(La foto no es mía, la saqué de acá)
Hoy me levanté y lo primero que leí fue un lindo texto de Martín Pérez que contaba sobre la musicalización de una visita médica y se preguntaba qué había sido de Los Redondos, que hoy suenan en todos lados, en el barrio y en el country. Se preguntaba si la música había triunfado o si había sido apropiada. Eso que siempre nos preguntamos, porque nos da miedo pensar que lo que nos formó y lo que amamos se convirtió en instrumento del sistema, ese fantasma que nos espanta porque somos de izquierda, leídos y políticamente correctos, aunque nunca dejemos de convivir y usufructuar lo que cuestionamos.
Yo creo que los Redondos ganaron porque sus ideas trascendieron. Consiguieron lo que buscaban. ¿Qué es más importante? ¿Las peleas del Indio y Skay por los famosos videos o haber sido educado por esa coherencia que hoy es cliché? A la hora de revisar la historia, cuando mis nietos se enteren de que su abuelo se ponía a revolear birra en los bares cuando sonaban las canciones de Patricio, lo que se va a recordar no es el guiño del Indio a 678 ni el barro de Gualeguaychú. Lo que se va a decir es que los Redondos tomaron el ejemplo de MIA, el grupo independiente de la familia Vitale, y lo llevó a lo máximo. Saltó los decorados del rock, como decía la famosa premisa de la banda. Eso significó no estar dentro de la maquinaria de sponsoreos, prensa, festivales, rotación y promoción que engloba a todo el rock “profesional” de estos días.
Hace veinte años que los Redondos están en mi vida. Más o menos para esta época, en agosto o septiembre de 1996, decidí comprarme Luzbelito, el disco que había salido ese mismo año. Mi vieja siempre fue reacia a darme guita para comprarme CDs y revistas de rock. Me decía que eran boludeces. Dejó de cuestionarme cuando se dio cuenta de que no había vuelta y que esa pasión por estar encerrado escuchando música y leyendo revistas y suplementos se había convertido en una manera de vivir. Nunca supe que quería ser periodista hasta que se cayó de maduro. ¿Qué otra cosa podía hacer si desde los 12 años que no hago otra cosa que escuchar bandas y leer periodismo musical?
Pero en el 96 todavía era polémico el asunto en mi familia. Así que decidí juntar la plata por mi cuenta. En una latita con forma de casa recolecté los 22 pesos que necesitaba para comprar Luzbelito. El 12 de octubre de 1996 fue el día clave. Ese día fui dos veces a Le Boom, una disquería concordiense que quedaba en la peatonal. La primera fue inútil. Estaba cerrado. Mi ansiedad me había hecho llegar antes de tiempo. Una hora después, como a las cinco de la tarde, dejé la montañita de monedas en el mostrador y me llevé el disco.
Ya en mi casa, me encerré en mi pieza, frente al equipo de música negro, doble casetera con compactera arriba que me acompañó hasta que me fui de lo de mi vieja, a los veinte años. Me senté con el librito del disco abierto, leyendo las letras a medida que pasaban las canciones. Descubrí que los Redondos eran los que cantaban “Mariposa Pontiac”, un tema que yo conocía pero no sabía que formaba parte del disco. De hecho, no sé qué fue lo que me hizo comprar Luzbelito. Pero me encantó. Hoy pienso que es el mejor disco del grupo.
Ese año, en Navidad, mi hermana me regaló La Mosca y la Sopa y yo me compré Gulp!. Este verano, como todos los años, pasé un mes en lo de mi vieja y me puse a escuchar los discos comprados en esos años. Todos andan fenómeno: Pescado 2, El Último Concierto, Acariciando lo Áspero y los de Patricio Rey. Me di cuenta de que los discos funcionan perfecto a pesar de los achaques. Y eso es porque aunque salten o estén rayados, en mi cabeza están intactos. Suenan todo el día. Me musicalizaron la vida. Viste, mamá.