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Si no te gusta el punk, no tuviste infancia

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Cada vez que un poco de guita ingresa a mi vida me pongo a cantar el principio de “Todo lo miro”, la canción de Dos Minutos. La frase que me gusta es la del primer verso: “Hoy es 5 del mes y ya cobré”. La canto desde hace años, desde el final de la escuela primaria, cuando la repetía junto a mis amigos. Era una fija cada vez que andábamos con algunos pesos encima. Ese tema fue uno de los que iluminó nuestra salida de la niñez. Nos abandonó cuando ya estábamos en una preadultez sin rumbo que no nos tiraba ni un solo centro.

“Todo lo miro” hablaba de bares, cervezas, putas y policías. Nos divertía pero no nos identificaba. Estábamos muy verdes. En ese momento, con doce y trece años, ninguno laburaba y recién empezábamos a entrarle al escabio. No teníamos ninguna idea armada sobre los efectos del alcohol, no disfrutábamos su ingesta y tomábamos sólo para cumplir (de hecho, dejé de tomar al poco tiempo y volví a hacerlo a los 25). Por supuesto, para coronarlo todo, ninguno de nosotros había debutado.

Antes de eso, cuando yo andaba por los nueve años, un tío riojano fue a Concordia a pasar su precaria luna de miel a la casa en la que vivía con mi hermana y mis viejos. Fue, claro, junto a su flamante esposa, que tenía problemas en los riñones. A la tía la trasplantaron dos o tres veces desde entonces y aún se la sigue bancando. En esa visita, los dos me llevaron a pasear, me contaron historias y me regalaron un casete.

El regalo de los tíos era trucho desde el vamos. Lo compraron por dos pesos con cincuenta en el mercado de pulgas de la ciudad, que quedaba a cuatro cuadras de mi casa. Era lógico que con semejante luna de miel (triste, de provincia no turística) el obsequio protocolar haya sido una versión berreta de The Simpsons Sing the Blues, el disco con la música de la serie. El que tenía “Do the Bartman” y el cover de Chuck Berry cantado por Homero que Telefe siempre usaba para musicalizar las publicidades de cada capítulo. El casete era blanco y en ambos lados decía “Vea información en la lámina” en letras celestes. No traía impresos los nombres de las canciones, era un producto genérico, sin alma, pero a mí me encantó. Lo escuché muchas veces.

Cuando cumplí trece años, Los Simpson me seguían gustando pero la música ya era otra. De un lado del casete había grabado Valentín Alsina; del otro, Volvió la alegría, vieja!!!. Eran los primeros trabajos de Dos Minutos, discazos de puro punk barrial extraordinario. Ideales para despertar al rock, perfectos para esa edad. Me los habían prestado en CD y como no tenía plata para ir a comprar un TDK de 60 decidí sacrificar el regalo de los tíos. Le pegué cinta encima de las lengüetas y pude regrabarlo.

Valentín Alsina era increíble: “Canción de amor” nos maravillaba con su oda a la mujer que se transformaba en un himno a la birra. “Demasiado tarde” era ponerse del lado de los pibes y rajar de la policía, aunque los cobanis jamás repararan en nosotros, que teníamos menos prontuario que los Teletubbies. “Como caramelo de limón” nos volvía locos porque no podíamos creer que existieran genios tan enormes capaces de transformar una cumbia inescuchable en un notable punk rock. “Valentín Alsina”, el tema, no nos hacía dudar: ése era nuestro barrio porteño. No lo conocíamos, pero lo admirábamos, lo imaginábamos. Queríamos vivir ahí, cruzarnos con el grupo por la calle, en cualquier kiosco que vendiera birras heladas. En nuestra inocente imaginación, Valentín Alsina era la Comarca del Punk Rock, donde las chicas usaban remeras apretadas de Ramones, en las veredas sonaba Sex Pistols y en los colegios aparecían bombas que aniquilaban las clases. Por supuesto, en la plaza principal debía estar el monumento a los más grandes, a los Dos Minutos.

Repetir “ba-rrio-bre-ro ¡valentinalsina!” hasta quedarse sin voz era una práctica habitual en nuestras casas, todas las tardes, mientras hacíamos la tarea de primaria y ya empezábamos a perfilarnos como unos horribles anti estudio. Éramos una familia feliz. De ese lado también estaba “Ya no sos igual”, la primera canción que habíamos conocido, la que más nos gustaba. Era EL tema de la banda, el que nos decía que no había que traicionarse, ni mucho menos hacerse cana. En el lado B del casete estaba Volvió la alegría…, el segundo disco del grupo. Había temones como “Mosca de bar”, con la intro hablada de Enrique Symns que sabíamos de memoria sin conocer quién era ese viejo de voz cansada (creo que los pibes aún no lo saben). Estaba el cantito fúnebre contra los rollingas, que todavía no habían copado la parada del rock argentino ni se habían convertido en su cáncer terminal. “Piñas van, piñas vienen” era uno de los últimos, un temita infantil con la intro de Horacio Acavallo que nosotros repetíamos a los gritos. Y estaba, claro, “Todo lo miro”. Eran dos discos notables. Hace años que no los escucho enteros, pero presiento que todavía se la siguen bancando, que no envejecieron ni un poquito ni resignaron nada de su autenticidad. De todas maneras, creo que nunca los voy a escuchar completos de nuevo. Necesito conservarlos como los recuerdo, no les quiero encontrar ninguna falla.

Desde entonces, el punk siempre estuvo presente en mi vida, a veces en grandes dosis, otras pasando casi inadvertido. Pero nunca se fue. Tras el bautismo con Dos Minutos tuve otros momentos inolvidables, quizás más personales, menos compartidos con mis amigos. Uno de mis primos, que escuchaba Maná y Luis Miguel, me hizo un favor y grabó en un VHS el recital de Green Day que MTV pasaba durante el verano del 95. Después, mi papá bajó el audio a un casete. Hizo lo mismo con un show de Attaque 77 en Much Music donde a Mariano Martínez lo escupían y se re calentaba, algo que con los pibes nos parecía una actitud de puto tremenda. Al poco tiempo apareció otro CD grabado en un casete, era Nevermind. Ahí todo cambió. Me hice fan enfermo de Nirvana y una remera con la foto del grupo fue la primera prenda rockera que tuve en mi vida. La estrené una tarde, caminando por la peatonal. Apenas hice unos pasos, una chica señaló la remera y me sonrió. Fue épico. Un año después me dejé estafar por el dueño de una disquería cuando le canjeé cuatro discos originales de Aerosmith, Guns and Roses y Michael Jackson por una copia de In Utero. La venganza llegó al toque, cuando entraron a afanar en ese local y me ofrecieron una copia de Plastic Ono Band, de John Lennon, un disco que forma parte de la prehistoria del punk. Con el tiempo, conocí a la hija del disquero, una morocha hermosa. Me hubiese encantado prolongar la venganza conquistándola, pero mi condición de loser total nunca lo permitió.

Así pasaron algunas cosas más ligadas al punk que siempre vi con cariño de aprendiz: la influencia total de Luca Prodan, un tipo que demostró que con pocos recursos se podía lograr todo, y no me refiero a la música sino a la vida. Nekro en Concordia, durante un recital de Fun People, enseñando (sólo con las manos) a poner un forro y cagando a pedos a todo el público, que no se interesaba en su improvisada clase. Un ex compañero de colegio abriéndome la puerta al mundo de Ramones después de cantar “Pinhead” a los gritos y con una sonrisa. El golpe de Todos Tus Muertos con Dale Aborigen, otro disco del que no se vuelve. Mi Never Mind The Bollocks apareciendo en el medio de una reunión con las chicas de la clase de Semiótica y salvando el trabajo práctico gracias a que su tapa era un ejemplo perfecto para el tema que estábamos analizando.


Nuestra adolescencia de colegio católico estaba impregnada de rock y punk, pero cuando se empezó a terminar, con mis amigos no supimos utilizar muy bien las enseñanzas que encontramos en las canciones. No sabíamos qué mierda hacer con nuestras vidas de ciudad chica. A ninguno se le caía una idea. Los años de pelotudeo escolar nos empezaban a pasar factura. Habían sido épocas de disfrute sin proyección, sin una vocación que asomara tímidamente. Simplemente éramos un grupo a la deriva. No sé cómo hicimos para no tener hijos hasta los 30 años. Será que no la poníamos nunca.

Con el tiempo, finalmente arrancamos a vivir vidas dignas. Y, al menos en mi caso, creo que el punk tuvo que ver en el rumbo elegido. Es que el punk es un motor ineludible para cualquier persona que lo haya tenido adentro alguna vez. Te devuelve a cierta energía primitiva, básica, que es muy saludable a la hora de combatir el temido aburguesamiento que trae madurar. No estoy hablando de cosas tan estúpidas como hacer bardo o escabiar hasta quedar hecho un pelotudo. Hablo de no dejarse atrapar, de intentar siempre seguir haciendo lo que uno necesita, aunque fracase. Por más que el punk ya sea sistema y las entradas para el recital de Ramones en River se hayan canjeado por tapitas de Coca Cola, lo importante es saber utilizar su mensaje y aplicarlo cuando lo necesitemos. Saber hacer las cosas uno mismo, buscarlas y pasar por encima de los que pretendan impedirlo. Te enseña a hacer eso que decía Cerati: pisar fósiles y no decaer. En ese sentido, creo que ése es el mensaje de todo el rock, en general, sólo que el punk lo renovó en su momento y lo tradujo a un lenguaje más acorde a la adolescencia: directo y sin vueltas. Fácil de entender. No me interesa tanto el mensaje profundo del punk, el de los ultra ortodoxos del género. Prefiero quedarme con lo que más me gusta. Me encanta sentir que esto que escribo tiene cierta ingenuidad que lo rodea por completo y que en esos momentos, cuando Dos Minutos ingresó a nuestras vidas, también estaba presente. La misma ingenuidad de los que pensaron que el punk (y el rock) podía ser un factor de cambio general. Pero la realidad es como la describía el burgués Solari en una de sus tantas entrevistas monólogo: no cambió el mundo, cambió nuestro mundo. Y eso ya es suficiente como para rendirle un homenaje perpetuo.

Charly García, alguien denostado por los punks, dijo alguna vez que desconfiaba de la gente que no escuchaba a Los Beatles. Yo, en cambio, creo que la persona que no escuchó punk entre sus doce y quince años no tuvo infancia. Creo que se salteó una parte necesaria del crecimiento personal. El pibe de trece años que escucha algo sofisticado y reniega de la urgencia punk va a ser como un ultra kirchnerista, no va a tener humor. Estará condenado para siempre a la amargura.

Quince años después de haber grabado esos discos en el casete de los tíos, pude ver en vivo a Dos Minutos. Ya era un grandulón importante, en tamaño y en edad, el pelo se me venía cayendo desde hacía rato y estaba ahí por laburo. Pero no me importó nada: cuando sonó “Todo lo miro” le pedí a un chico que estaba al lado que me ayudara a levantarme encima de la gente para reivindicar años y años de vida. El pobre pibe me miró asustado, pensando que sus dos manos no iban a servir de escalón para mis noventa kilos. Sin embargo sirvieron y me dieron el impulso necesario para terminar acostado sobre las cabezas de todos los pendejos, mientras la banda tocaba por enésima vez su himno indestructible.

Lo que se destruyó enseguida fue mi pantalón, que no resistió ni un segundo la acrobacia rockera. El tajo que se hizo en la entrepierna me dejó durante el resto del recital hecho una piltrafa, una vergüenza adulta cercana a los 30 años que se ponía a la altura de los inmaduros adolescentes. Eso también me chupó un huevo: esa noche, durante un ratito, me acordé de mis amigos, de todo lo que hicimos juntos, de cómo el tiempo nos separó y cada tanto lo burlamos, juntándonos para un asado. Durante dos minutos volví a tener doce años. Y fui más feliz que la mierda.

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