplauso para los Dos Minutos” y pide perdón por la interrupción. “Pero están en el patio de mi casa, no podía no tocar”, se excusa. Hacen un set de cuatro temas en menos de diez minutos y se van. Mientras tocaban, los Dos Minutos los miraban en el escenario. Hay cada vez más gente arriba.

Al costado, sobre la pared del puente, un tipo de más de cien kilos, en cueros, revolea su remera y se pasa a los tubos del escenario. Mueve la estructura con su agite incesante hasta que alguno de los plomos le hace señas para que salga de ahí.

Para el cierre, a las ocho de la noche, arriba del escenario hay cerca de cuarenta personas. Los Dos Minutos son cinco. Cuando el show termina y la banda se baja bañada en un mar de aplausos, unos tres tipos empiezan a las piñas bajo las luces, que aún siguen encendidas. La gente no les presta atención, empieza la desconcentración. Algunos cruzan el puente para volver a Capital. La mayoría encara para el lado del Valentín Alsina profundo.

“Aún tenemos un espíritu fuerte, de hermandad”, cuenta Mosca. Reconoce que la banda suena más potente que en las primeras épocas y que en sus primeros tres discos agotaron el mensaje de odio a la policía y al gobierno. “Ahora hacemos punk rock y hardcore hablando de la vida cotidiana, esas cosas, historias que les pueden pasar a cualquiera. Siempre decimos ‘tenemos el mejor trabajo del mundo, hacemos canciones’, y ni siquiera es trabajo, es un placer.”

Publicada en el número 19 de la revista Rock Salta.

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(Foto: David Lescano, Facebook Guauchos)

No son tantas las bandas que transmitan identidad desde todos los frentes. Guauchos es una. Su rock folclórico progresivo psicodélico (por poner una etiqueta larguísima e innecesaria) los posiciona en un lugar destacado dentro del mapa emergente nacional. El origen formoseño de sus integrantes no pasa desapercibido. Se nota en los tererés en loop que consumen 24x7 y en su tonada transparente. También en los pequeños detalles que hacen a la obra. Por ejemplo, las tapas, realizadas por Marcos Ramírez, líder de la banda Nde Ramírez y hermano de Juan Manuel, baterista guaucho. Las portadas de Guauchos (2011) y Pago (2013) transmiten lo mismo que se escucha: una obra parida desde un lugar concreto, con sus características.

“A Pago lo preproducimos en una quinta allá, en Formosa. Y llevamos un sistema de microfoneo que no es trascendental en el disco, pero hay unos detalles. Y estábamos en la preproducción y nos metíamos por el monte. Una mañana estaban todos fisurados y yo estaba totalmente al pedo. Me puse los auriculares y me metí a caminar por el monte. Terminé grabando una familia de monos carayá, que andan por los árboles, arriba, se mueven en familia. Y eso está presente a full y es al toque de la ciudad. Después pasa eso de la música formoseña que suena. Hay compositores muy fuertes”, cuenta Juan Manuel, hablando sobre el componente local que existe en la banda.

Esa identidad no nace por casualidad ni en poco tiempo. Se trata de años de música mamada inconscientemente. “En mi casa había un disco que sonaba siempre. Mi viejo para hacer el asado ponía ese disco, cosas así. Era Transmisión Huaucke, de Jacinto y Peteco, que es un discazo, para mí es el Álbum Blanco del folclore. Lo escuchaba y ni sabía quién tocaba. Después, cuando fui más consciente de las cosas que me gustaban, empecé a rastrear el disco. Y ahora lo tengo en mi computadora, lo escucho. Es un disco tremendazo, que como terminás descubriendo después de quién es, primero entra por la música en sí”, dice Lucas Caballero, guitarrista y uno de los propietarios de la porteña disquería Mercurio, lugar clave para entender el rock independiente de estos años.

“A mí me pasó una cosa muy loca con Juanmi, el violero. Estábamos viajando y puso de su celu un disco de Ozzy de los noventa. Y automáticamente flasheé, porque mi hermano lo tenía en mi casa, en vinilo. Nunca supe que era de Ozzy, ni nada, pero de vez en cuando sonaba. Y lo sabía de memoria. Eso con el folclore nos pasa mucho. En casa había un disco de Domingo Cura muy bueno. Toda una sesión de temas súper percusivos. Y hay un tema que lo tengo re presente. Eso está a full. Después vino todo el grunge y aprender la historia del rock. Por eso, cuando pasó de irnos y volver a Formosa, y armamos la banda, la sinceridad musical gestó la identidad”, completa Juan Manuel.

- Una de las cosas que se nota que adquirieron del lado del folclore son las voces. Hoy el rock no canta tan bien.
- Juan Manuel: La banda tiene muchos frentes musicales bien armados. Y los más importantes son Fede (Baldus, cantante) y Lucas, que van juntos a todos lados y suena re lindo. Eso es producto de la historia que tenemos nosotros como banda, que son muchísimos años. Cuando estamos muy prendidos musicalmente fuego les falta lugar a las voces, por eso a veces salimos a tocar en un formato más acústico. Y es re lindo, porque están las voces adelante.
- Lucas: Nos gusta mucho una banda de Santa Fe que se llamaba La Cruda. Sus voces eran espectaculares. Y nosotros teníamos esa referencia de hacer un rock bien cantado, prestarle atención al detalle de la voz. De hecho, en Pago hay una reversión de “Mi flecha”, una canción del Negro (Rodrigo González), el cantante de La Cruda.
- ¿La identidad del grupo también va por asumir la música de donde uno es?
- L: Buscamos hacer un camino propio en la música. Investigarnos a nosotros mismos. Tocar, amasar cosas, probar. Los temas son casi todos progresivos, tienen varias partes. Jugamos mucho con eso y es lo que termina de darle el color a Guauchos.
- JM: Ahora el rock argentino está teniendo cada vez más bandas que tienen que contar su identidad. Es lo que nos diferencia de una banda de Ramos Mejía. Decir, bueno, somos de Formosa y tratamos de tener esa identidad.
- L: O los Saltimbankis, de Corrientes.
- JM: Claro, que hacen punk chamamecero. Tremendo. Son unos marcianos.
- L: Y está bueno porque es más honesto. Los pibes se bajan del escenario y son así, tal cual. El baterista cae con los platos adentro de una bolsa de supermercado. Son una tormenta.
- JM: Son totalmente diferentes a nosotros. Siempre decimos “ni en pedo tendríamos una banda así” (risas), pero nos gusta tanto porque hacen esa cosa punk. Y son re punk, pero son re correntinos. Tienen esa cosa que está buenísima. Hay muchísimas bandas que van por el camino de la identidad. Y creo que pertenecemos a esa nueva camada, que es federal y desmitifica un poco esa cosa de estar acá, en Buenos Aires. Que es un poco ambiguo, porque nosotros estamos acá, pero por suerte tenemos la posibilidad de ir y venir. Tenemos un poco de acá y de allá. Nos gusta esa posibilidad que tenemos, pero creo que en todo el país hay bandas, hay músicos, productores, periodistas, que están haciendo cosas con identidad sin pasar por Buenos Aires y con una escena re linda. Creo que el camino conduce hacia eso. Brasil tiene un circuito mucho más amplio, descentralizado. Nosotros estamos haciendo eso, que ya pasa. Ojalá cada vez sea más grande.
- Buenos Aires todavía pesa mucho a la hora de la difusión, quizás.
- L: Es donde están las fábricas que hacen las cosas. Acá se hace la prensa, la difusión, el trabajo técnico. En Formosa no hay estudios con las mismas capacidades que acá. Estuvo bueno venir acá, hacer el contacto y después llevarlos a todos a Formosa. Todos se comieron un asadazo, empanadas de yacaré.
- JM: Hay un ida y vuelta constante entre Buenos Aires y Formosa.
- Y la experiencia que ustedes recogen acá la pueden llevar a Formosa para que la escena se pueda desarrollar.
- JM: Exacto, nosotros somos parte de una escena, como la formoseña, que está buena. Y las bandas entendieron que se puede evolucionar, trabajar. Allá organizamos charlas, festivales, acompañamos a músicos amigos que están empezando. Eso está buenísimo.
- Quizás hoy las escenas regionales pueden aprender mucho de Buenos Aires fijándose en las movidas emergentes como Festipulenta, Festipez. Donde se mueven bandas independientes y autogestionadas. 
- L: Totalmente. Las chicas de Mercurio, Lucy (Patané) y Marina (Fages), empezaron a organizar el Festi Hermoso, en el Konex y en Matienzo. Y eso es otra escena donde generan, hacen autogestión y ganan un espacio más en las grillas de la ciudad. Y empiezan a aparecer otras bandas, como Las Taradas, que metió dos mil personas.
- JM: Nos pasa que tenemos muchos músicos conocidos y vemos a la escena del rock, del folclore, del indie, y todos proponen algo. Algunos con más calidad, otros con más empuje. Pero eso está pasando. Y aprendés. Pasa mucho en Buenos Aires y también pasa en el interior. Nos pasó en Corrientes, nos pasó en Córdoba. No fuimos nunca a Salta ni al Noroeste. Tenemos muchas ganas. La otra vez fuimos por primera vez a Santiago del estero.
- L: Tocamos con Vislumbre del Esteko. Santi Suárez es un compositorazo, estudiaba con Jacinto Piedra. El hermano también. Y fuimos a tocar con ellos, probamos sonido. Y preguntamos “che, ¿a qué hora subimos?”, “y a las tres y media”, “ah, ¿tocamos después?”, “no, no, antes”, (risas) “ah, ¿y vos a qué hora subís?”, “no, cinco y media, seis, antes no viene nadie” (risas). Está bueno eso, vas conociendo cómo es cada lugar.
- Y en este camino fueron aprendiendo y rodeándose de gente que los ayudó a crecer.
- JM: Sí, pero musicalmente y en la parte de la producción somos nosotros los que llevamos adelante el barco. A veces chocamos, nos damos vuelta. A veces parece que todo se está por terminar, pero por otro lado…
- Medio dramático. 
- JM: Sí, peor que unas novias.
- L: Re dramáticos. Somos un matrimonio cansado, pero con buen sexo (risas).
- Salva todo. 
- L: Claro (risas). Cada vez que tocamos nos volvemos a abrazar.
- JM: Sí, por ahí parece que todo está por colapsar pero sabemos que es así desde que tenemos nueve años.
- ¿Por ahí se agarran entre ustedes, se putean?
- JM: Sí, no lo cuento orgulloso, pero por ahí nos damos unos tortazos. Y en cualquier situación normal de banda, no pasa eso. Entonces uno lo vive tan intensamente que a veces vuelan unos platos.
- ¿Y por qué se agarran, por decisiones musicales?
- L: Por cansancio, viajes. No es que haya broncas. Sino que terminás reaccionando de la peor manera. Que al toque te arrepentís. Un matrimonio cansado (risas).
- JM: Pasa que tenemos tanta historia. Tenemos treinta años, y empezamos a tocar juntos a los nueve. Y uno ve eso. Yo ya tengo una hija. Pero la relación es emocional. Por ahí viene la gente y te dice “che, qué bueno que suena”. Y es porque está cargado de cosas buenas y de desgaste. De historia. Es parte de la banda.

Nota publicada en el número 20 de la revista Rock Salta.

Rocanroles sin destino

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Quiero contar la tristeza que estoy sintiendo.

Hace un par de noches me topé con un documental en Encuentro. No sé cómo se llamaba ni de qué se trataba. Vi menos de un minuto, pero me alcanzó para relacionarlo con lo que vengo pensando. Un tipo decía que su música era la que había escuchado durante la adolescencia, que él venía de ahí. Decía que para encontrar algo de solaz había que regresar a lo que nos había conmovido de jóvenes. En mi caso, es el rock argentino de hace quince años. El que forjó mis primeras ideas firmes, mi primera postura seria ante la vida. Hoy, además, me hace pensar qué pasa con las convicciones cuando empiezan a irse al tacho.

Vivir en una ciudad chica daba como resultado ser un entusiasta de las bandas del momento, que llegaban a través de los medios y (muy) cada tanto aparecían para tocar en vivo. Los discos que sonaban en esos años eran Despedazado por mil partes, La clave del éxito, Gol de mujer, Luzbelito, el compilado de Divididos que tenía el popurrí de Sumo, Todo por un polvo, Tercer arco, el debut de El Soldado, Dale aborigen, el disco de la estrella, Verde paisaje del infierno, La esquina del infinito, Libertinaje, Especial, Azul, Narigón del siglo, algunos de Attaque, Hijos del culo, los dos primeros de Dos Minutos. Lo más antiguo era Sumo, que venía por arrastre. Nos parecía la base junto con Los Redondos. No estábamos escuchando a dinosaurios oxidados, porque ésos próceres todavía no eran tan viejos: estaban sacando sus mejores obras. Y porque Andrés Ciro, Chizzo o Pity eran tipos jóvenes, muy parecidos a nosotros. O nosotros parecidos a ellos, porque adoptábamos su discurso. Estábamos encontrando nuestra manera de decir y pensar a través de las canciones y la actitud de esos músicos. Nos estábamos educando. 

El cartel “en contra” que mostraba el Indio en esa foto del año del orto era un gran mensaje, resumía muchísimas ideas. Sus palabras en las entrevistas sucesivas en Rolling Stone, el Sí y La García entre el 98 y el 01, después de esa apertura que fue la conferencia de Olavarría, fueron una biblia para muchos. Había que comprar las revistas, leerlas y aprender. Ese rock era el que mandaba en nuestras mentes sin internet. Ningún movimiento under prestigioso de medio snob. Ninguna banda local, el rock de las provincias casi no estaba desarrollado y no trascendía. Sólo bares con cerveza a un peso y compacts truchos rayados que saltaban siempre en la misma canción. No teníamos Rock & Pop, ni Cemento. No podíamos tomarnos ningún tren para ir a una ciudad cercana a ver un recital de un grupo que recién arrancaba. Sólo nos quedaba lo que nos decían que teníamos que escuchar. Y desde ahí partir. La curiosidad era más difícil de desarrollar. No siempre había 22 pesos para un CD original. Había que captar lo que se podía. Y a ése rock nos aferrábamos. 

Se suponía que la cultura del rock argentino de los noventa estaba bien, porque era nuestra. No era La Cueva, no era Seru Giran o Sui Generis, no era el punk porteño de los ochenta, no era la movida sónica, no era Soda Stereo, no era Spinetta. No era nada de eso, aunque todo estuviera relacionado. Era la revista La García saliendo cada jueves con sus reseñas de Aguante y Olor a faso. Era el Tanque diciendo que prefería un asado quemado a un sushi bien preparado. Era el Chizzo cantando no me convence ningún tipo de política. Porque los años menemistas tiraban esas señales: la política no. Entonces nos refugiábamos en las personas más creíbles, los maravillosos músicos que compartían la birra en la esquina con los pibes y nos decían que éramos todos iguales, arriba y abajo del escenario. 

Pero estaba mal esa teoría. Éramos todos iguales, pero cada uno cumplía su parte. Y a eso nosotros no lo entendíamos, nos creíamos protagonistas. Por nuestra ignorancia. Porque los medios lo fogoneaban. Y los músicos también. Hasta hoy, 19 de noviembre de 2014, no leí ninguna revista rockera, ésas que ahora me dan laburo, que haya hecho un mea culpa, cuando todas, todas las putas reseñas, hablaban de una fiesta, de misa. No leí a ningún periodista de esos medios decir yo me siento responsable. Las tapas de los discos mostraban bengalas, el Indio cantaba sobre las banderas y el fuego en tu corazón, los cronistas ensalzaban el ritual. Todavía, después de Cromañón, seguimos siendo el mejor público del mundo. 

Yo sí quiero decir algunas cosas. Voy a decir que cuando me tocó hacer crónicas de recitales masacré a Callejeros por haberse hecho los pelotudos post tragedia y haber sacado discos a precios muy altos, y no tuve los huevos ni la inteligencia para decir que el Indio Solari estaba cobrando entradas carísimas y permitiendo, otra vez, el uso de pirotecnia al aire libre. Y nadie más dijo nada, porque al aire libre estaba bien. Otra vez festejamos el colorido. Otra vez la muerte. Miguel Ramírez.

Me cuesta renegar del folclore de las bengalas y las banderas, decía Carlitos. Indio, hacete cargo de que incentivaste el uso cuando ya se habían muerto 194. Ahora son 195. Andrés Ciro, hacete cargo de que con tu listado de trapos al final de los recitales seguís motivando a ese protagonismo innecesario. A nadie le importa de dónde viene tu público. Qué importa el barrio, si somos todos iguales. Háganse cargo de que una bandera gigante sobre el campo le quita el aire a los que están abajo, que algún día alguien se puede desmayar por eso. Y el origen es el mismo: el aguante, la falta de conciencia.

Hagámonos cargo, los periodistas especializados que escuchamos St. Vincent pero escribimos sobre Guasones, que somos unos tibios de mierda. Que en Twitter nos burlamos de bandas que después ponemos en tapa. Nosotros también fuimos y somos responsables de todo lo que pasó. Por acoplarnos al no pensar que cantaba Mollo en “La ñapi de mamá”. 

Voy a decir que me siento un pelotudo por no haberme dado cuenta de nada, por haberme reído como un gil cuando me enteré de que la bengala que un compañero de colegio había llevado a un recital en octubre del 2000 había vencido en 1988. 

Nunca supe usar una bengala, tampoco tuve una en mis manos. Pero es lo mismo. No estuve en Cromañón, pero me sentí parte del público ese 30 de diciembre. Porque éramos todos iguales. 

Éramos todos tan iguales que Cromañón le podría haber pasado a cualquiera. No eran solamente Callejeros, Chabán, Ibarra y los inspectores. También éramos nosotros. Era la cultura del rock de los noventa. Nuestros mandamientos. Todos fuimos, todos somos, todos podemos ser. 

Y quiero contar la tristeza que estoy sintiendo porque lo que pasó con los que fueron a ver a Callejeros el 30 de diciembre pasó también con los que estábamos a muchísimos kilómetros de ahí, mirando por televisión, durante toda la noche, sabiendo que podríamos haber estado en su lugar. 

Por eso me da muchísima bronca que haya gente que opine que lo que mató a los pibes fue la corrupción y no las bengalas o el rocanrol. Tapados con una venda de fanatismo que no aporta nada más que divisiones estúpidas. Muchos de los que cantan eso eran chicos cuando todo sucedió. Están alimentando ahora el solaz de su futuro. Y si lo hacen pensando que estaba fenómeno prender bengalas, porque ellas no mataron a nadie, vamos a tener otro Cromañón. Porque no es el cómo, es el qué. Si seguimos creyendo que no tuvimos nada que ver con la tragedia vamos a terminar en el mismo lugar. 

El 30 de diciembre de 2004, los de mi generación nos hicimos adultos, escépticos, perdimos gente y convicciones, nos dividimos, nos peleamos y nos separamos. Nunca nos vamos a olvidar de lo que pasó esa noche ni dónde estábamos cuando nos enteramos. Vimos cómo Callejeros adoptaba una actitud imposible, como su canción, y renegaba de lo que defendía. Vimos cómo Chabán era señalado de manera exagerada como un especulador hijo de puta, amigo de la codicia durante toda su vida, cuando la mayoría de los músicos dice lo contrario.

Aunque suene exagerado (y pido disculpas si estoy diciendo una boludez, pero así lo siento), creo que Cromañón, para nosotros, fue como la dictadura militar para la generación de los setenta. Nos aniquiló desde el punto de vista físico e ideológico. Para los que crecimos y nos educamos bajo el manto del rock argentino de los noventa, Cromañón fue la piña en la cara que nos dijo hasta acá llegaste. Nuestra música estaba rodeada de una cultura que nos asesinó, en gran parte por culpa nuestra. Me siento tonto y triste, con ganas de llorar, como un boludo. Porque lo que consideré toda la vida como algo sagrado, que me enseñó a moverme por la vida, fue pisoteado por los mismos que decían defenderlo. 

Hoy sólo vivimos una parodia de los años maravillosos. Hacemos el viaje, comemos el asado, regamos todo con fernet, coreamos los hits y rogamos que se vuelvan a juntar. Nos quedamos atrapados, no podemos soltar. No podemos apagar la máquina de sufrir, como canta Pez en su último disco. Y la contradicción está ahí, todo el tiempo, diciéndonos que fuimos inconscientes, que no estaba bueno hacer el aguante todo el día. Capusotto se nos caga de risa. El indie nos desprecia, nos dice cabezas. Nosotros les decimos caretas. No nos damos cuenta, ni ellos ni nosotros, de que somos lo mismo. 

No termino de entender por qué nos volvimos una generación tan cerrada, si en general teníamos como referentes a tipos que en su obra demostraban lo contrario. Creo que fue porque teníamos miedo a perder. El no cambies nunca era “seguí siendo eso que me representa, no me dejes solo”. Y por el miedo adolescente a que nos digan vendido, ya no sos igual. 

De todas maneras, todavía quiero conservar la inocente convicción que afirma que los artistas son los que marcan un camino a través de un mensaje, de una actitud y una postura ante la vida. Pero ya no creo en la esquina, en el barrio o en el aguante. Creo en la apertura, en los caminos cruzados, en la paciencia, en el tiempo, en que cambiar siempre es bueno y necesario. En que tenemos que aprender de los que admiramos, pero no comprar todo el combo. Que eso es sólo un punto de partida para ser uno mismo. 

Si tenés menos de veinte años y estás leyendo esto, no pienses que sos auténtico y que el resto está mal. No pienses que la vida tiene máximas irrefutables. Cuidate de tu propia sabiduría, escribió Korneta. Date cuenta de que no hay ídolos, sino actitudes que enseñan. Que hasta el más hijo de puta puede aportarte algo bueno si lo sabés notar. Dudá pero no seas cagón. No lastimes al que tenés al lado. No crucifiques a nadie de manera tajante, vos podés estar en su lugar. Pensá que si no hacés las cosas, nadie las va a hacer por vos. Trascendé con algo más que un fanatismo, eso sólo conduce a ser un tipo que no acepta lo distinto. Y lo distinto es lo que te hace mejor. 

Distinto también se llama la canción que estaba tocando Callejeros el 30 de diciembre de 2004. Dice hoy vine hasta acá a consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme. A ser idiota por naturaleza y caer siempre ante la vaga certeza de que en esta tierra todo se paga.

Pedal a fondo, tierra adentro

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Viernes, 2 de diciembre de 2011, Estación de Servicio Shell Terminal Salta, 00.20 hs.

Alejandro está a diez cuadras del lugar, llegando en su Chevrolet Vectra color bordó. Trae en el baúl una carpa, una parrilla, dos sillas plegables, dos colchonetas, una conservadora grande con capacidad para 34 litros y la incertidumbre absoluta sobre quiénes serán sus compañeros de viaje hasta Tandil, provincia de Buenos Aires, a casi dos mil kilómetros de distancia.

Es una noche apenas fresca, una muestra gratis del frío del día anterior, cuando el gris se había apoderado de la ciudad, cubriéndola de agua, oscuridad y un viento que no se correspondía con el comienzo del último mes del año. A esta hora, el cielo ya se despejó, dejando que las nubes le den paso a una incipiente luna llena.

Hoy, el Servicio Meteorológico anunció un clima agradable para el fin de semana en Tandil, con temperaturas que no deberían pasar los 25 °C.

Aún quedan muchas horas por transitar antes de que comience el último recital del año del Indio Solari, pero ya es hora de partir. Los miles de kilómetros que separan ambas ciudades obligan a pedir días libres en el laburo, cargar varias mudas de ropa y tener el dinero suficiente como para sobrevivir, al menos, tres jornadas fuera de casa.

Tres meses después de su último show, en Junín, el Indio volvió a convocar a sus seguidores para la que será la última presentación de El Perfume de la Tempestad, su tercer disco solista. Para muchos ricoteros, el viaje implica una experiencia ya vivida antes que mantiene la expectativa por su intensidad. No se trata sólo de un concierto. Es un retiro espiritual inverso: acá no habrá tranquilidad ni introspección, sino todo lo contrario. El sentimiento de los verdaderos fanáticos saldrá a la calle a emocionarse y decir que cada concierto puede significar una de las cosas más importantes que existen en su vida.

Desde que se volvieron masivos, a mediados de la década del noventa, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota se convirtió en el grupo más importante de la historia del rock argentino, el que más paredes tiene a su favor, el que más seguidores posee, a pesar de llevar más de diez años de inactividad. Solari, la estampita, se quedó con la mística del folclore ricotero: el viaje, los shows masivos y la grandilocuencia. Algo que muchos acusan de ser apenas un cúmulo de infradesarrollados cantando ebrios, fumados, merqueados y desaforados letras que no terminan de entender, escritas por un burgués que la va de popular.


“Volvés, pero no dejas de lado las cosas que aprendiste allá afuera, y quizás hoy te vuelvas a marchar” (La Renga, “Un tiempo fuera de casa” – Inédito jamás grabado en estudio. Registrado en vivo en 2001).


A la una de la mañana, Alejandro, Matías, Damián y Tonio parten hacia la provincia de Buenos Aires. Ninguno se conoce entre sí. Después de juntarse azarosamente y haber coincidido en el viaje gracias a amigos en común que los ubicaron, o por avisos en Facebook, los cuatro se alistan para partir. A diferencia del conductor, los tres pasajeros del Vectra no llevan carpa, conservadora o parrilla. Apenas una mochila cada uno con dos o tres cosas quizás indispensables (remeras, ojotas, galletitas, picadillo, fernet) y nada más. Tampoco tienen su entrada, que por primera vez en Tandil será limitada. Nada de los océanos humanos de cien mil personas que poblaron el pueblo en dos oportunidades anteriores (2008 y 2010). Por decisión del Indio y sus productores, el Hipódromo de Tandil, una ciudad con una población de 123,529 habitantes según el Censo del 2010; “apenas” podrá recibir a ochenta mil feligreses.

Alejandro es claro desde el primer momento: va a detenerse las veces que sean necesarias (“no tengo ningún problema, ustedes me dicen y paramos”) pero nunca va a dejar de exigir que los cinturones de seguridad estén puestos. A lo largo de las 48 horas de viaje que comienzan (entre ida y vuelta), será un chofer responsable digno de cualquier spot de campaña vial. No va a tomar alcohol ni comer durante horas para no desenfocar su atención en la ruta. Apenas tomará Coca Cola de una botella de medio litro y va a coquear constantemente, además de fumar Philip Morris y dormir una siesta de cuarenta minutos en Córdoba, el viernes a la mañana.


“Eso lo querías ver, en este viaje todo lo podrás hacer. Andarás bien por la 66” (Pappo, “Ruta 66” – Cover del tema popularizado por Chuck Berry).


Mientras tanto, Matías, Damián y Tonio se organizan comprando Coca, Branca y hielo en un drugstore ubicado a la salida de Salta. En la madrugada del viernes, los precios se pueden disparar, por eso es que a la encargada del local que los atiende no se le cae la cara al decir lo que cuesta el fernet de litro. “¿76 pesos?”, pregunta Matías, mientras se da vuelta, mira a sus compañeros y dice “entonces llevemos uno de tres cuartos”.

Hecha la compra, comienza definitivamente el viaje y empiezan a revelarse las personalidades y datos de cada uno de los ocupantes. Alejandro es salteño, pero vive en Jujuy. Casado, 34 años y dos hijos. Es dueño de un hostel que el mismo se encargó de construir, haciendo uso de su experiencia como albañil. Fanático de Central Norte, sigue al equipo a todos lados. Llegó a desviarse cientos de kilómetros en plenas vacaciones familiares para asistir a un partido. Su bandera ricotera lleva el escudo del club y la ropa que usará durante el fin de semana también responde a ese amor incondicional.

Matías, 26 años, empleado municipal de Orán. Vio por Facebook que Alejandro contaba con una vacante y no dudó en pagar los 94 pesos que cuesta el pasaje desde su ciudad hasta la capital jujeña. Hiperactivo y extrovertido, se ríe todo el tiempo, se emociona con facilidad y resalta que lo importante es disfrutar, no la plata que cueste. Es el único que compartirá el viaje completo con Alejandro (Jujuy – Tandil) y al haber subido primero ostenta el puesto de copiloto.

Damián, periodista deportivo, 27 años, salteño. Nació un 4 de agosto, exactamente 17 años antes del último show que dieron Los Redondos, en el Chateau Carreras de Córdoba. Tipo amable y callado, durante todo el fin de semana vivirá pendiente de las actualizaciones de Facebook. Su adicción a la red social es tan grande que sólo a la hora de dormir dejará de estar conectado. Su desesperación por conseguir un enchufe y cargar el Blackberry resultará triste por momentos, para derivar en una pseudo ternura que se producirá al verlo dormido aferrado a su aparato cada vez más apagado.

Tonio, 19 años, salteño, estudiante de Enfermería. Su juventud inexperta sólo es comparable con sus ansias de recuperar el tiempo perdido. Esclavizado por sus padres estrictos y poco amigos del rock y los recitales, su vida transcurrió entre las ganas de hacer cosas y la impotencia por no poder realizarlas. A los 18 decidió rebelarse y mandó al diablo a sus progenitores. Ahora, viaja por segunda vez consecutiva a un show de Solari (fue a Junín en septiembre), fuma y escabia en continuado.


“Mi buena estrella guía no me abandonará. Nada tengo que perder y nada que ganar. Yo prefiero desafiar al destino y recorrer los caminos de la libertad” (Skay Beilinson, “En el camino” – Editada en 2010).


“No se duerman, loco. Tenemos que hacer el aguante”, les dice Matías a sus compañeros de ruta, arengando todo el tiempo; sin percatarse de que el Fernet, el cansancio acumulado y la madrugada los van a terminar tumbando a todos. Matías, Damián y Tonio se van a turnar involuntariamente en el viaje para dormir con la boca abierta, como Homero Simpson a los 17 años, cuando se quedaba escuchando a Queen. Durante las horas de manejo en las que los demás claudican, Alejandro sólo estará acompañado por una selección de rock argentino acorde a la cita, la banda de sonido perfecta para el asistente promedio a los recitales de Solari.

A diferencia de los clásicos temas de ruta que se supone que deben sonar en una travesía similar (Creedence, Steppenwolf y su “Born to be Wild”, los Stones), el soundtrack sine qua non para asistir a un show del más puro rock argento nac & pop son las bandas surgidas en los noventa que responden al legado de Luca Prodan y Pappo: La Renga, Los Piojos, Divididos, Las Pelotas, Bersuit Vergarabat, Los Gardelitos, Hermética, Viejas Locas, Intoxicados, La Vela Puerca (uruguayos infiltrados) y, a pesar de muchos, Callejeros y Las Pastillas del Abuelo.

Los grupos ubicados en el target “barrial” o “chabón” por un periodismo necesitado de carátulas que diferencien una música que tuvo su apogeo en el menemismo, poseen el mismo estigma que muchos le asignan a Los Redondos y (especialmente) a su público. Es una escena que se alimentó a sí misma yendo a contramano de los preceptos básicos del glamour y el estrellato que pregonaban muchos, haciendo rockera a la austeridad, bandera la humildad del laburante y careta la pose y el disfraz; utilizando la realidad social de un país eternamente golpeado para nutrir sus letras. “Somos los negros, somos los grasas, pero conchetos no”, cantan a garganta pelada desde hace años todos los fanáticos. Hacen ley la frase de Tanque Iglesias, el baterista de La Renga, que aseguró preferir un asado quemado a un sushi bien preparado.

Las máximas de ese rock las empezó a dictar el Carpo en los setenta, con su rock suburbano y desprolijo, que no le importaba estar un poco sucio (sin glamour) mientras su cabeza fuera eficaz. Prodan, en los ochenta, también sentó bases al asegurar desde la pieza de una pensión mugrosa que lo único importante en la vida eran las cosas afectivas: los amores y no las posesiones. Algo similar a lo que pregonó el propio Indio en “El tesoro de los inocentes”, la canción que le dio título a su primer disco solista: “Si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía”. Hace poco, Germán Daffunchio, cantante de Las Pelotas, y compañero de Luca en Sumo, dictó una frase que resumió la otra parte de la teoría del rock argentino que llena estadios: “No sé qué es una estrella de rock. En la Argentina me parece que las estrellas de rock son unos payasos. Estás en la Argentina, loco. Es un país que está destrozado, hecho mierda, no da para creerse una estrella, me parece la estupidez de un patético”, declaró en una revista Soy Rock del año 2005, cuando los principios ya habían sido declarados hace tiempo.


“Si no te gusta lo que ves, andate a vivir a Nueva York. Si no te gusta cómo soy, andate a morir a Nueva York. Caretas, caretas, caretas, caretas” (Los Gardelitos, “Gardeliando” – Publicada por primera vez en 1996).


Viernes, 2 de diciembre, Villa María, Córdoba, 14.30 hs.


Damián acaba de contar por Facebook que por veinte pesos se compró una porción de tortilla de papas en una rotisería. Está al lado de Tonio, que compró empanadas por tres pesos cada una en el mismo local (“Disculpe, ¿cómo son las sanjuaninas?”). Los dos esperan que Alejandro y Matías vuelvan de parchar la goma que acaban de pinchar después de haber pasado por encima de un clavo que estaba tirado en el piso de una estación de servicio, mientras cargaban gas oil por enésima vez. Debajo de un árbol, los dos se escudan del fuerte sol de la zona mediterránea. A pesar de las ansias de cerveza y aprovechando la situación de estar en la tierra de la Mona Jiménez, lo que sale es Pritty Limón.

Una hora después de partir en busca de gomerías, Alejandro y Matías vuelven con el problema resuelto, calor, hambre y treinta pesos menos. “Uno me quería cobrar 200, te ven en un auto grande y creen que estás lleno de guita”, protesta Alejandro, mientras continúa con su dieta de líquidos sin alcohol.

En esta nueva etapa del viaje, Alejandro optará por caminos alternativos, rutas provinciales angostas y poco transitadas para poder llegar lo antes posible a Tandil, sin tener que cruzarse con la caravana ricotera. Entonces, los vehículos a sobrepasar serán cosechadoras, tractores, sembradoras y camiones que transportan todo tipo de máquinas agrícolas en medio de un campo sembrado a ambos lados, eternamente. La región pampeana en su máximo esplendor: la zona más rica del país, con chicas bien alimentadas (“Yo me vengo a vivir acá, loco.”), guita en cantidades considerables y la tonada cada vez más porteña. Sin dudas, las canciones obvias para musicalizar el trayecto pueden ser únicamente las de Almafuerte.


“Escucho a las rutas llamarme. Son voces graves que me invitan a rodar. Dicen extrañar mi errante andar. Pedal a fondo, tierra adentro” (Almafuerte, “Convide rutero” – Publicada en A Fondo Blanco, de 1999).


A las siete de la tarde, el Vectra ya está en Junín. “Hace tres meses ya hubiésemos llegado”, dice uno, pensando en el recital anterior. Todavía quedan unas tres horas de manejo hasta Tandil y más de 24 para que comience el show. Los tiempos dan, por lo que Matías propone conseguir en esta ciudad todo lo necesario para sobrevivir y no competir con los ochenta mil restantes, que sin dudas saquearán todos los almacenes tandilenses. “Compremos la carne y lo que haga falta acá, así llevamos todo listo y apenas llegamos hacemos el asado”, dice y todos muestran su aprobación. Desde que partieron, los viajeros desconocidos hicieron buenas migas, pegaron onda y se llevan bien. “Es increíble, sólo Los Redondos pueden lograr estas cosas. No nos conocemos y está todo bien. Vamos a disfrutar lo mismo”, es la frase de Matías que resume el pensamiento general.

El ticket del Chango Mas de las afueras de Junín es contundente: casi 500 pesos entre carne, morcillas, chorizos, pan, agua, Coca Cola, fernet, carbón, hielo y una gorra para Matías, que descarta la anterior que llevaba puesta. “Con esto comemos hasta que volvamos a Salta”, dice Alejandro.

Otra vez a la ruta, la recta final. Alejandro está manejando hace veinte horas y más allá de una pequeña siesta, no quiso descansar en ningún momento. Y le va a sobrar aguante, porque el poco tiempo que supuestamente faltaba para llegar a destino se duplica después de tomar una ruta equivocada y hacer 200 kilómetros de más. De golpe, el Vectra está cerca de Olavarría, localidad poco querida por los ricoteros después de que el fallecido intendente Helios Eseverri prohibiera la presentación de PR horas antes del comienzo del show, con muchos seguidores ya en la ciudad. El hecho produjo la única conferencia de prensa que brindó la banda, un momento mediático que le sirvió a Solari para mostrar su gran capacidad dialéctica frente a todo el país. Un ladrillo más en la pared del mito.

Pero ahora no hay prohibiciones ni conferencias. Hay incertidumbre sin mapas ni GPS. Alejandro, como en todo el viaje, recurre a los playeros de la estación de servicio de turno para informarse sobre el camino que debe recorrer. El viejo de la Petrobras sabe lo suficiente como para que esta vez sí, Tandil deje ver sus luces a través del parabrisas.

A la una de la mañana, exactamente un día después del haber partido, los cuatro ricoteros completan la ida.

Es la noche previa al show y muchos seguidores ya están instalados. Las carpas y los autos se amontonan cerca de la colectora de la Ruta 226, rodeando la “zona de cantinas” o “del aguante”, como le llaman los organizadores al sector donde se concentran los negocios improvisados de comida, remeras, bebidas y souvenires rockeros. El Hipódromo está a pocas cuadras pero todavía nadie intenta entrar. Es momento de asados, escabio y música.

El Vectra se ubica sobre el pasto, al lado de unos pibes que están exactamente en la misma pero llegaron antes. Son cuatro entrerrianos, de Gualeguaychú, y están asando unos choris mientras ¡Bang! ¡Bang!... Estás liquidado suena una y otra vez desde el auto que los trajo.

En cinco minutos, Matías los encara y los atrapa con cordialidad ricotera: les regala cuatro fasos armados durante el viaje y antes de que se den cuenta ya les está comiendo uno de los choripanes y empieza poner la carne comprada en Junín sobre su parrilla (la de ellos).

La noche es fría y está lista para recibir a la marea humana. ¿Vendrán muchos? ¿Respetarán el límite de ochenta mil personas? Los puestos de venta, ya instalados ¡y con la carne lista! Indican que sí, se va a llenar. Otra vez una localidad argentina verá doblada su población en unas horas, gracias a la fidelidad interminable que existe para con Carlos Alberto Solari.  

Los salteños y los entrerrianos ya son amigos momentáneos. Comparten carnes, discos, escabio, sillas plegables y la ansiedad por el recital. La diferencia de horas de viaje entre uno y otro grupo se hace sentir a la hora de la trasnochada. Mientras Alejandro y Tonio caen rendidos en la carpa y en el auto, Matías y Damián siguen con el Fernet alrededor del fuego, pero tranquilos, sentados. Los de Gualeguaychú, en cambio, están on fire: se cruzan a un cabaret y vuelven a la media hora. “¡Nos garchamos una gorda dominicana! Salimos haciendo trencito y todos nos aplaudían”, cuenta uno de ellos, el mismo que durante la comida relataba los planes de convivencia con su novia.


“El doctor dice que mucho rock and roll me puede hacer mal. Yo le digo ‘gracias, doctor, nos vemos la semana pasada’” (Intoxicados, “Se fue al cielo” – Publicado en 2001).


Sábado, 3 de diciembre, Tandil, 8.00 hs.


El frío no está más. El sol pega fuerte y amenaza con ir mucho más allá de los 25 grados pronosticados por el Servicio Meteorológico. Al despertar, Alejandro y Tonio se encuentran rodeados. La relativa tranquilidad de la noche se interrumpió cuando empezó a llegar el grueso de los ricoteros en colectivos de todas las marcas y modelos, algunos lujosos y otros destrozados. Autos, combis y motos completan el panorama. Ahora sí, los puestos venden a toda hora. La música aparece a niveles proporcionales. A medida que se transita el predio delimitado para el aguante, las canciones de Patricio y las del Indio se van a fundir y a pelear por sonar, provocando pequeños y numerosos sectores de agite. Así, en una vereda habrá treinta personas cantando “Juguetes perdidos”, mientras que a unos metros otros tantos se emocionarán con “Flight 956”.

Durante el día, Matías, Tonio, Damián y Alejandro (que al dejar de manejar se acopló a la rutina etílica) terminan de cocinar la carne conseguida el día anterior y combaten el intratable sol con Branca y cerveza, llegando en algunos casos a estados complicados: Damián se va a quedar dormido al sol a las tres de la tarde (con el Blackberry en la mano) y no va a percatarse del robo de la última botella de fernet (Durante el viaje de vuelta, Matías va a desmentir esa versión: “¡Qué robo! ¡Los chupamos a todos!”).

El resto de los ricoteros vive momentos parecidos hasta la hora de ingresar al predio. La comunión entre los seguidores de todo el país y el exterior que llegaron a Tandil es perfecta y variada. Acá hay minitas rockeras de fin de semana, chetos que llegan en avión, laburantes que se quieren matar cuando el Indio toca seguido por miedo a no llegar a juntar la plata necesaria para asistir; y tipos densos de verdad. El pastiche forma una masa coherente. Los Redondos le cantaron a la marginalidad parados desde un pedestal de elegancia y el Indio siempre asegura tener amigos “en el cielo y en el infierno”. Toda la gente está únida por Solari, que a los 62 años es cada vez más El Viejo Carlos. Ese hombre que ya está de vuelta, que empezó a mutar desde que decidió mudarse a Parque Leloir y olvidar la bohemia. Abandonó la vida trasnochada y puso el despertador a las seis de la mañana. En el escenario, El Viejo Carlos es un hombre de buen humor que emite comentarios de una intimidad notable que se contradicen con el misterio que transmite desde su clásica postal de lentes oscuros.


“América, debo estar en América del Sur, ¡bien al sur! Garantizado” (Las Pelotas, “Capitán América” – Editada en 1994).


A las ocho de la noche, la mayoría de la gente ya está dentro del Hipódromo. Las siete pantallas repartidas entre el escenario y las distintas torres ubicadas estratégicamente transmiten mensajes anti bengalas, a favor de la identidad y piden justicia por Walter Bulacio. Durante la previa se lanzaron muchos tres tiros y bombas de estruendo y se teme que se encienda pirotecnia también a la hora del show. Cromañón mató a 200 y este año falleció alguien más, pero algunos parecen no entender del todo.

Los cuatro salteños están repartidos por el predio. Durante la complicada entrada se perdieron y van a tener que disfrutar el show por separado. El ingreso se vio afectado por el nerviosismo de los miembros de seguridad, la falta de comunicación de algunos organizadores, la poca tolerancia de la Policía bonaerense y las ganas de colarse como sea de cientos de personas. 

Ya adentro, desde las 22 hs., Solari demuestra nuevamente que la travesía es justificada. Sobre un escenario de primer nivel, secundado por quizás la mejor banda que acompañe a un solista argentino y con un repertorio variado entre temas nuevos (“Satelital”, “Chante Noire”, “Vino Mariani”, “Torito es muerto”, la notable apertura de “Todos a los botes!”), clásicos ricoteros inesperados (“Superlógico”, “Fusilados por la Cruz Roja”, “Nueva Roma”) y standars (“Pabellón séptimo”, “Martinis y Tafiroles”, “Un ángel para tu soledad”, “Flight 956”, “Juguetes perdidos”, “To beef or not to beef”); el Indio cierra la presentación de El Perfume… y se despide hasta “septiembre o diciembre” del 2012.  “A ver si una vez más hacemos temblar una ciudad”, dice sobre el escenario antes del inevitable cierre con “Ji ji ji”.

Tras las dos horas de concierto, la gente comienza a pegar la vuelta. El cansancio contenido se exterioriza después del show y no hay puesto de comidas que mantenga su stock por más de media hora. La vuelta del frío hace que todos se guarden en sus vehículos.

Mientras tanto, los cuatro salteños esperan dentro del Vectra hasta las seis de la mañana para salir a la ruta. “Ahora debe ser un quilombo”, justifica Alejandro, antes de caer rendido en su asiento.


Lunes, 5 de diciembre, Estación de Servicio YPF, Avenida Bolivia, Salta, 7.00 hs.



Después de dejar a Tonio y a Damián en la puerta de sus casas, Alejandro y Matías están cargando gas oil por última vez. Bajo una lluvia torrencial, los dos viajeros se aprestan para hacer la parte final del tramo. Una vez en Jujuy, Alejandro se irá a dormir y Matías se subirá al Balut que por otros 94 pesos lo depositará nuevamente en Orán. Antes de despedirse, cuando todavía estaban los cuatro, y después de haber compartido tres días viviendo a fuego la experiencia más intensa que puede ofrecer el rock argentino actual; el copiloto tiró otra sentencia y nadie puede estar más de acuerdo: “La próxima vez venimos todos juntos de nuevo.”

Nota publicada en el número 8 de la revista Rock Salta, de diciembre de 2011.

No tengo nada que ver con tu idea del rock

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(Doma, de El Perrodiablo, agita el escenario principal)

En el día uno de Cosquín Rock 2015, el sábado 14 de febrero, El Perrodiablo arranca cerca de las cuatro y media de la tarde en el escenario principal, ante muy pocas personas. Hace un set de media hora que confirma lo que se dice de la banda en el under porteño platense. Doma, su cantante escatológico, mezcla de Iggy Pop con el humorista Campi, hace lo que tiene que hacer: conduce un espectáculo que lo va a depositar por fuera de los límites impuestos por las vallas, agitando entre el público. Los demás músicos arengan, dicen que no importa la cantidad de gente, importa la entrega. Eso es El Perrodiablo: delivery de crudeza irresistible.

Antes habían tocado Los Echeverría y Uneven, las bandas del dueño de Key Biscayne y el ex basquetbolista Fabricio Oberto. Con ellos, Cosquín confirmó que sus primeros momentos de cada año son para grupos de gente con guita, famosos, o amigos de la organización.

A las seis de la tarde, Pez patea a la cabeza. Minimal no dice nada. Tocan cuarenta minutos de profunda intensidad, con pocos momentos introspectivos como “Todo lo que ya fue”, la mejor canción del rock argentino 2014. Franco Salvador dice “gracias” como si estuviera pidiendo disculpas. La banda termina con “Introducción, declaración, adivinanza”, que dice “no tengo nada que ver con tu idea del rock”. Suena justo antes de que empiece el set de La Beriso, el sigue siguiendo del rock chabón, que no aprende más que a las banderas hay que izarlas a la mañana en el colegio, durante la infancia, para dejarlas para siempre en la adolescencia, donde no está la libertad.

Sambara la rompe en la carpa C Rock. Esos pendejos se ríen arriba del escenario porque se dan cuenta de que forman parte de una banda enorme que puede dar mucho más. Hernán Casciari lee media hora en la carpa auspiciada por Pepsi y conmueve, es gracioso, llena, lo aplauden. Hace que parezca tan fácil escribir. Tiene vaivenes. No todo lo que lee tiene el mismo impacto. Algunos textos parecen innecesarios. La mayoría triunfa. Además tiene fans que saben cuáles son los cuentos con sólo escuchar sus títulos. Dicen wow, como cuando arranca un tema en un Unplugged de MTV de los noventa. Wow y aplauso. Luego silencio y risas, más silencio y aplauso final.

En el escenario dos, auspiciado por Movistar, Lumumba recuerda que Fidel Nadal podía hacer proyectos interesantes. Después de Humo del Cairo, los herederos de Los Natas, Carca calienta motores en la Pepsi antes de subir con Babasonicos en el principal, donde Andrés Calamaro se deja empapar por la lluvia y por el clamor de miles de personas que lo ven actuar por primera vez en el festival. Cierra con “Sucio y desprolijo”, a diez años de Pappo. 

El día dos no existe. Es pura agua que no para de caer. Los ríos cubriendo las rutas, aislando pueblos, inundando calles, deformando ripio, azotando campings, matando gente, suspendiendo conciertos. 

El día tres es Mariana Päraway tocando sola con una acústica, intentando meter sus canciones hermosas en los oídos de los treinta que estamos en la carpa escuchándola, a pesar de tener a Molotov de fondo grabando su disco en vivo. Mientras la mendocina hace los temas de sus dos álbumes, los mexicanos buscan la forma de ser algo más que la copia de esa banda que era original en 1999. No les alcanza con el volumen al mango.

Guauchos y Sig Ragga, formoseños y santafesinos, son el futuro del rock argentino. O su presente, mejor. Hay que verlos ahora. Verlos ayer. Verlos siempre. Como a Pez. Como al Perrodiablo, Humo del Cairo y Sambara. Como a las bandas que tienen algo para decir. 

Bill Hicks es el protagonista del decepcionante show de stand up de Roberto Pettinato, plagado de lugares comunes con bardeos a Tan Biónica y Arjona. Al menos dos momentos graciosos del monólogo son un choreo al estadounidense fallecido hace 21 años. 

Ya de noche, al costado del predio, a la altura del escenario principal, la Policía detiene a un tipo, con precintos le ata las manos atrás de la espalda, lo obliga a mirar para abajo, manteniendo la frente apoyada en un poste durante más de una hora, como si fuera un caballo atado en la puerta del saloon. Lo veo mientras camino hacia la carpa de prensa, ubicada atrás del escenario. Me quedo mirando y los canas me dicen que circule. Están vestidos de civil. Me acerco a otros policías de uniforme que observan la escena a dos metros, les pregunto qué pasa, por qué no actúan ellos. Me contestan que los otros también son policías. Les digo que no tienen identificación. Me dicen que no importa, que se es policía las 24 horas del día. Me toman por pelotudo. Uno de los de civil me ve hablando y se viene al humo, me dice que es el cabo no sé cuánto, que qué me pasa. Le digo me parece raro todo esto. Me dice que no es raro, que no tengo nada que averiguar. Me dice que me va a sacar de testigo. Que vamos, dale, vení. Le digo que no, no, no, que no tengo documentos. Mentira. Me aprieta. Me abstraigo de lo que está sucediendo y mientras contesto en realidad estoy pensando, intentando combatir mi propio miedo. Estoy cagado, no quiero ponerme nervioso porque cuando lo hago se me nota y comienzo a temblar exageradamente. Intento controlarme. El cabo me apura con su remera apretada en los hombros anchos, con el pelo al ras de todo milico. Me mira a los ojos, fijo, me habla rápido y fuerte. Tengo miedo y pienso en el pibe que se murió yendo a ver a La Renga en un pueblo cercano y me siento muy pelotudo porque ese pibe se murió y a mí nada más me apuran un toque y alcanza para ablandarme hasta límites insospechados. Ya me había pasado algo parecido en el recital de Manu Chao en Cosquín, el pueblo, en 2013. La Policía de Córdoba es una mierda. La Policía es una mierda. Yo soy un pelotudo. Y tengo un cagazo enorme porque sé de lo que son capaces estos hijos de puta. Pero no puedo compararme, me siento un idiota haciéndolo. El tipo habla cerca de mi cara. Me dice que están haciendo algo normal, porque aquel infeliz atado había querido afanar y por eso lo detuvieron. Se va. Los de uniforme me dicen que es mejor que yo también me vaya y no siga preguntando porque no quieren tener problemas y porque no quieren que yo tenga problemas. Me dicen que las esposas no se usan más. Que ahora usan precintos. No les creo. Después veo que las esposas cuelgan de sus cinturones.

Me voy a la carpa de prensa. Está el cantante de Salta La Banca. Dice que el próximo disco de la banda va a tener influencias de Queens of the Stone Age, Sublime y Kings of Leon. Empieza a hablar de los diez años de Cromañón. Critica al periodismo por decir que la futbolización del rock provocó la tragedia. Dice que los pibes no tuvieron ninguna responsabilidad. Ni los músicos. Sólo el estado, la coyuntura, el empresariado. Se lava las manos. Acusa y señala. No se hace cargo. Dice que Chabán murió encerrado y que eso estuvo bien. Que así deberían morir todos los responsables. Que Chabán habrá sido muy importante para el rock argentino pero derrapó. Me quedo con ganas de preguntarle si no cree que los que pensábamos que la pirotecnia en el rock estaba bien no derrapamos también y seguimos derrapando cuando mantenemos la cultura del aguante en cada cantito pelotudo de cada recital, en cada bandera agitada con un mástil que se supone que no se puede pasar porque es peligroso pero pasa igual y flamea bien adelante. Pero no tengo ganas de preguntar en voz alta. Sigo nervioso. Pienso en cómo nos revolvemos en discusiones entre nosotros cuando afuera hay un pibe atado a un poste, por más chorro de billeteras que sea.

Tras la conferencia de Salta La Banca, aparece De La Tierra: Andrés Giménez, Flavio Cianciarulo, el violero de Sepultura, que habla en portuñol, y el batero de Maná, con pañuelo en la cabeza. Una mezcla metalera latinoamericana mainstream exitosa y marketinera que intenta hacernos creer que es de verdad. Les creemos, tienen buena onda. Es raro ver al de Maná en un Cosquín Rock, tenerlo a dos metros.También es extraña la costumbre del músico melódico mexicano que se inclina por algo totalmente opuesto a lo que le dio fama, como hace este tipo, como hace Cristian Castro. Quizás laven culpas internas con lo que se supone que no deben hacer. Quizás sean mucho más libres que nosotros. 

Entre el escenario principal y la carpa de prensa está el patio donde tienen sus puestos el diario La Voz del Interior, el canal TN, con el Bebe Contepomi y el Rifle Varela; y Rockódromo, el programa de televisión del organizador del festival, José Palazzo. También hay un puesto de Fernet Branca que regala vasitos preparados con Coca Cola servida desde botellas que no tienen etiqueta porque la marca no es auspiciante. Para el público, que no tiene acceso a este sector, el fernet es con Pepsi y cuesta 130 pesos, más 20 por el ecovaso inevitable. Más allá está el acceso a camarines y una pantalla gigante donde se amontonan los que ven el festival por televisión estando allí. También un bar que por cincuenta pesos vende sánguches de milanesa horrendos, con carne durísima. Por el patio pasean productores, asistentes, plomos, músicos, periodistas que cubren el festival sin recorrer el predio, prensas, putas y familiares. Mucha gente linda y tatuada, clase alta y elitismo. 

En su show del escenario dos, De La Tierra es bestial. Está a la altura de los pergaminos de cada uno de sus integrantes. Pero no son más que la suma de las partes. Hay algo que falta, de tan perfecto.

Aparece Almafuerte para cerrar el escenario heavy con un Tano Marciello de camisa a cuadros que se caga en la estética de pura oscuridad y un Ricardo Iorio errático, bola sin manija. Se olvida las letras, entra a destiempo. Bin Valencia, el batero, no ayuda y también entra como el orto en un montón de temas. Entonces pronosticamos un recital de mierda. Hasta que Iorio le gana de puro guapo a la voz floja y a lo que sea que lo tiene mal. Después, ya en el departamento donde estoy parando, voy a leer un texto de Martín Zariello que habla de los Strokes y recuerda lo que decía Bill Hicks: tocá desde tu puto corazón. Y lo voy a relacionar con Iorio. También me voy a acordar de lo que decía Luca: te doy una guitarra y haceme latir acá, en el pecho. Así hace Iorio para enfatizar letras, se golpea, cierra los ojos, levanta los brazos. Pero nunca parece forzado, sobreactuado o innecesario. Ese señor, señores, se emociona porque le faltan jugadores, porque le hizo mal la fafafa, porque andá a saber por qué, pero sólo sé que no sé por qué me emociona Ricardo Iorio aun cuando no da un buen show técnicamente hablando. Y le creo. Le creo. Le creo. Le creo todo el tiempo. Cuando Iorio canta escuchamos pero también sentimos. Si estamos lejos miramos la pantalla para captar mejor sus gestos, ahí aflora la autenticidad cuando la garganta no alcanza. 

¿Qué tienen en común el Charly García modelo 96, el de Say No More, el caos organizado y el concepto constante, con el Ricardo Iorio actual, el que a veces es vencido por el personaje? La autenticidad. Cantar desde las tripas. Como decía Zariello que decía Bill Hicks antes de que Pettinato afanara: tocan desde su puto corazón. Ricardo Iorio es el play from your fucking heart hecho metal pesado argentino. 

El asado no se seca con Richard. Se mantiene jugoso aunque las brasas alcancen el punto máximo de incandescencia. La sangre no para de brotar desde las entrañas y percibimos el amor, los miedos, la admiración, frustraciones, esperanzas, fantasías, broncas y todo eso de lo que se supone que están hechas las cosas de verdad.

Caos mental y comenzar de nuevo

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(Foto: Ignacio Arnedo)

En 1998, una pancreatitis está a punto de matar a Diego Arnedo. La enfermedad obliga al bajista a bajar muchos cambios y a Divididos a replantear su carrera, por entonces incierta después del autoboicot por el éxito de La era de la boludez. Ese año aparece Gol de mujer, un compilado de lugares comunes del grupo. Un penal fuerte y al medio.

En febrero de 2000, el Suplemento Sí! pone en tapa a un Ricardo Mollo flaco que contrasta con el gordo que se comía las cuerdas de sus guitarras. El impactante cambio es “la consecuencia visible de una fuerte transformación interior”. “No sé qué hacer con mi pasado, con mi presente y mucho menos con mi futuro”, dice, contento con su incertidumbre existencial porque la ve como un nuevo comienzo. Ese año empieza a tomar clases de canto. El tipo que gritaba y roncaba despierto en la aplanadora noventosa comienza a dejarle el micrófono a un cantante limpio y profundo.

Divididos madura hasta posicionar esa revolución del ser en el lugar más importante de su motor creativo. Convierte a Ricardo Mollo en el gran protagonista de los últimos quince años de la banda. Narigón del siglo, yo te dejo perfumado en la esquina para siempre, publicado a principios de 2000, es la primera señal del cambio.

Para grabar el álbum, el grupo aprovecha el 1 a 1 y se instala en Abbey Road. La experiencia londinense entrega dos grupos de canciones separadas por temáticas bien definidas, a medio camino entre el sonido clásico de la banda y la innovación. Con el tiempo se convierte en uno de los discos más celebrados del trío.

Lo primero que se escucha en el disco es la radiografía social de un país cíclico. Divididos vuelve a hablar de una era de la boludez que sigue su curso. Narigón… marca características que van más allá del cambio de siglo. Señala la tendencia nacional a estallar siempre a fin de año, logrando una “mezcla rara de angustia y cañita voladora”. “La firma del opa” habla del menemismo en fuga y está musicalizada con un tambor metálico que le da un aire de gobierno de república bananera.

La otra sección de canciones es la más atractiva y representa el verdadero cambio. “Par mil”, “Qué pasa conmigo”, “Vida de topo” y “Spaghetti del rock” forman la columna vertebral de la renovación espiritual. Con una balalaika tocada por Arnedo y tablas hindúes a cargo del baterista Jorge Araujo, Mollo desinfla su ego reconociendo no ser tan importante y aclara que lo suyo no es una cuestión religiosa, sino una búsqueda interior que espera encontrar el alma. Probablemente golpeado por una separación traumática que lo lleva a preguntarse qué pasa con él y a empezar a entender que se agranda con un poco de amor, el flaco Ricardo no quiere angustia ni soledad. “Spaghetti del rock”, una balada con cuerdas y estribillo FM es una incursión inédita para la banda. Con la sensibilidad a flor de piel, Divididos deja de lado sus clásicas letras abstractas y pone las emociones al frente.

El 2000, año fundamental para Divididos, sienta las bases del futuro. En doce meses, el trío avisa que no se va a quedar quieto. La presentación de Narigón del siglo... en el Luna Park junto a DJ Zuker, el show experimental en la desaparecida FM Supernova y el concierto en el Pucará de Tilcara son muchos hitos en poco tiempo.

La mezcla rara de angustia y cañita voladora aparece otra vez en diciembre de 2001. Menos de un año después, Divididos vuelve a editar un disco mitad existencial y mitad escrito con el diario. Vengo del placard de otro es un álbum heterogéneo y desparejo, donde se percibe a un trío que todavía está buscando “qué puertas abrir, qué puertas cerrar”. Las morcillas de la tapa no sólo son el moretón del golpazo nacional post Fernando de la Rúa, también funcionan como cicatriz de la banda. El grupo atraviesa la tranquilidad después de la paliza, aún sin saber para dónde ir. La foto interna, con Arnedo en camilla tras haber sido asaltado y golpeado, es más que apropiada.

Otra vez, lo mejor está en la búsqueda interior. “Puertas” es una gran metáfora del caos mental y los desafíos de comenzar de nuevo. La inclusión de “Guanuqueando”, de Ricardo Vilca, grabada en vivo en Tilcara, no sorprende. Es un paso más en el camino folclórico de la banda. A Mollo se lo escucha mejor. En todo el disco ya canta distinto, pero acá disfruta en medio de un clima de peña no marketinera, sin ponchos. El audio que cierra el álbum (“Uei paesano”) parece agregado de apuro para respetar la cuota absurda de cada disco. Es un trabajo con poco humor, de recuperación y volver a ponerse de pie. Narigón del siglo... había sido el impulso, Vengo… es la duda, el preguntarse si el cambio es efectivamente posible.

La búsqueda continua en 2003 con un show acústico en el teatro Gran Rex, editado en un álbum doble llamado Vivo acá. Sirve para romper prejuicios y mejorar canciones. En 2004, Jorge Araujo abandona el grupo y lo reemplaza Catriel Ciavarella, el cuarto y hasta ahora definitivo baterista de la banda. Comienza entonces un ostracismo discográfico que impacienta a los fanáticos y a la prensa. Se vislumbra un Chinese Democracy autóctono. Pero el proceso que había comenzado en 1998 está consolidándose internamente.

“Más vale que los rockeros jamás se topen con los personajes hijos de puta demonios colaterales del gran estupefaciente de la represión que pretende conducirnos por el camino de la profesionalidad. Porque en esa profesionalidad se establece un juego que contradice a la liberación, que pudre el instinto, que modifica como un cáncer incontenible la piel original de la idea creada”, escribió un Spinetta rabioso en 1973 en su manifiesto Rock, música dura, la suicidada por la sociedad. Amapola del 66, publicado en marzo de 2010, reivindica las ideas del rock que originaron el movimiento en nuestro país y provocaron que Mollo y Arnedo se hicieran músicos. El disco rechaza la industria que reemplazó la angustia existencial de los inicios y que moviliza todo proceso creativo.

“Muerto a laburar” y “Amapola del 66” resumen la idea del disco. En la primera canción, Luca Prodan es utilizado por la maquinaria discográfica y comercial del rock, que lo vuelve morbo-pasión, bandera y ringtone. En la segunda, Mollo canta mejor que nunca y dice que el tiempo es hoy, abriendo un círculo que se cierra dos temas después, en “Senderos”: allí explica que viene de ayer, pero no es el ayer. Mañana es mejor. Spinetta omnipresente. Los herederos del Flaco podrían cobrar regalías por este álbum. Amapola del 66 no es una reedición de los viejos valores, sino una redención del ingenuo sueño del rock que sirve para trascender al ser, encontrar el alma.

En los últimos quince años, Ricardo Mollo y Diego Arnedo sumaron a su gran capacidad instrumental y compositiva un elemento que es más difícil de encontrar y que no aparece sólo por ensayar mucho con el baterista de turno: aprendieron a hablar sólo cuando tienen algo para decir. Alcanzaron la madurez conociendo sus tiempos. Nada suena forzado en el Divididos actual. Porque bebe de sus influencias y convicciones más profundas para mirar al futuro.

Texto publicado en Música argentina del Siglo XXI, de La Música es del Aire
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