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Es menester

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(La foto no es mía, la saqué de acá)

Esta tarde tengo que hacer al menos tres notas que suman unos 18 mil caracteres, pero acá estoy, escribiendo sobre lo que siento que necesito escribir. No sé si les pasará: aparece una idea y la única manera de quitarla de la mente es decirla. Una vez estuve armando un texto hasta las dos o tres de la mañana. Quería terminarlo en ese momento pero ya no aguantaba, estaba muy cansado, así que me fui a dormir. A las cinco de la mañana me desperté después de haber soñado con lo que me faltaba escribir. Fue como si el texto me dijera “dale, puto, terminá”. Y me levanté, no me quedaba más opción. Otra vez me colgué con la reseña de un disco que nadie me pidió, que solamente apareció en este blog. Mientras lo escribía iba pateando al editor de una revista, que me preguntaba si ya tenía el artículo que me había pedido para ese día. Le decía “ya casi lo tengo” y escribía el otro texto. Al final, sobre la hora, terminé las dos cosas.

Hoy me levanté y lo primero que leí fue un lindo texto de Martín Pérez que contaba sobre la musicalización de una visita médica y se preguntaba qué había sido de Los Redondos, que hoy suenan en todos lados, en el barrio y en el country. Se preguntaba si la música había triunfado o si había sido apropiada. Eso que siempre nos preguntamos, porque nos da miedo pensar que lo que nos formó y lo que amamos se convirtió en instrumento del sistema, ese fantasma que nos espanta porque somos de izquierda, leídos y políticamente correctos, aunque nunca dejemos de convivir y usufructuar lo que cuestionamos.

Yo creo que los Redondos ganaron porque sus ideas trascendieron. Consiguieron lo que buscaban. ¿Qué es más importante? ¿Las peleas del Indio y Skay por los famosos videos o haber sido educado por esa coherencia que hoy es cliché? A la hora de revisar la historia, cuando mis nietos se enteren de que su abuelo se ponía a revolear birra en los bares cuando sonaban las canciones de Patricio, lo que se va a recordar no es el guiño del Indio a 678 ni el barro de Gualeguaychú. Lo que se va a decir es que los Redondos tomaron el ejemplo de MIA, el grupo independiente de la familia Vitale, y lo llevó a lo máximo. Saltó los decorados del rock, como decía la famosa premisa de la banda. Eso significó no estar dentro de la maquinaria de sponsoreos, prensa, festivales, rotación y promoción que engloba a todo el rock “profesional” de estos días.

Hace veinte años que los Redondos están en mi vida. Más o menos para esta época, en agosto o septiembre de 1996, decidí comprarme Luzbelito, el disco que había salido ese mismo año. Mi vieja siempre fue reacia a darme guita para comprarme CDs y revistas de rock. Me decía que eran boludeces. Dejó de cuestionarme cuando se dio cuenta de que no había vuelta y que esa pasión por estar encerrado escuchando música y leyendo revistas y suplementos se había convertido en una manera de vivir. Nunca supe que quería ser periodista hasta que se cayó de maduro. ¿Qué otra cosa podía hacer si desde los 12 años que no hago otra cosa que escuchar bandas y leer periodismo musical?

Pero en el 96 todavía era polémico el asunto en mi familia. Así que decidí juntar la plata por mi cuenta. En una latita con forma de casa recolecté los 22 pesos que necesitaba para comprar Luzbelito. El 12 de octubre de 1996 fue el día clave. Ese día fui dos veces a Le Boom, una disquería concordiense que quedaba en la peatonal. La primera fue inútil. Estaba cerrado. Mi ansiedad me había hecho llegar antes de tiempo. Una hora después, como a las cinco de la tarde, dejé la montañita de monedas en el mostrador y me llevé el disco.

Ya en mi casa, me encerré en mi pieza, frente al equipo de música negro, doble casetera con compactera arriba que me acompañó hasta que me fui de lo de mi vieja, a los veinte años. Me senté con el librito del disco abierto, leyendo las letras a medida que pasaban las canciones. Descubrí que los Redondos eran los que cantaban “Mariposa Pontiac”, un tema que yo conocía pero no sabía que formaba parte del disco. De hecho, no sé qué fue lo que me hizo comprar Luzbelito. Pero me encantó. Hoy pienso que es el mejor disco del grupo.

Ese año, en Navidad, mi hermana me regaló La Mosca y la Sopa y yo me compré Gulp!. Este verano, como todos los años, pasé un mes en lo de mi vieja y me puse a escuchar los discos comprados en esos años. Todos andan fenómeno: Pescado 2, El Último Concierto, Acariciando lo Áspero y los de Patricio Rey. Me di cuenta de que los discos funcionan perfecto a pesar de los achaques. Y eso es porque aunque salten o estén rayados, en mi cabeza están intactos. Suenan todo el día. Me musicalizaron la vida. Viste, mamá.


                        

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Si ingresan a este link van a poder bajar en PDF todos los números de la revista Rock Salta. Desde el humilde número 1, con 16 páginas inexpertas, hasta los laburos que sacamos entre 2014 y 2015, que para mí son muy buenos y estuvieron a la altura de cualquier revista especializada de estos años.

Logramos sacar notas buenísimas. La que se mandó Pablo Choke sobre la recorrida de Cerati en el noroeste fue una. O los rescates históricos sobre el rock salteño que hizo Diego Maita, que comprobó que en Salta hay rock por lo menos desde 1965. Hay un montón de cosas para rescatar.

La idea surgió en el verano de 2011. Lo que inicialmente iba a ser una hoja semanal impresa con las mejores notas de la web se convirtió en una revista mensual con notas originales que hablaban de todo lo que tenía que ver con el rock en Salta. Sacamos 8 números durante ese primer año, de mayo a diciembre.

En 2012 la empezamos a sacar cada dos meses, una regularidad que se respetó hasta 2014. Nunca dejamos de crecer y terminamos con 80 páginas que ya no cubrían solamente Salta sino que apuntaban al rock de las provincias y a intentar una agenda algo distinta a la de los medios principales.

El número 22, que preparamos pero nunca pudimos sacar, iba a tener a Valle de Muñecas en la tapa, además de notas sobre bandas de Santa Fe, Misiones, Jujuy, Córdoba, Tucumán, La Rioja y ya no me acuerdo qué más. En la etapa que quedó trunca, mi idea era empezar a convocar a periodistas que pudieran aportar a ese camino desde distintas ciudades, algo que ya habíamos empezado a ampliar con Lucas Canalda en Rosario, Eduardo Marcé en Tucumán y Alejandro Wierna en Córdoba.

Para mí los días de cierre eran agotadores y hermosos. Edité, corregí y escribí la revista en todos los lugares posibles: en el departamento que tenía en la zona norte de Salta, en una piecita diminuta de una pensión porteña, en lo de mi vieja en Entre Ríos (que me cocinaba, algo muy bueno), en un hostal, en telecentros, en una empresa de colectivos del conurbano bonaerense donde laburaba de lavador y hacía de sereno los domingos, y en la gloriosa redacción, que era, básicamente, la casa de Bubu, nuestro enorme diseñador. Yo quedaba tan manija que inmediatamente empezaba a pensar en el número siguiente. La falta de guita nos impidió seguir publicándola, pero quedó un buen trabajo, siempre de la mano de mis amigos Santiago, Pece, Diego, Pablo, Bernardo y Rodrigo.

Bailando hasta que se vaya la noche

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(Karma Sudaca en el escenario)

Qué buenos que están los festivales como el Tucumán Que Sea Rock que se hizo en el club Argentinos del Norte. Tocan un montón de bandas por un precio ridículo (cincuenta pesos, cuarenta las anticipadas) con canciones que no suenan en las radios y la mayoría está muy bien. Además, no  hay sectores VIP, la hamburguesa cuesta veinte mangos y viene con lechuga y tomate (esto último parece una boludez hasta que pedis una en cualquier festival pro y pensás en Capusotto diciendo uy, nos rompieron el orto). No se te va la vida en la birra. El merchandising no es de una franquicia rockera, sino de  pibes y pibas que pintan remeras, hacen artesanías, tatuajes, fanzines, discos y libros.

En estos eventos hay un clima súper agradable, nadie rompe las pelotas con “acá no se puede pasar”, los músicos dan todas las notas que uno necesita (muchos de ellos se acercan a hablar sin que los llamen) y se percibe un paisaje de entrecasa, de estamos acá porque nos gusta y no porque los medios nos están diciendo que tenemos que venir. Viejas al lado de los parlantes, sostenidas con el bastón, mirando al nieto. Chicas y chicos de Humanidades, familias enteras bailando en la cancha de básquet convertida en predio del palo.

Claro  que  también  hay  infiltrados, personajes de la eterna novela todavía en construcción llamada “No trascienden por pajeros”, la historia de músicos under que se comieron la del rock and roll por el lado equivocado y piensan más en joda que en el laburo.

Situación vivida en el festival que ejemplifica lo anteriormente mencionado: Hugo Maza, creador del sitio web Tucumán Que Sea Rock, que hoy celebra su quinto aniversario, está en la improvisada boletería del lugar, cortando los tickets. A último momento, el predio de la Usina del Norte, donde el evento estaba planificado desde un principio, no pudo albergar a las bandas. A contrarreloj, los organizadores debieron conseguir un nuevo espacio. Apareció el Argentinos del Norte, donde se hizo el recordado y desastroso Rock del Valle 2011. Los muchachos de TQSR gastaron más guita de la que pensaban por esta maniobra y ahora ruegan una buena convocatoria para poder empatar los costos.

En eso está Hugo, a las nueve de la noche, cuando aparece el baterista de Delirados, grupo stone que tocó al comienzo, cerca de las cinco de la tarde. Hugo y los dos muchachotes de seguridad especialmente contratados para abarajar barriletes en la puerta le piden que abra la mochila y descubren un par de envases de vino en su interior. “Te dije que no pasaras con vino, sabés que están los inspectores de la Muni vigilando. Te lo dije hace diez minutos y los intentás pasar igual”, dice Hugo, indignado. El batero le tira un ruego; dale, son unos vinitos nomás, para los pibes. No hay caso, no lo dejan pasar.

El artista se enoja y larga el primer adjetivo del diccionario de rock auténtico que manejan sujetos como él, que piensan más en hacer la suya y no ven el esfuerzo que hay detrás de cada movida como ésta: sos un careta, le dice, e inmediatamente les manda un mensaje por whatsapp a sus amigos para que salgan a escabiar afuera del predio.

Otra situación parecida sucede cuando Hugo recibe a un grupo muy numeroso que le asegura que está en la lista de invitados de una de las bandas.

“¿Cuánta gente metieron?”, dice, preocupado por la avivada de los músicos y porque los inspectores están contando la cantidad de ingresos para llevarse un porcentaje en calidad de impuesto. Si entran muchos gratis, el monto no será el real.

“Es que algunos músicos son unos pajeros”, opina un tucumano muy metido en el ambiente del rock de su provincia. Es interesante, porque ésa frase se repite en muchos lugares del país a la hora de hablar de escenas emergentes. Mientras las bandas exigen lugares para tocar y guita por hacerlo (algo muy justo), los productores, periodistas y organizadores que acompañan suelen hacer hincapié en la carencia de profesionalismo del under. Falta de gacetillas que informen de lanzamientos y shows, fragilidad en las formaciones (se separan al toque o cambian de miembros como de camisa a cuadros), y un largo etcétera que seguramente indignará a los artistas, pero que no deja de ser cierto. Por algo Sergio Rotman cree que hay que fajarse o poner un maxikiosco.

Pero cuando los esfuerzos se juntan, las cosas salen bien. Como en el TQSR Fest, que más allá de un mínimo porcentaje de perejiles creyéndose Peter Gabriel, cuenta con la ayuda de todas las partes y el apoyo del público, que baila y canta.



Participan trece bandas de Tucumán y una de Buenos Aires: Karma Sudaca, Skaraway, La Luzbel, Vampiro Indio, Rock and Lobos,  Buenas y Santas, Skaces, Todo mal, Delirados, Del Palo, Volstead, Boyary Brancaleone. Además, la murga Pechando el Camión y el grupo de percusión Candombando se meten entre la gente para hacer bailar sin micrófonos. En el predio, los 800 asistentes pueden escuchar a los músicos, comprar sus discos y visitar la carpa de roller derby, la feria de ropa y ¡la peluquería! instalada en el fondo.

En el escenario se destacan los eternos Karma Sudaca, que prometen nuevo disco para los próximos meses y celebran el regreso de su bajista original. Volstead, con formación acotada, con una viola menos, convence como siempre con punk al atardecer. Vampiro Indio muestra las canciones de Bella Vista Style, elegido por los miembros de Las Manos de Filippi como el disco argentino del 2014 en la clásica encuesta anual que publicó el suplemento No del diario porteño Página 12. Los Brancaleone se acomodan bien a la grilla tucumana y realizan un set que convence a la mayoría. La Luzbel, liderada por Vladimiro Diéguez, es un grupo muy conocido de la escena local (nada que ver con Los Redondos, Luzbelito y todo eso), pero no le llega ni a los talones a Alem, el proyecto paralelo de Diéguez, que en 2014 publicó Santa Fe, vía Quiero Discos, uno de los mejores álbumes del año con veinte minutos de indie cancionero casi perfecto.

Bien entrada la madrugada, los Skaraway cierran el festival con un show poderoso, comprometido y bailable al mismo tiempo. No hace falta ser René de Calle 13 y romper autos de alta gama para sacar chapa de artista preocupado por los vaivenes de la sociedad. Aunque a veces pecan de exagerados, como todo militante de izquierda extrema (hacer una canción para los desaparecidos de México viviendo en Argentina, que está repleta de injusticias, es un poco jugar para la tribuna).

Pasadas las seis de la mañana, mientras las estrellas desaparecen de a poco y el cielo empieza a aclararse desde el costado que da al Parque 9 de Julio, los Skaraway siguen prendidos fuego arriba del escenario, la gente baila y nadie se quiere ir. Es el destape. Las ganas de seguirla hasta la muerte. No es casual esa reacción. Es todo un hito y una reivindicación para una provincia que hasta hace muy poco debía ir a dormir a las cuatro de la mañana. Es el verdadero triunfo. Y se logra en conjunto.

Festival Tucumán Que Sea Rock - 5 Años - 8 de noviembre de 2014. Publicado en la revista Rock Salta 21. Fotos de Tucumán Es Rock. 

Para defenderse en la vida

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En octubre de 1980, Pipo Lernoud asistió a un concierto de Atahualpa Yupanqui en el Teatro Broadway. Cuando llegó a su casa, escribió: “Yo no soy quién para comentar este recital”.

La reseña “Confesiones de un cronista ignorante” apareció en el número de noviembre de la revista Expreso Imaginario y se convirtió en el sólo sé que no sé nada del periodismo cultural argentino.

“Me avergüenzo de mi ignorancia”, reconocía Pipo en el texto. “Mi vida ha transcurrido casi enteramente en algunos de esos compartimientos estancos en que se ha separado nuestra cultura, y estuve más cerca de Charly Parker, Jimmy Hendrix o Bob Dylan que de mi vecino Atahualpa”, decía, a modo de introducción culposa.


Pipo describía a Yupanqui como un “poeta de pocas palabras, cantor de las cosas reales, hacedor de metáforas luminosas” que pertenecía a un mundo de cielo abierto “que los citadinos casi no conocemos, y que Atahualpa conserva vivo en sí”. “Hay que escuchar esas verdades universales dichas en idioma local, fundidas en el idioma cotidiano de un enorme pedazo de país que está olvidado, al que le hemos dado la espalda”, agregaba.

El impacto fue tan grande que Lernoud, por entonces director editorial de la Expreso, no perdió tiempo. Entrevistó a Yupanqui días después del concierto y lo puso en la tapa del número de diciembre. El título que eligió para esa portada resumió la charla y la idea que se había iniciado en la crónica avergonzada: “Atahualpa, con el país adentro”.

“Así se hacía el Expreso. Nosotros íbamos de descubrimiento en descubrimiento”, dice Pipo Lernoud hoy, después de dos meses de notas, conferencias y eventos sobre la revista que le aceitaron los recuerdos. “Descubrimos a (Egberto) Gismonti y lo pusimos en tapa. Descubrimos a Hermeto (Pascoal) y lo pusimos en tapa. Cada cosa y cada golpe de viento que nos descubriera un mundo nuevo lo seguíamos, como cuando puse a OPA en tapa”, completa.

Este mes se cumplen cuarenta años de la aparición de Expreso Imaginario, reconocida como referente de la contracultura argentina. Al repasar los 78 números aparecidos entre 1976 y 1983 se percibe que la revista trascendió porque impulsó una manera de comunicar diferente, encontró un lugar dónde pararse. Realizó un periodismo sin cinismo que hoy no produciría el mismo impacto. Fue capaz de esquivar los mandatos de lo que debía ser y propuso una publicación abierta, capaz de mostrar un mundo en el que convivían Piazzolla, Spinetta, Frank Zappa, Gismonti, Yupanqui y Charly García con crónicas sobre Latinoamérica, textos que incentivaban la vida autosustentable, y hacían foco en el cuidado del medio ambiente y las culturas de los pueblos originarios.

Alfredo Rosso formaba parte del staff. Con más de cuarenta años en el periodismo musical, todavía disfruta de recorrer recitales under donde están las bandas que alimentan la escena actual. Rosso siempre encuentra tiempo para escuchar lo que suena hoy. También para explicar en profundidad la personalidad de Expreso Imaginario: “El lugar desde donde pararse lo tenía bien claro su creador y co-director, Jorge Pistocchi, y fue compartido por todo el núcleo de redacción, incluyendo a Pipo Lernoud, a Claudio Kleiman, a Horacio Fontova, a Fernando Basabru, a José Luis D’Amato y a mí, entre otros, sin descartar tampoco a Alberto Ohanián, quien además de plata luchó para allanar las muchas dificultades de una publicación que desplegaba sus alas en días tan oscuros”.

Para Rosso, “el lugar del Expreso Imaginario era contracultural, si por esto se entiende una mirada más amplia y abarcativa de nuestra existencia, encarada desde el arte, la música, la ecología, la poesía, las historietas, todo lo que fue el eje central de la revista”. “Lo que intentábamos mostrar -sigue- era que el mundo era mucho más grande de lo que mostraba la cultura oficial, que te condicionaba para que fueses un elemento inofensivo más en la maquinaria social de entonces, apegada al temor reverencial, a la rutina, al concepto del típico joven que ‘no hace olas’ y que sigue una carrera tradicional para ‘defenderse en la vida’. Siempre me impresionó esa frase, como si tu trayecto por el mundo fuera un ring donde tenés que vivir contra las cuerdas, esquivando golpes, sin posibilidad de expresarte o trascender, imposibilitado, por ese mandato social, de seguir tus instintos y tu musa. Toda esa presión social se multiplicó, por supuesto, en los días del proceso militar, donde una férrea censura cubría todas las formas artísticas”.

“El Expreso tuvo que ir encontrando qué decir. Tuvo que buscar el idioma, probar los límites y encontrar desde dónde pararse. Creo que todo el tema latinoamericano, los pueblos indígenas, ecología, pararnos en la tierra, nos permitió también tomar distancia de la moda del rock y eso nos hizo mucho bien”, analiza Lernoud.


Expreso Imaginario ofrecía una relación horizontal con los lectores, que tenían una participación muy fuerte a través del correo. Las cartas que llegaban a la redacción mostraban a personas aisladas por el discurso occidental y cristiano de la dictadura. Pero como explican Sebastián Benedetti y Martín Graziano en el libro Estación Imposible, la Expreso no ofrecía respuestas, sino que vivía, como dice Fabián Casas, en estado de pregunta. Eso fue lo que permitió una mirada amplia y sin prejuicios, totalmente ingenua para el solemne periodismo profesional de la actualidad, repleto de revistas, radios y webs que reflejan una contracultura que forma parte de la cultura oficial. El sueño del rock del que habla Divididos en ‘Amapola del 66′ se terminó hace rato. Entonces, ¿cuál es el lugar donde hay que pararse hoy?


“Si nosotros hubiéramos tenido Facebook, Wikipedia y la facilidad para buscar la obra de cualquier músico en cualquier momento y bajarla toda, las cosas hubieran sido muy distintas -dice Lernoud-. Pero con lo que teníamos armamos una alternativa. Hoy se tiene que armar una alternativa. Y los problemas son los mismos: el cambio climático, la minería, los derechos humanos. O los pueblos indígenas, los wichís en el impenetrable. ¡Hay tanto, tanto, tanto para hacer! Tantas culturas para recuperar. Las tradiciones gastronómicas y agrícolas de los pueblos y cómo eso significa toda una cultura. Cada semilla representa miles de años de cultura, de una forma de plantar, de una forma de vivir, de cocinar. Hay mucho para hacer y para poner en una revista como el Expreso Imaginario. Yo no veo que se haga. Por ahí aparecen notas interesantes sueltas en algunos lados, pero no creo que haya una cosmovisión representada en alguna revista. Sin embargo, creo que hay mucha gente para leerla y para hablar y decir cosas”.

Para Rosso, la hipotética Expreso Imaginario de 2016 “estaría hablando todavía más de World Music; de lo que pasa en Latinoamérica, en África, en Asia, en los diferentes rincones de nuestro país, porque Argentina desborda de música de todo tipo. También estaría abogando por un uso más creativo y con mayor discernimiento de la tecnología y en particular de Internet, conectándose con sitios web luminosos y esclarecedores”. “Creo también que hablaría del doble discurso de los políticos y de algunas de las víctimas más notorias de ese doble discurso, como los pueblos originarios de nuestro país, y también de la demencia que representa la discriminación, por género, por raza, por condición social. Me parece que habría un amplio terreno en el que moverse, si tuviésemos hoy una publicación como el Expreso”, agrega.


“Hoy habría que encontrar otro lugar donde pararse, que lo intuyo pero no se los voy a decir, porque los jóvenes de hoy lo tienen que encontrar”, dice Lernoud, que confiesa estar “muy decepcionado” porque considera que nadie lleva adelante un proyecto como Expreso Imaginario: “No hay gente joven por lo menos intentando un pensamiento alternativo global más allá de la política. Hay algunas publicaciones, como por ejemplo La Vaca. Lo que quiero dejar en claro es que no me parece que hoy haya una revista como Cerdos & Peces, como El Porteño o como el Expreso Imaginario, a pesar de toda la libertad y todos los medios de información”.

Rosso es más optimista que Lernoud. Siempre ha sido un cultor del “mañana es mejor” de Spinetta. Por eso dice que “en todas partes” encuentra medios que en la actualidad se manejan con el mismo espíritu amateur de el Expreso: “Hay sitios de Internet llenos de energía y de contenidos que te despiertan curiosidad y te mueven a Expreso buscar música, literatura, artículos de pensadores y filósofos, alternativas de vida. Más que preguntarse dónde están los medios, cabría preguntarse adónde está el público. ¿El lector/oyente de hoy, busca alternativas o prefiere aplastar el traste en el sofá y mirar los mismos programas ‘mainstream’ de siempre? Cuando sintoniza radio en su aparato o en su celular ¿busca las mismas estaciones que le hacen cosquillas con chistes chabacanos, homófobos, xenófobos o de discriminación de género, o está interesado en descubrir cosas que le nutran el espíritu y lo abran a nuevas posibilidades y alternativas en su vida diaria? A menudo tengo que tolerar a gente que dice ‘no pasa nada ahora con la música’ y les hacés un par de preguntas sobre qué escuchan y te mencionan las mismas estaciones de radio y canales de TV y las mismas publicaciones costumbristas de siempre. Cuando les decís que hay opciones, algunos te miran y te dicen: ‘no, a esta altura de mi vida, yo clavo el dial de la radio o el control de la TV en un sitio y de allí no me muevo…’.  Bueno, ok, estás en todo tu derecho, pero entonces no digas que no hay nada; decí mejor que te rendiste, que no querés preocuparte por buscar más… Pero no quieras tapar el sol de todo lo que está pasando hoy, aquí y ahora, con el dedito de tu abulia”.


Dentro de la cultura rock, el terreno donde Lernoud y Rosso son referentes todavía vigentes, hay una enorme diferencia entre lo que se difunde en los medios de mayor peso y lo que realmente mueve los hilos de estos años. El rock argentino actual no suena en las radios, no sale en las tapas de las revistas ni llena estadios. Está, más que nunca, disponible para hacer la agenda alternativa que no abunda en el periodismo mainstream.

“Creo que hay que abandonar de una vez por todas esa anacrónica, anquilosada visión de la ‘fama’ cuasi hollywoodense”, dice Rosso, antes de resumir la contracultura actual: “El rock alternativo, socialmente urticante, experimental, el que se sale de las fórmulas y los moldes estancos, existe y florece y goza de muy buena salud en pleno siglo XXI; ya comprendió que no tiene por qué caer en esas trampas y aceptar esos collares de colores, o sea el viejo esquema de las productoras. Hoy día podés grabar tu propia música en tu casa, con una inversión tecnológica relativamente accesible, podés difundir lo que hacés por Internet, podés entrar en contacto con músicos de otras geografías con los cuales organizar giras de mutuo beneficio, podés dar a conocer tu arte sin necesidad de la aprobación de ningún productor ni grabadora ni radio ni revista. ¡Esto es fantástico! Lógicamente, ser independiente también implica arremangarte y esforzarte, pero hacer algo creativo y trascendente tiene un precio, también. Nadie dijo que debía ser fácil”.

Publicado en La Agenda en agosto de 2016.

Espíritu amateur

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(Rosso y Lernoud en épocas de la Expreso con discos de la Incredible String Band)

Esta semana apareció un artículo que escribí sobre Expreso Imaginario y el periodismo contracultural de hoy. La nota, publicada en La Agenda, decía que la revista había trascendido porque logró pararse en un lugar original, distinto al de los medios de la época. Para completar esta idea y reforzar el texto entrevisté a Pipo Lernoud y Alfredo Rosso.

Por una cuestión de espacio, como suele suceder, una buena parte de las declaraciones quedaron afuera de la nota. Pero no quería dejar pasar la oportunidad de compartir las entrevistas completas porque creo que son muy interesantes.

Algunos detalles pintorescos: el día a día del periodista es de una crotera importante y la falta de recursos es moneda corriente en mi vida, así que las dos notas fueron hechas de manera poco ortodoxa. La primera se hizo por WhatsApp. Por suerte, Pipo tuvo mucha paciencia y una predisposición que permitió sacarla adelante. La segunda se hizo por mail, en dos patadas, gracias a la generosidad de Alfredo, que contestó rapidísimo una cantidad de texto que superó la extensión original pensada para el artículo.


"Los periodistas estudian mucho Foucault y poco rock and roll"

- En la presentación de Estación Imposible dijiste que hoy la Expreso estaría en contra de la minería, los desmontes, los transgénicos y a favor de los espacios culturales. Me gustaría escucharte un poco más hablando de esa hipotética revista, pensando en el periodismo cultural de hoy, porque el rock está muy metido en el sistema y el rock, los festivales y los discos quizás ya no significan lo mismo que a fines de los setenta. 
- Siempre hubo gente que desarrolló la independencia. Las condiciones van cambiando pero los trabajos son los mismos. En realidad hoy no hay peligro de vida o muerte como había en la dictadura. Hay un montón de elementos más. Si hubiéramos tenido nosotros Facebook, Wikipedia y la facilidad para buscar la obra de cualquier músico en cualquier momento y bajarla toda, las cosas hubieran sido muy distintas. Pero con lo que teníamos armamos una alternativa. Hoy, con lo que se tiene, se tiene que armar una alternativa. Creo que está claro. Y los problemas son los mismos: el cambio climático, la minería, los derechos humanos. Todos estamos de acuerdo con los derechos humanos, por eso no hablo tanto de eso. En cambio, hablo de la minería, que nadie habla. O de los pueblos indígenas, los wichís en el impenetrable. ¡Hay tanto, tanto, tanto para hacer! Tantas culturas para recuperar. La gastronomía, que es un tema que yo he explorado después del Expreso, es un tema riquísimo. Las tradiciones gastronómicas y agrícolas de los pueblos y cómo eso significa toda una cultura. Cada semilla representa miles de años de cultura, de una forma de plantar, de una forma de vivir, de cocinar.
Hay mucho para hacer y para poner en una revista como el Expreso Imaginario, hoy. Yo no veo que se haga. Por ahí aparecen notas interesantes sueltas en algunos lados, pero no creo que haya una cosmovisión representada en alguna revista.
Sin embargo, creo que gente para leerla y gente para hablar y decir cosas hay mucha. Hay muchas experiencias. Trabajando en agricultura orgánica me he encontrado en el mundo entero con la gente que trabaja en permacultura, construcción natural, en comunidades, en cooperativas. Hay muchísimo para hacer y muchísimo para aprender.
- ¿Coincidís en que Expreso Imaginario impulsó una manera diferente de comunicar dentro de la contracultura argentina porque encontró un lugar desde dónde pararse? ¿Que la revista supo qué decir, qué publicar y no caer en lo que podría haber sido, como dicen en el libro, una simple revista de rock?
-El Expreso tuvo que ir encontrando qué decir. Tuvo que buscar el idioma, probar los límites y encontrar desde dónde pararse. Como decimos, creo que todo el tema latinoamericano, los pueblos indígenas, de ecología. O sea, pararnos en la tierra nos permitió también tomar distancia de la moda del rock y eso nos hizo mucho bien. Y nosotros con el asunto de América Latina encontramos una punta para ver desde un lugar distinto. Por eso fue tan importante para nosotros Gismonti. Hoy habría que encontrar otro lugar donde pararse, que lo intuyo pero no se los voy a decir porque los jóvenes de hoy lo tienen que encontrar. Yo estoy muy decepcionado porque no hay gente haciendo eso. No hay gente joven por lo menos intentando un pensamiento alternativo global más allá de la política. Hay algunas publicaciones, como por ejemplo La Vaca.
- En uno de los primeros números escribieron que el periodismo que les tocaba hacer no era "una cosa fría y comercial" sino algo "coherente y lleno de vida". ¿Encontrás esas características hoy en una época que parece ser mucho más cínica?
- No hay periodismo coherente y lleno de vida en este momento porque todos los medios o son propiedad de una corporación, como Inrockuptibles o Rolling Stone, o son propiedad de algún tipo de pensamiento político cerrado. Y las revistas de rock que intentan ser alternativas siguen la agenda de los grandes medios y de las productoras y básicamente repiten gacetillas de presentación de discos y recitales.
- Algo que me parece genial de la experiencia del Expreso es esa capacidad de asombro genuino que se nota que tenían. Por ejemplo, la nota de Atahualpa que termina siendo tapa en diciembre de 1980 surge de un artículo del número anterior, una reseña tuya de un concierto donde te mostrás absolutamente sorprendido y al mismo tiempo un poco avergonzado por no haber reconocido antes a Yupanqui. Esa espontaneidad periodística quizás hoy no se ve tanto. ¿Coincidís con eso? ¿Pensás que los medios actuales de la contracultura, al menos los más instalados, no toman tantos riesgos a hora de publicar? 
- Primero me encantaría saber cuáles son los medios actuales de la contracultura que mencionás, porque la verdad es que, como te decía en la pregunta anterior, no conozco medio que no sea o político o de las corporaciones. Pero la realidad es que así se hacía el Expreso. Nosotros íbamos de descubrimiento en descubrimiento. Descubrimos a Gismonti y lo pusimos en tapa. Descubrimos a Hermeto y lo pusimos en tapa. Cada cosa y cada golpe de viento que nos descubriera un mundo nuevo lo seguíamos, como cuando puse a OPA en tapa.
- ¿Influyó la falta de periodistas “profesionales” en la revista? Cuando digo “profesionales” me refiero a gente que venía de trabajar efectivamente en un montón de medios y hacer una especie de carrera. Creo que el Expreso era más bien un grupo de gente que pensaba de manera muy similar y que tenían gustos muy similares y que después desarrollaron el periodismo como una profesión. ¿Es así? ¿Te parece que eso influyó?
- Sí, me parece que es totalmente así. Es más, me parece que los periodistas profesionales y sobre todo los periodistas que estudian en la academia de periodismo tienen muy pocas posibilidades de ser periodistas libres y descubrir vida. Probablemente hagan buenas notas, sepan titular, cosas que nosotros fuimos aprendiendo sobre la marcha, pero es eso que vos decías hoy del periodismo frío, le falta vida. Bueno, una de las razones es esa: los periodistas estudian mucho Foucault y poco rock and roll.
Lo que quiero dejar en claro es que no me parece que hoy haya una revista como Cerdos & Peces, como El Porteño o como el Expreso Imaginario, a pesar de toda la libertad y todos los medios de información.


"Más que preguntarse dónde están los medios, cabría preguntarse adónde está el público"


- Pensando en la experiencia de la Expreso y en una frase que dijiste hace poco, ¿qué es todo lo que se puede hacer con congéneres?  
- Si con esos congéneres compartís una misma actitud ante la vida –mantener la curiosidad y la capacidad de asombro, la decisión de que nadie te escriba el libreto de tus días, etc.- se pueden hacer muchas cosas: música, cine, teatro… ¡y hasta una revista!
- ¿Coincidís en que Expreso Imaginario impulsó una manera diferente de comunicar dentro de la contracultura argentina porque encontró un lugar desde dónde pararse, supo qué decir? 
- Es cierto. El lugar desde donde pararse lo tenía bien claro su creador y co-director, Jorge Pistocchi, y fue compartido por todo el núcleo de redacción, incluyendo al otro director editorial, Pipo Lernoud, a Claudio Kleiman, a Horacio Fontova, a Fernando Basabru, a José Luis D’amato y a mí, entre otros, sin descartar tampoco a Alberto Ohanián, quien además de plata luchó para allanar las muchas dificultades de una publicación que desplegaba sus alas en días tan oscuros. El lugar del Expreso Imaginario era contracultural, si por esto se entiende una mirada más amplia y abarcativa de nuestra existencia, encarada desde el arte, la música, la ecología, la poesía, las historietas, en fin, todo lo que fue el eje central de la revista. Lo que intentábamos mostrar era que el mundo era mucho más grande de lo que mostraba la cultura oficial, que te condicionaba para que fueses un elemento inofensivo más en la maquinaria social de entonces, apegada al temor reverencial, a la rutina, al concepto del típico joven que “no hace olas” y que sigue una carrera tradicional para “defenderse en la vida”. Siempre me impresionó esa frase, como si tu trayecto por el mundo fuera un ring donde tenés que vivir contra las cuerdas, esquivando golpes, sin posibilidad de expresarte o trascender, imposibilitado, por ese mandato social, de seguir tus instintos y tu musa. Toda esa presión social se multiplicó, por supuesto, en los días del proceso militar, donde una férrea censura cubría todas las formas artísticas.
- ¿Cuánto influyó la falta de periodistas “profesionales” en la revista? ¿Ayudó a tener una mirada fuera de agenda?
- Lo que ayudó, en verdad, fue tener una actitud mental y espiritual diferente, la sensación de que ese Expreso nos llevaba en el viaje que imaginábamos para nuestras vidas. Nunca entendí la definición de periodista “profesional”.  Los colegas a los que admiro en la tarea periodística, Nick Kent, Juan Carlos Kreimer, Lester Bangs, Pipo Lernoud, Charles Shaar Murray, Simon Reynolds, Miguel Grinberg, Richie Unterberger, no tienen –que yo sepa- ningún título oficial de periodistas y sin embargo han escrito las mejores notas que haya yo leído en mi vida. Ayuda una buena gramática, sin duda, pero de poco te sirve si no has salido a la calle “a mezclar tu aliento con otros alientos”, como dice una canción de Poni Micharvegas. Si no tenés curiosidad, pasión, capacidad de asombro, y una meta.
- ¿Se puede considerar hoy periodismo contracultural a las principales revistas de rock cuando el rock ya no es "esa ingenuidad" de la que habla Divididos en Amapola del 66? ¿Dónde está el periodismo contracultural? 
- Cuando hablamos de periodismo contracultural pienso en la Rolling Stone original de Jann Wenner entre, digamos, 1967 y 1973; en la New Musical Express de la primera mitad de los ’70; en los textos de publicaciones universitarias que figuran en “El Libro Hippie”, recopilado por Jerry Hopkins y, en nuestro medio, en publicaciones como Eco Contemporáneo y Mutantia, de Miguel Grinberg, en Esculpiendo Milagros, de Norberto Cambiasso y, por supuesto, en los hijos periodísticos de Jorge Pistocchi, Mordisco y Expreso Imaginario. Pero los ejemplos, en todo el mundo, son muchos más.
- Sin intención de comparar calidades, ¿creés que las revistas de rock (también sus versiones web y las radios) toman pocos riesgos? ¿Por qué, por ejemplo, no puede aparecer La Perla Irregular en la tapa de Rolling Stone o no puede sonar El Estrellero una y otra vez en Rock & Pop?
- Hoy día –y siempre fue así- hay publicaciones que tienen forzosamente que darle prioridad a lo masivo y al “mainstream”, sea musical, literario, de modas, etc., porque de ello depende su supervivencia, vale decir su capacidad de captar auspiciantes publicitarios.  No hay grandes secretos: las marcas ponen su dinero donde esperan captar la mayor cantidad y calidad de público posible. Entonces, no hay que pedirle peras al olmo.
Creo que hay que abandonar de una vez por todas esa anacrónica, anquilosada visión de la “fama” cuasi hollywoodense. Dentro del rock cuestionador, imprevisible, experimental y poco propenso a que le dicten reglas grabadoras, productoras o medios de difusión, ese concepto de “fama” o sea, de llegar a ser un ídolo masivo, suena ridículo. Además, el viejo modelo de multinacionales ricas y productoras todopoderosas que alguna vez sostuvo ese mito está totalmente en crisis.
Por eso se dedican cada vez más a promover artistas que, por sus melodías simples y directas y sus letras inofensivas, apuntan a una masa de gente que no cuestiona demasiado lo que recibe, que prefiere una visión más blanco/negra de la realidad, donde los “buenos” son muy buenos y los “malos” muy malos. Donde el amor triunfa o fracasa pero “dándolo todo”, donde los lugares comunes son la regla, en fin, todas esas cosas que avalan el condicionamiento que la multimedia hace de su público y que, en última instancia garanticen una venta de discos físicos o bajadas legales y de entradas a recitales que permita hacer que la rueda siga girando un rato más.
El rock alternativo, socialmente urticante, experimental, el que se sale de las fórmulas y los moldes estancos, existe y florece y goza de muy buena salud en pleno siglo XXI; ya comprendió que no tiene por qué caer en esas trampas y aceptar esos collares de colores, o sea el viejo esquema de las productoras. Hoy día podés grabar tu propia música en tu casa, con una inversión tecnológica relativamente accesible, podés difundir lo que hacés por Internet, podés entrar en contacto con músicos de otras geografías con los cuales organizar giras de mutuo beneficio, en fin, podés dar a conocer tu arte sin necesidad de la aprobación de ningún productor ni grabadora ni radio ni revista. ¡Esto es fantástico! Lógicamente, ser independiente también implica arremangarte y esforzarte, pero hacer algo creativo y trascendente tiene un precio, también. Nadie dijo que debía ser fácil…
- En uno de los primeros números de Expreso escribieron: “El periodismo que nos toca hacer no es una cosa fría y comercial, sino coherente y llena de vida”. ¿Encontrás esas características hoy cuando el cinismo pareciera estar en cada tuit? ¿Un periodismo coherente y lleno de vida? ¿En dónde?
- En todas partes. Hay sitios de Internet llenos de energía y de contenidos que te despiertan curiosidad y te mueven a buscar música, literatura, artículos de pensadores y filósofos, alternativas de vida. Más que preguntarse dónde están los medios, cabría preguntarse adónde está el público. ¿El lector/oyente de hoy, busca alternativas o prefiere aplastar el traste en el sofá y mirar los mismos programas “mainstream” de siempre? Cuando sintoniza radio en su aparato o en su celular ¿busca las mismas estaciones que le hacen cosquillas con chistes chabacanos, homófobos, xenófobos o de discriminación de género, o está interesado en descubrir cosas que le nutran el espíritu y lo abran a nuevas posibilidades y alternativas en su vida diaria? A menudo tengo que tolerar a gente que dice “no pasa nada ahora con la música” y les hacés un par de preguntas sobre qué escuchan y te mencionan las mismas estaciones de radio y canales de TV y las mismas publicaciones costumbristas de siempre.  Cuando les decís que hay opciones, algunos te miran y te dicen: “no, a esta altura de mi vida, yo clavo el dial de la radio o el control de la TV en un sitio y de allí no me muevo…”  Bueno, ok, estás en todo tu derecho, pero entonces no digas que no hay nada; decí mejor que te rendiste, que no querés preocuparte por buscar más… Pero no quieras tapar el sol de todo lo que está pasando hoy, aquí y ahora, con el dedito de tu abulia.
- Pipo Lernoud dijo que si la Expreso saliera hoy estaría en contra de la minería, contra la deforestación, contra los transgénicos y a favor de los espacios culturales. ¿Qué aportarías vos a esa lista? 
- Agregaría que el Expreso, en su parte musical, estaría hablando todavía más de World Music; de lo que pasa en Latinoamérica, en África, en Asia, en los diferentes rincones de nuestro país, porque Argentina desborda de música de todo tipo. También estaría abogando por un uso más creativo y con mayor discernimiento de la tecnología y en particular de Internet, conectándose con sitios web luminosos y esclarecedores. Creo también que hablaría del doble discurso de los políticos y de algunas de las víctimas más notorias de ese doble discurso, como los pueblos originarios de nuestro país, y también de la demencia que representa la discriminación, por género, por raza, por condición social. Me parece que habría un amplio terreno en el que moverse, si tuviésemos hoy una publicación como el Expreso.

Todas las fotos fueron extraídas del Facebook de Pipo Lernoud.

Más música

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(Foto: Facebook Pez)

Volvió Pez a Salta. Tocó por tercera vez en la ciudad. La primera había sido hace diez años. La segunda, en 2014. Esta fue la mejor de todas. Básicamente porque yo pude ir. Las anteriores no me habían tenido como espectador, pero en 2006 alcancé a arrancar un afiche que aún conservo sin colgar. Era blanco y negro y tenía las caras en primer plano de los cuatro músicos, parecido a la tapa de With The Beatles.

El recital fue en Fábrica de Música, una ex concesionaria vidriada que suena horrible y es puro calor. Antes de entrar, un amigo periodista me contó que se habían vendido apenas treinta anticipadas, una tristeza. El recital finalmente fue presenciado por unas 150 personas repartidas en el lugar.

Fue un concierto excelente que se escuchaba mejor desde la vereda, porque, insisto, el lugar es imposible. Lo pude comprobar porque primero escuché desde afuera. Tocaron canciones hermosas como “Más música”, “Cassette”, “De la vieja escuela del amor”, “Desde el viento en la montaña hasta la espuma del mar” y (ahora no me acuerdo bien) “El viaje” o “Difícil de conseguir”. Quizás ambas. También sonaron “Los orfebres”, “Introducción, declaración, adivinanza” y “Último acto”. Yo esperaba “Todo lo que ya fue”, que me parece el mejor tema de la banda, pero no apareció.

Mientras lo veía al Artista Antes Conocido Como Minimal dar un paso al frente y hacer un solo con los ojos cerrados pensaba que a pesar de los veintipico de años que tiene la banda la sensación es que el mejor momento es ahora.

Creo que Rock Nacional, el disco que sacaron hace unos meses, es el más accesible y también el mejor. Tiene canciones preciosas, gran punto a favor, suena súper actual y mantiene el riesgo.

La actualidad es tanta en Pez que la tapa de Rock Nacional refleja un estado político constante de este año: el de la protesta de la gente y la represión policial. Es un llamado a la rebelión desde todo punto de vista. El visual y también el sonoro. Porque la banda, como dice Fabián Casas, trabajó en contra de su habilidad. El disco anterior, El Manto Eléctrico, fue de un dub psicodélico colgado que no tenía mucho que ver con este presente.

Pez no edita discos malos. Y lo hace dentro de una paleta sonora que se permite el riesgo, lo que vuelve aún más meritoria esa vara alta que nunca desciende. El grupo desde sus inicios a mediados de los noventa osciló entre el punk, el hardcore, el rock progresivo, el folk, la psicodelia, el candombe, el jazz. No se puede resumir a la banda por una sola canción. Tampoco por un solo álbum.

A pesar de esa enorme variedad, el grupo nunca tuvo un hit radial. Probablemente, de diez personas encuestadas en las calles de nuestra ciudad, apenas una o dos hayan escuchado su música. Es que Pez sintetiza como ninguna otra banda la actualidad del rock argentino de estos años, aunque generacionalmente pertenezcan a otra camada.

               

Volver a Casas

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En la tapa, realizada por Santiago Motorizado (que también hizo la de Titanes del coco), alguien tira una patada. Es una portada ambigua, como las de los discos de Virus. No sabemos si la persona que la protagoniza es hombre o mujer. Estamos seguros de que practica un arte marcial pero no vamos a averiguar si es karate, taekwondo o jiu-jitsu porque este texto surge desde la experiencia, no de la deontología periodística. Así escribe Fabián Casas. No chequea los datos, habla desde adentro, usa lo que tiene. No le interesa brindar información precisa sino utilizar escenas, imágenes, obras y personas en función de lo que tiene para decir.

Para Casas, el poeta avanza sobre la oscuridad, guiándose por la intuición. Y Casas, antes que nada, es poeta. Como Neo, el personaje de Matrix que empieza a ver de otra manera cuando se convierte en El Elegido, reconoce la poesía en todos lados. La puede encontrar en los surcos de la música popular, en las trampas de los periodistas menos cínicos y en el comienzo de la final del Mundial 74. Dice que la buena poesía, aun cuando pareciera afirmar algo, siempre se encuentra en estado de pregunta. También que la poesía que más le gusta es la que no entiende.

Bien adelante en la portada están los datos duros: autor, título y subtítulo. O el primer poema del libro:

Fabián
Casas
Trayendo a casa
Todo de nuevo
Todos los ensayos

Podría ser “todo de nuevo, todos los ensayos”, que quizás no sean sentencias sobre temas diversos publicadas en revistas, diarios, blogs y otros libros, sino pruebas, experimentos. Una sala de ensayos.

Como la buena poesía, Casas vive en estado de pregunta. Prefiere el camino a la llegada. ¿De qué habla en sus textos? De Spinetta, seguro. Ya lo sugiere el título, una derivación de “Cantata de puentes amarillos”, canción clave del repertorio spinetteano porque incluye la máxima “aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor: mañana es mejor”.

Para Casas, mañana es mejor, siempre. Es enemigo de la nostalgia. Le teme porque sabe que podría caer en ella fácilmente. Para eso, dice, hace karate y toma whisky. Y acá es donde la portada termina de volverse ambigua. Si mañana es mejor, ¿por qué traer a casa todo de nuevo? ¿Por qué hay que volver a casa? ¿O hay que volver a Casas y falta una s, algo que no sería raro en las habitualmente desastrosas ediciones de Planeta?

Cuando tenía poco más de veinte años, Fabián Casas suspendió su inminente casamiento para salir de viaje por el continente. Al volver trajo a casa todo de nuevo y sumó la carga de experiencia adquirida. Este libro trae los textos ya publicados en los libros “Ensayos bonsai”, “Breves apuntes de autoayuda” y “La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún”. Además, agrega un libro inédito: “El taller nómade”, que reúne lo escrito recientemente.

Casas escribe tan lindo que provoca ganas de escribir. Dice con simpleza. Pareciera que su
metodología de escritura es efectivamente al tuntún, sobre la marcha. Tiene una idea, la desarrolla y va para adelante. Como dice Dolina, improvisa el que sabe, no el que quiere. Fabián Casas sabe. Lo demuestra en las infinitas referencias que aparecen en sus textos. Empieza burlándose de los periodistas snobs y termina hablando de su perra Rita. En el medio habla de cultura japonesa, cine, libros, discos, pintura, peronismo, kirchnerismo, Maradona, Messi, su padre, San Lorenzo, Alberto Olmedo, su padrino, Borges, Arlt, Aira, Babasonicos, Ariel Minimal, Andrés Caicedo, el guiso que prepara la mujer de Bob Dylan y de Led Zeppelin. Las conexiones son muchísimas y nunca suenan forzadas. Casas arma una estructura que se une como las piedras que quedan acomodadas en los arroyos y sirven como puentes naturales que nos permiten avanzar.

Casas escribe solamente cuando tiene la necesidad de decir algo, cuando aparece una idea. Su voz está fragmentada en las voces de muchos otros intérpretes que escucha, lee y ama. “Es más, mi voz, ahora, son estos fragmentos de una enseñanza desconocida”, dice sobre Dylan, pero es él mismo. También dice que los grandes artistas potencian a otros aún con las obras que parecen haber fracasado. Casas potencia (¿Casas Potencia?). Ese es su mayor legado.

A la hora de hablar de canciones, libros y películas, Casas sí es preciso. Por momentos provoca lo mismo que él detecta en César Aira: sus recomendaciones a veces superan las obras a las que hace referencia. Cuando habla de lo que admira, escribe con pasión y humildad. Pero cuando algo no le cierra no se come ninguna. Es capaz de decir que Spinetta era de derecha y se pregunta para qué sirve ir a ver a Roger Waters hacer un espectáculo que sucedió hace cuarenta años.

Como se asume adicto a la nostalgia, reconoce que necesita combatirla todo el tiempo. Quizás, si se quedara con las respuestas que ya tiene, volvería a los momentos que le dieron esos conocimientos, que también son los que lo destruirían. Dice que no tiene imaginación, así que repite anécdotas y personajes, pero sólo como disparadores para decir. Casi nunca habla de su viaje por Latinoamérica, sólo lo menciona al pasar, sin muchos detalles.

Suele contar que a los 30 estuvo muy deprimido. Alguna vez Charly García me dijo que puede ser peligroso escarbar en los saltos al vacío de la mente aunque ayuden creativamente. Casas nunca habla de manera directa de la depresión que sufrió hace veinte años. Ahí hay un lugar para escarbar, una posible salida a los lugares comunes de las entrevistas que le hacen y, quizás, si el editor me permite el atrevimiento, un nuevo estado de pregunta para sus textos.

Su rechazo absoluto a las redes sociales se percibe en la celebración de la sensibilidad. “Donde hay mucha ironía no hay intensidad”, dice. Casas es un tierno. En las entrevistas habla de su familia, dice que extraña a sus hijos y a su esposa cuando no los ve por un par de días. Que le gusta la soledad un rato para leer los libros que quiere leer, para ponerse en pedo con whisky, pero después necesita el amor total que le dan los suyos.

Igual que Charly, Casas piensa que en la infancia cargamos el combustible que usaremos hasta la muerte. “Trayendo a casa todo lo nuevo”, que incluye textos memorables como “La supremacía Tolstoi", “Un día en la cancha”, “El Padrino”, “Abbey Road”, “Lovely Rita”, “Teoría de la eficacia”, “Lorena” o “La reacción”; es una muestra de lo cargado que está. “Un escritor, como un buen trago, es un componente de muchos ingredientes exactos”, dice, y la descripción le encaja perfectamente.

“Y en definitiva por eso leemos a las personas, por lo que escriben. En un mundo donde los líderes suelen moverse de acuerdo a lo que les indican sus asesores de campaña, donde casi no existe el lugar para la espontaneidad y la mirada propia, donde la gente gerencia su porvenir y transmite un discurso lavado y estereotipado al mango, la visión de un escritor personal, un animal literario de gran envergadura, es indispensable”, dice. En otro pasaje fundamental, como siempre hablando de otro, Casas resume lo que él significa para las generaciones que ayudó a potenciar: "Un tipo escribe unos libros muy flacos, de pocas páginas. Y para algunos se convierte en el mejor escritor del mundo. De hecho, ciertos lugares donde suceden sus relatos se modifican para siempre en la percepción de sus lectores. Algunas de las palabras que él utiliza se vuelven más intensas y les sirven a otros para decir algo que no sabían cómo decir. Y más. Cuando el partido se complica, aparecen tipos que, desinteresadamente, lo ayudan a ser más digno frente a las insistencias de Caronte. Sólo porque escribió".

Sin diversión para turistas

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Hoy comienza la primavera y el clima acompaña. Vayamos, pues, al Mercado San Miguel a escuchar canciones folclóricas que no hablan de boludeces de agencia de turismo sino de lo que sucede acá donde vivimos. No sé usted, pero la opción es tentadora. Especialmente porque las frescas están a cincuenta pesos. Todo cierra.

El Mercado, usted sabrá, es un laberinto que podría servir de locación para películas hollywoodenses o producciones más intelectuales. Todo depende del abordaje. Los pro yanquis seguramente filmarían acá para mostrarnos una zona propensa a lo latino, pobre y narco. El egresado de Humanidades no dejaría pasar la oportunidad para enviar un mensaje y celebrar una comida o una canción sólo por su origen proletario. Y estará muy bien, porque ¿qué es mejor? ¿La música que suena perfecta, grabada en los mejores estudios del primer mundo, o la que sale de las entrañas de la experiencia? Algo de eso tiene la obra de Bruno Arias, que se hace presente a las 20 horas, tal como se había anunciado.

El jujeño sube a un escenario improvisado en el primer piso del Mercado. Un balcón pequeño que está en la entrada de la Fundación San Miguel, que preside el mandamás del lugar, José “Pepe” Muratore. Ahí abajo, los vendedores de los puestos, los clientes y los que llegaron especialmente para presenciar este concierto empiezan a agolparse en un estrecho pero largo pasillo que servirá de campo general.

Las “plateas” son las mesas que están en el patio de comidas del primer piso de este shopping telúrico. Allí van y vienen las chicas que intentan seducir a los gritos a los recién llegados. Imponen sus ofertas: pase, siéntese, qué quiere comer. Hay promo de pizza y gaseosa a ochenta pesos. La pizza con cerveza cuesta 110 mangos. En pocos minutos se ocupan todas las sillas.

A las 20.10, un locutor de la radio del Mercado saluda y les da la bienvenida a todos los presentes. Cuenta que este evento se realizará a beneficio de comedores infantiles. Y agrega que todas las donaciones de alimentos no perecederos pueden ser depositadas en la emisora. “Si no tienen pueden comprar en los puestos”, propone, práctico.

Arias y el bombisto tilcareño Alejandro Salamanca realizan un repertorio muy celebrado. Mientras tanto, abajo el público es cada vez más numeroso y por las mesas de arriba pasan distintos vendedores ambulantes: africanos con joyas, tipos que ofrecen CDs truchos, planchas para el pelo, medias. También mujeres que dejan estampitas y nenes que piden monedas.

“Qué lindo que se arme esto para compartir con los que menos tienen”, dice Arias, y se pone a cantar “Kolla en la ciudad”, que cuenta la historia de un tipo que se va del NOA y encara para Buenos Aires porque está cansado de la miseria y de “ser la diversión para turistas”. “Mudaré mi poncho por ropa ciudadana y con tono porteño encontraré trabajo. Seré un albañil, seré un basurero, seré una sirvienta sin pucarás ni lanas”, canta y todos los presentes lo acompañan.

“Que vivan los pueblos originarios”, grita. Arias canta a favor de las asambleas, en contra de las minas que contaminan nuestros ríos con cianuro. “Seguimos resistiendo de pie contra la megaminería”, dice y agita: “El agua vale más que el oro. Nuestra Pacha no se toca”.

Arias canta de lo que vive, explica que los protagonistas de sus canciones son los habitantes de la Puna, también docentes como Marta Juana González, maestra desaparecida durante la última dictadura militar. El nombre de esa mujer es el título del segundo tema del disco más reciente del jujeño, “El derecho de vivir en paz”, editado el año pasado.

         

Las canciones nuevas de Arias aparecen en gran número durante este recital. En total hace cinco temas del disco y la gente, que a las 20.30 ya copó todo el sector del Mercado, canta con la misma pasión que él. “Los que llegaron tarde vayan para atrás”, pide una mujer que está sentada junto a una mesa del costado. Deberá pararse. Esto no es el Teatro Provincial, donde abundan los guardias de seguridad que mantienen a raya el entusiasmo, así que todos empiezan a bailar.

“Ojalá vuelvan a pasar los trenes por Salta y haya gente en los andenes”, dice Arias antes de hacer el clásico “Tren de Alemanía”. “Vamos a hacer todos los temas que pidan”, se entusiasma después y la noche promete estirarse hasta horas inconfesables, al mejor estilo de las maratones musicales del Chaqueño Palavecino en Cafayate.

En una pausa, Pepe Muratore le regala al jujeño un poncho y celebra, como todo dirigente, que “en este lugar del pueblo” se puedan realizar estos eventos. Y algo de razón tiene, porque la sensación es que en aquí no hay turistas ni disfraces de gaucho sino música local, con códigos y ritmos que entienden los que se reflejan en las letras y sienten en la música un espejo en el que perciben un lugar de pertenencia.

Siguen “Florcitay”, “Singani congani” y “Como las copleras”, con Lucho Cardozo. Arias saluda a sus primos y a sus padres, que viajaron especialmente para asistir al concierto. Se suma un grupo de sikuris que redobla la apuesta y sube la temperatura. Una nena en brazos de su papá flamea una wiphala. Las donaciones pasan de mano en mano hasta llegar a la radio. Arias grita “Fuera Austin” y canta sobre los pueblos originarios, que están hace “cinco siglos resistiendo”.

Pasadas las nueve de la noche, la fiesta está en su punto más alto, pero hay que terminar. “Aunque no me contraten más en Jujuy, pueden encontrarme igual”, dice Arias, y se lleva una ovación. Después anuncia que en diciembre volverá a Salta para actuar en el Teatro del Huerto.

Cuando se despide con “Sol de los Andes”, con toda la gente cantando a la par, la sensación es que la popularidad de este músico aún no tocó su techo. Arriba, en las mesas, una nena que no logra ver nada porque todos los adultos le tapan la visión le pregunta a su mamá si es importante mirar lo que pasa en el escenario. No, nena, lo importante es sentir lo que transmite. Con eso alcanza.


          

Publicado en Cuarto Poder Salta en septiembre de 2016. 

Canten, putos

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(Ricoteros en su salsa. A la foto la saqué de acá)

Una noche de 2013 partí a Mendoza para ver al Indio Solari. Viajé en un colectivo repleto de ricoteros desconocidos que seguían a rajatabla el manual de la misa: escabio, faso, agite y cantos. Al mediodía, cuando llevábamos unas doce o trece horas en la ruta, me calcé los auriculares para escuchar la música que llevaba en el teléfono. Lo primero que puse, de puro contrera, fue Cerati. Amo a Patricio Rey pero en momentos así me gusta correrme de lo que se supone que hay que hacer. Por ejemplo, el año pasado, cuando se estrenó la película del Indio en los cines de todo el país, fui a verla vestido con camisa blanca sólo porque sabía que casi todos iban a lookearse con remeras de PR.

No es de hinchapelotas. Es que nunca está bueno parecer uniformado. Entonces, estaba en el colectivo, callado, casi sin escabiar (cada tanto aceptaba un solidario trago de fernet que llegaba en una hielera de metal) y escuchaba los temas de Fuerza Natural: “Cactus”, “Convoy”, “Tracción a sangre”, “He visto a Lucy”. El último Cerati, el más elegante de todos. Cuando me sacaba los auriculares me encontraba con la realidad: un parlante que saturaba y pasaba sin interrupciones la discografía de Los Redondos.

El momento que más recuerdo llegó cuando terminó Cerati y empezó “'81”, una canción extraordinaria: arpa, voz y una hermosa letra, como todas las de Joanna Newsom, que es una genia absoluta porque además de ser una gran compositora es una poeta del carajo.

Mientras miraba la geografía cuyana a través del vidrio de ese Plusmar rentado y escuchaba a Joanna cantar con voz de gata que reclama más Whiskas, un grupo de cinco ricoteros hacía pogo en el pasillo del bondi y gritaba “canten, putos, para qué vinieron”. En pleno descontrol me vaciaron media hielera encima.

En 2006, Joanna Newsom publicó Ys, disco complejo, más difícil que desgrabar una entrevista a Enrique Pinti en media hora. Arranca con “Emily”, una de sus canciones más celebradas y (si me preguntan) la que más me gusta de todas las que compuso. Está dedicada a su hermana, que vivió en la Patagonia. Recuerda una charla que mantuvieron las dos. Emily canalizó la ñoñez a través de la ciencia y una noche le habló de estrellas, meteoros y meteoritos a Joanna, que le prometió hacer una canción con todo eso.

Escuché “Emily” todos los días durante un año, cuando vivía en la habitación más chica de una pensión de Buenos Aires. Me despertaba a media mañana, hacía mates que cebaba desde la pava (no tenía termo) e intentaba escribir o pensar ideas para artículos periodísticos mientras escuchaba a Joanna en loop.

En el verano del 2014, después de que mis intenciones de vivir del periodismo freelance fracasaran absolutamente, empecé a trabajar como lavador de la línea 67. Mientras fregaba los pisos y desengrasaba los bondis escuchaba las canciones de Joanna. Ys es un disco que trabajaba en mi cabeza. Intentaba distinguir las partes de temas larguísimos como “Only Skin”, que dura 17 minutos y a los 12:35 (estoy citando de memoria) ingresa en su parte final y transforma lo que parece un monólogo interior sin mucha expresividad en una catarata épica de cuerdas que entran y salen y coros que estuvieron casi quince minutos cargándose para poder decir con sentimiento.

Joanna Newsom vino a Argentina en 2007. Las crónicas de esa noche que nadie recuerda dicen que los presentes pudieron sentarse en almohadas llenas de plumas que estaban repartidas por el suelo de Niceto.

En Niceto también va a tocar Julia Holter. Será el 7 de octubre. Presentará Have You In My Wilderness, el disco que editó el año pasado y que elogiaron todos los críticos de rock que alaban a, ponele, Damo Suzuki por Twitter pero entrevistan a La Beriso y ponen en tapa a Chano.

Pero ojo, el disco no es una bosta snob. Es realmente hermoso. Tiene momentos tétricos y otros de una belleza melódica impactante. Dream pop, dicen los que saben. Yo no sé nada, así que no puedo catalogarlo. Pero (si me preguntan de nuevo), puedo decir que desde el llanto de Messi en la final de la Copa América que no estaba en presencia de algo tan triste como los versos finales de “Night Song”. Algo así como “¿Qué hice para que te sientas tan mal? ¿Qué hice para que me hagas sentir tan mal?”. Y no es sólo lo que dice sino cómo lo dice. Igual que Joanna, Julia se toma su tiempo y utiliza casi toda la canción para el golpe maestro, que llega al final y te desarma por completo.

Y así como en “Night Song” te hace creer que “Viernes 3 AM” podría entrar en la lista de éxitos de Los Decadentes, Holter te tira un par de temas que te devuelven a la vida: “Sea Calls Me Home” es el ejemplo obvio, quizás hasta lo escuchaste en las publicidades de Spotify el año pasado. La clave está en el saxofón que entra cuando nadie lo espera, como pasa con algunas canciones de La Renga.

Este disco de Holter está dominado, en general, por los teclados. Algo parecido a lo que sucede con los temas más recientes de la neozelandesa Princess Chelsea. Ahora, yo no sé por qué tanta etiqueta: las dos hacen temas pop con base de teclados, sólo que una parece cortada con la tijera del Blackstar de Bowie (que salió después) y la otra con la de La Roux.

                 

Princess Chelsea en realidad se llama Chelsea Nikkel y tiene 24 años. Se trata de una chica que fue punk y hoy ofrece temas que parecen hechos por una Alejandra Pizarnik musicalizada con el soundtrack de La Historia sin Fin.

Editó dos discos muy diferentes entre sí. El primero (Lil' Golden Book, de 2011) tiene canciones que parecen outtakes del Anthology 2 de Los Beatles, prolongaciones de “You Know My Name (Look Up The Number)” recitadas por Syd Barrett. El segundo (The Great Cybernetic Depression, de 2015) es menos rústico, con más sintetizadores. Un pop lírico bancado por videos bizarros.

Ya que mencionamos sus videos, diré que están hechos con dos pesos y que muestran a una artista que (para mi gusto) sale más linda cuando aparece sin maquillaje, con ojeras y el pelo despeinado, siempre acompañada por el gato Winston. En el de “Ice Reign” toma una lata de Coca Light con tanta voracidad que parece Alf cenando en la mesa de los Tanner. El de “The Cigarette Duet” tiene 30 millones de visitas, una barbaridad para alguien que no pasa los 63 mil “me gusta” en Facebook y tiene cinco mil seguidores en Twitter.

El año pasado leí que Leo García es fan de Princess Chelsea. Por favor, que algún productor se cope y la traiga, así podemos ir con Leo a levantar las almohadas del piso y revolear las plumas como los ricoteros desparraman el fernet.

                

Qué pasa que no vendo

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Desde julio funciona La Disquería de Salta, un puesto que vende discos de músicos independientes de la provincia. Bueno, “vender” es un decir. El sábado pasado no vendió nada. Ganancia cero.

No hay que asombrarse. El escaso interés que refleja el nulo movimiento del puestito es una constante en la provincia. Lo que pasa es que a los músicos locales no los va a ver ni el loro, como quien dice. Entonces, es lógico que nadie compre sus discos.

El responsable visible de la Disquería es Diego Maita, músico, docente, periodista y gremialista. Un personaje transversal de la contracultura salteña de los últimos quince años. Maita siempre está: como docente de Humanidades; como músico todoterreno capaz de integrar las filas de bandas de reggae, rock para niños o folclore; como periodista especializado en la escena del rock salteño y también como uno de los miembros de ADIUNSa, el gremio de los docentes universitarios.

Maita conoce de luchas por causas difíciles y sabía con qué bueyes araba a la hora de ensartarse con esto de la disquería que no le vende un disco a nadie. Pero Maita cree en lo que hace y no hay con qué darle.

“No deja de ser llamativo que Salta, que se autoproclama tierra de músicos y poetas, no tenga desarrollado que la gente tenga el hábito de consumir música de acá. Los Nocheros, que son la banda que más deben haber consumido los salteños en los últimos veinte años, se iniciaron acá, pero su carrera la desarrollaron en Córdoba y Buenos Aires”, dice, antes de recordar que hace poco estuvo en la disquería HyR Maluf y vio discos de músicos locales relegados al fondo, olvidados en las bateas y ofertados a precios indignos, algo que provoca una sensación todavía más oscura, porque no se venden ni aunque estén a treinta pesos en plena peatonal.

Pero Maita sabe que no es una tara exclusiva del público, sino que apunta también a los músicos. Lo hace al relatar el origen de La Disquería de Salta. Cuenta que la Municipalidad se contactó con Músicos Independientes Asociados de Salta (MIAS), que preside el tecladista Adrián Moroni, para proponerle que la asociación organizara el puesto de discos dentro del Paseo de Arte y Diseño que funciona todos los sábados de 16 a 21 horas en el Paseo de los Poetas. “Moroni manda un mensaje por Facebook a unos treinta socios contando la iniciativa e invitando a participar y nadie responde nada”, revela Maita, que tras la falta de acción de los miembros de MIAS tomó las riendas del proyecto y se hizo responsable.

“Faltaba un día y no sabíamos si arrancábamos. Fue determinante que apareciera el Pelado Vega (bajista de Perro Ciego), que puso a su hija para que atendiera el puesto. Perro Ciego y Giróscopo le tiran unos mangos y nosotros le completamos con comisión de la venta de los discos, que nunca alcanza, entonces terminamos poniendo guita”, dice.

MIAS finalmente participa pero desde el aporte de catálogo, unos veinte discos. En La Disquería se pueden comprar discos de Perro Ciego, Santuario, Juanetes, Barrabino Quinteto, Adobe, LaForma, Gauchos de Acero, La Banda de Mr. Royers, Sumaimana, Martín Molins, Santiago & Andrea, Lucía Díaz de Vivar, y también de Avemanthra (Santiago del Estero), Senegal Grindcore Mafia (Tucumán) y bandas de La Rioja. “Intentamos ser un colectivo de músicos independientes donde todos tienen las puertas abiertas. Está MIAS, también el catálogo de Rock Salta. Sergio Cañizares, violero de Sauce, da una mano importante. También Cristian Gana de LaForma. Después va gente que tira buena onda pero no se involucró”, cuenta Maita.

“El problema que hay que resolver es una logística de funcionamiento, que la disquería sea sustentable por sí misma. Que generes una movida para pagarle a la piba sin depender de las ventas, que todas las bandas se comprometan a poner diez pesos por fin de semana. O que las bandas pongan gente que atienda. Creo que falta la toma de conciencia de varias bandas que podrían estar participando acá, porque es una inversión. Tenés que bancar dos o tres meses el puesto hasta evaluar si vale la pena o no. Porque no todas las bandas tienen recitales seguidos para prescindir de un lugar así. Lo bueno es que si vos instalás este lugar, la poca gente a la que le interesan los discos de acá sabe que todos los sábados va a poder conseguirlos. Ese es el objetivo”, dice.

La Disquería ofrece unos treinta títulos de bandas de rock y folclore. Músicos independientes de Salta que no suenan mucho en las radios y no llevan gente. Entre otras cosas, por falta de apoyo estatal. Esta vez, la Municipalidad propuso instalar el puesto. Ahora, Maita considera que hay que aprovecharlo.

“Me parece que la excusa del kiosco es discutir políticas culturales y cómo te parás como artista frente a la sociedad y el Estado. También los alcances que implica la profesión. Creo que los músicos necesitamos que la obra llegue a la gente. Cuando tenemos un mínimo de pretensiones, eso puede ser grabar un disco. Si lo valorás como pieza comunicativa tenés que buscar estrategias que te permitan sortear el control del mercado que tienen las grandes discográficas. A nosotros nos cuesta un montón entrar en las disquerías. Porque no cumplís con ciertos requisitos, porque tenés que venderle a DBN o a EPSA, que están en Buenos Aires, que te compran a precio vil o te toman a consignación para que después vos lo podás vender acá, en una disquería que está a tres cuadras de tu casa”, dice.

“Creo que hay que romper con la idiosincrasia, con el modo de funcionar, y entender que nadie se va
a hacer rico pero que es mejor que alguien pague por tu disco. Lo que más disfruto es cuando la gente mira, tapa por tapa, y pregunta qué es. Creo que ahí está el fenómeno cultural que uno busca, en ese impacto. Si no, el disco queda en tu casa o se lo vendés a tu público en los recitales. Si es que lo vendés”, insiste Maita, que informa que todos los interesados en vender sus discos en el puesto pueden acercarse los sábados o escribir en la página de Facebook de La Disquería.

“Este espacio nos va a permitir tomar conciencia de muchas problemáticas que las vas aprendiendo desde la experiencia. Y fortalecer la escena, porque sigo creyendo que el concepto es escena. Solo no se salva nadie”, dice Diego, que tiene diversas ideas para proponer si es que el puesto prospera. Desde shows en vivo en el Paseo hasta movidas de prensa.

“Es toda una rueda. Creo que deberíamos tener la capacidad de desplegar un laburo donde vos podás llegar a mucha gente. El problema es que si bien uno solo lo puede hacer, estás viciando de movida la iniciativa, la volvés muy personalista. La idea es que nazca colectivo. Cristian, por ejemplo, dijo que su novia se copaba para hacer un catálogo. Les pidió a todas las bandas una reseña y la tapa de cada disco para hacer una carpetita: una sola banda mandó. Que no es la mía, tampoco. Estamos todos tapados de laburo. Por eso primero hay que resolver adentro de las bandas”, concluye

Publicado en agosto de 2016 en Cuarto Poder Salta
Todas las fotos extraídas del Facebook de La Disquería de Salta

Huele a espíritu adolescente

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(Dos tapas del Sí de los 90. A la imagen la saqué de acá)

No sé cuáles serán los parámetros para delimitar la adolescencia. ¿Cuándo se empieza a ser adolescente? ¿Al cumplir trece años? ¿Con nuestra primera borrachera? ¿Cuando miramos el culo de alguien por primera vez? Voy a arriesgar una teoría más o menos general: las personas entran en la adolescencia cuando comienzan a sentir vergüenza de sus padres y salen cuando son capaces de sentarse a charlar con ellos sin apuro.

Definir los parámetros de la juventud es más difícil. Ser joven depende de muchos asuntos. Uno es joven a los 15, a los 25, a los 35, incluso a los 45. Y más también. Siempre depende del contexto y de la actitud con la que encaremos la vida. Entonces, podemos decir que la adolescencia es una etapa y la juventud un estado de ánimo.

Creo que puedo señalar cuándo empezó mi adolescencia. Fue en 1995, cuando dejé de leer Billiken y pasé a comprar revistas de rock. La primera que tuve fue una Madhouse que provocó las gastadas de un amigo. Vio la tapa, llena de metaleros, y me dijo que compraba revistas “para putos, con fotos de hombres”. Si soy más específico, puedo decir que durante toda la escuela secundaria sólo leí periodismo de rock. Pero no puedo determinar cuándo dejé de ser adolescente. Tampoco si sigo siendo joven.

Joven era Luca Prodan, que se murió después de vivir 34 años que parecieron 300. Cuando pasó eso, en diciembre del 87, el periodista Damián Damore sintió que todo se derrumbaba. “Con Sumo se me iba toda la adolescencia. Al toque me dejó mi novia, terminé emborrachándome en la fiesta de fin de año del secundario, haciendo un papelón grande, con mis hermanos y mi madre viniendo a rescatarme del verdugueo general. Sin Sumo, me di cuenta, no tenía nada. No me importaba nada”, le dijo a Oscar Jalil en Libertad Divino Tesoro.

Bien, Damore puede decir con exactitud cuándo dejó de ser adolescente. ¿Seguirá, como el Sí de Clarín, joven a pesar de las décadas? El suplemento tiene, apenas, 31 años de existencia, siempre atravesados por la frescura del momento. Es un producto ceratiano. Para el Sí, siempre es hoy. Sin embargo las autoridades del multimedio de Magnetto están a punto de estrellarlo, como hizo la NASA con la sonda Rosetta hace unos días.

Mientras escribo esto tengo a mano una caja repleta de suples Sí de la década del 90. Me alcanza con mirar las tapas y las fotos de algunos de los números para recordarlos por completo. Los leí durante toda la adolescencia de secundaria católica y provinciana. De familia conservadora. De padre que dejó de escuchar a Los Beatles cuando sacaron Sgt. Pepper’s. De ciudad en donde era muy difícil ver rock en vivo. En años -mis años- en los que el rock no era un negocio sino pura educación.

El Sí estaba ahí. Llegaba al mediodía como todos los diarios de Buenos Aires. Se publicaba en blanco y negro y traía un mundo tan variado y tan bien escrito que aún hoy, veinte años después, se sostiene por sí mismo. Lo leo y me sorprendo. Creo que me gusta más que en esos años de formación y descubrimiento. Podría haber sido un medio independiente. Ocho páginas llenas de notas excelentes que abarcaban todo lo que significaba cultura joven de ese momento. Me hace acordar a los semanarios británicos de los que hablaba Simon Reynolds en la introducción de Después del Rock: esos inks de papel barato que te dejaban los dedos llenos de tinta y el cerebro repleto de ideas y ganas de descubrir TODO.

Reynolds apareció en este país gracias a las notas del Sí que publicaba Pablo Schanton, que junto a Fernando García y José Bellas formaron la base que sostuvo el suplemento durante toda esa década. Pero antes y después hubo gente alucinante: Laura Ramos y su columna “Buenos Aires me mata”, aguafuertes porteñas Arlternativas. También Javier Febré, Diego Perri, Alfredo Rosso, Marcelo Montolivo, Sergio Marchi, Marcelo Panozzo, Natasha Niebieskikwiat, Gustavo Olmedo, Ernesto Martelli, Pablo Schteingart y varios más que vi en este repaso general.

Todos ellos armaron notas grandiosas que todavía disfruto leer, como “Ojalá estuvieras aquí”, enorme crónica de María Quevedo sobre Syd Barrett, publicada el 16 de enero del 98. María viajó a Cambridge, rastreó al diamante loco y llegó hasta la puerta de su casa. No tocó el timbre porque respetó el pedido de los vecinos y habitantes de la ciudad, que protegían al colifa psicodélico de los fans acosadores.

Esa nota me provocó fascinación por Barrett. Terminé encargando The Piper at the Gates of Dawn en una disquería del centro. Tardó tres semanas en llegar. Escuché el disco por primera vez cuando tenía quince años. Lo entendí recién a los 24, cuando ya vivía en otra ciudad y Barrett se había muerto. Desde entonces pienso que las reseñas de discos, películas y libros tendrían que aparecer sin apuro. Que una revista de rock publique en 2016 el comentario de un álbum de 1972. Y que los argumentos para destacarlo no sean juegos de palabras ingeniosas que no dicen nada, esos términos como “pop apocalíptico”, “rock líquido”, “post reggae progresivo que se derrite en los oídos”. ¿Qué mierda es eso? Mejor: “Es un disco excelente porque me hizo comprender que la vida merece ser vivida con riesgos, inquietando todo el tiempo. Once canciones que me hacen sentir el mismo placer que me provoca destapar una olla con salsa hirviendo y ver cómo el vapor empaña mis lentes. Temas que llegan de a poco y me cubren por completo porque son capaces de conmoverme en cualquier momento. Eso es, para mí, Ziggy Stardust, un disco que salió hace 44 años y yo escucho desde 2006. Recién ahora pude procesar las palabras necesarias para describirlo. Le doy cinco estrellas, escuchalo y fíjate qué te parece”.

El Sí de esos años, y todo el periodismo de rock bien hecho, me abrió la cabeza. Fueron los bonus tracks de los discos, los recitales y las bandas. Entendí mejor las canciones gracias a esos artículos maravillosos. Porque todo bien con la interpretación subjetiva, pero a mí también me gusta el voyeurismo artístico: conocer qué fue lo que inspiró a alguien a crear. Qué opina de los partidos de la selección, qué pasó en su infancia, cuándo murieron sus hermanos, en dónde vivía cuando compuso esas canciones y si viajaba en colectivos o limousines.

En pocas páginas, los periodistas del Sí metían un montón de datos, nombres e historias. Creo que hoy sería imposible ese suplemento noventoso por las reglas editoriales que dirigen los medios como si fueran un cero kilómetro o un nuevo desodorante, con estrategias de posicionamiento en base a lo que consume no sé quién puta. No me des lo que yo ya leo. Dame cosas nuevas, pegale trompadas a mi conformismo pelotudo que me lleva a escuchar siempre lo mismo y ver a las mismas bandas. Eso hace el mejor periodismo: descubre, ofrece en base a lo que pasa pero también a lo que tiene ganas, a lo que no está en Google y a los elementos y convicciones que usa para ubicarse en el mundo. Por suerte, aún hoy esos periodistas siguen laburando con el mismo empuje. Acá, acá y acá hay tres ejemplos.

El Sí que yo leí tenía todo eso. Te hablaba de la actualidad desde una mirada personal (la de sus autores) y ofrecía repasos que para los recién iniciados eran las mejores puertas de entrada. Y todo en el diario de mayor circulación en el mundo de habla hispana (595.190 ejemplares promedio de lunes a domingo a mediados de los 90).

También tenía mocos geniales, como cuando apareció una nota que aseguraba que Kurt Cobain estaba vivo y saludable. ¡Se publicó el 8 de abril de 1994! ¡El día que lo encontraron muerto! Me imagino cómo habrán puteado ese día en la redacción. Las noticias duraban más en esos años y la falta de internet provocaba que muchos no supieran qué pasaba en el mundo más allá de lo que publicaban medios como el Sí. Me sorprende la variedad de las notas que se sucedieron porque llenar un semanario es un dolor de huevos si uno piensa que repetirse es casi lo mismo que copiar y pegar. Sin embargo, el suplemento siempre mantuvo el nivel.

Algunas cosas que rescaté en el repaso por esta caja polvorienta:

Una excelente nota de Fernando García sobre la inminente expulsión de Federico Gil Solá de Divididos, con el baterista asumiendo sus responsabilidades y diciendo que volvería a la banda si Mollo y Arnedo querían.

Retrato de movidas y escenas: algo que el Sí hizo siempre. Buenos Aires Hardcore, la movida sónica, la trunca explosión del rock latino en USA, la cumbia villera, la movida pop de Miranda!, Adicta y Nerd Kids. El hip hop, el rock barrial.

Variedad: en una misma portada podían convivir Roxette (“el dúo sueco que le cambió la cara a la música pop”) y el “histórico concierto” de Hermética en el pabellón de la cárcel de Caseros.

Institutos de menores. Ciudad Oculta. SIDA, bulimia, anorexia, donación de órganos, empleo joven.

Reediciones nacionales en CD: “Breves consideraciones para una correcta edición”.

Los avisos de los recitales de Patricio Rey.

El romance ramonero con el público argentino.

La propuesta de Kiss a ¡Soda Stereo! para participar del tributo Kiss My Ass.

“Luca Feroz”: ¿Luca el nuevo Tanguito? ¡Una nota a la madre de Charly!

Fabián Polosecki te sugería qué hacer durante la semana (“Sábado: viajar por Ruta 3 hasta Rosas. Tomar grapa de durazno en la pulpería del Turco Chumen, un lugar donde la misma escena se repite hace cincuenta años”).

Walas era Willy.

El Che Superstar. Juegos de rol. Los zapatistas de Chiapas. Las selecciones juveniles de Pekerman. Beavis and Butthead, Ren and Stimpy, Dragon Ball Z. ¡Hijitus!

Rockeros trabajadores: Ciro fumigador, María Fernanda Aldana maestra jardinera.

Andrés Ciro y Francisco Bochatón, “las voces más inspiradas del Nuevo Rock Argentino y la esperanza poética de su generación”.

La visita de los Stones.

Miguel Tomasín.

Mucho rock alternativo, poco prócer. Algo de Pappo, nada de Spinetta, escaso Charly. Soda y Cerati solamente cuando había lanzamientos. Una nota titulada “El rock será alternativo o no será nada”.

Boom Boom Kid saliendo como “Carlos, 23, músico”, opinando sobre qué hacer en épocas de recesión. En la página siguiente, el afiche del Obras del Nuevo Rock Argentino 95, con Los Brujos, Babasonicos, Peligrosos Gorriones, Massacre y Fun People.

Guerra de los Balcanes. Cómics. Magazine For Fai. Ruth Infarinato. Alicia Silverstone

“En lo que va de 1995, sólo diez bandas debutaron con disco propio”, Ernesto Martelli, 15 de septiembre de 1995.

El Bananazo en Aca-Traz. Blur vs Oasis. La moda del blues. Actitud María Marta. Kids in the Hall. Alanis Morisette. Joan Osborne. DJ Deró: “Hay mucha gente a la que no le importa el rock”. Cazador. Coolio.

El fracaso constante de público de Babasonicos: “Somos los raros del rock”. 1996, comenzó la precaria internet: “¿Qué te hace falta para chatear?”. Beck.

La sorpresa por la adultez del rock: “Dylan y los Stones pasaron los 50”. El disco de Iorio y Flavio.

“La lucha pasa a manos de nuevas generaciones”: la aparición de HIJOS. El culto al grupo Suárez. El ascenso imparable de La Renga y Los Piojos.

El romance de Megadeth con el público argentino comenzó un año después del último River de los Ramones.

Cuando se cumplieron diez años de la muerte de Luca parecía que en realidad habían pasado muchos más. La cultura dance.

Charly García y la guerra contra la nada. Las Spice Girls. Calamaro y su triunfo devenido en excesos.

Gran nota a Bono. Pizza, birra, faso. Viejas Locas y la explosión rollinga. De la Serna y Cabré.

Otros tiempos: en pleno recital de Calamaro, una chica mostraba un cartel que decía “Violame”. En el verano, notas sobre un concurso del que participaban chicas de 13, 15 y 16 años. Competían por el mejor culo.

Cobertura de Radiohead en Nueva York en plena gira de OK Computer. Velvet Goldmine, Kids, Trainspotting. La Bond Street.

Poco teatro, algo de literatura: Verbonautas, Cucurto. Los okupas rosarinos. Las fotos de los Redondos 78.

La sanción del COMFER por “Señor Cobranza”, el escándalo que más le sirvió a Gustavo Cordera.

En 1998: “Hace 25 años, los hippies de B.A. Rock echaron a piedrazos a Rubén Rada. Hoy, en cambio, no hay artista más influyente que Jaime Roos”.

PJ Harvey.

Björk.

Pulp. Morrissey. Stone Roses. Bowie.

“Desde el punto de vista musical, es mucho más cercano a lo que podría estar haciendo Soda Stereo que a los grupos barriales que se sienten herederos de Los Redondos”, decía Cerati sobre Último Bondi a Finisterre.

La solemnidad de Rodrigo Martin: “Quiero recuperar el prestigio del pop”.

Lauryn Hill. Sleater-Kinney. Daria.

El hermano recuperado del bajista de Los Pericos.

“Avanti Morocha” silbado por los fanáticos de Los Caballeros de la Quema.

CQC. Futurama. Los cumbiastones. Cibo Matto. Leo García. La reclusión de Axl Rose.

“Caos. Represión. Prohibiciones. El duro oficio de ser joven y ricotero”.

Flaming Lips. Beta Band. Mechanical Animals.

Puertas adentro. El rock argentino de los 90 ya no mira hacia afuera.

Palo Pandolfo y la falta de popularidad de Los Visitantes: “Fuimos víctimas de la cultura menemstone”.

Cha Cha Cha. Todo X $2.

“Cómo se prepara el heavy metal para afrontar el efecto Y2K y no morir en el intento”.

La revolución productiva de El Otro Yo.

En esos años de adolescencia me encantaba agarrar la agenda del Sí (también la del No), mirar los recitales anunciados y jugar a elegir los lugares a los que podría haber ido de no vivir en otro lado. Todo era en Buenos Aires o en lugares inexplicables con nombres conurbanos que para mí eran lo mismo que nada. Y la oferta era gigantesca. En un mismo fin de semana podías optar por cosas como:

The Smashing Pumpkins, Parque Sarmiento, 22 hs, Gral. Paz y Balbín. $37.
Divididos, Club Muñiz de San Miguel, 22 hs, Cabral y Sarmiento.
Luis Alberto Spinetta & Los Socios del Desierto, Paseo La Plaza, 22 hs, Corrientes al 1600. $25 y $35.
Noche Hip-hopera con Apolo 11 y Reo, Nave Jungla, 24 hs, Nicaragua y Scalabrini Ortiz. $3 y $4.
Bersuit Vergarabat, Marquee, 22 hs, Honduras al 5300. $10.
Fiesta Dark (especial Depeche Mode), The Cathedral, 24 hs, Sarmiento al 4000. $5.

Debajo aparecían afiches pequeños. Ahí encontrabas cosas más importantes y elaboradas (“Las Pelotas - Para Qué? - Sábado 22 de agosto - 22 HS - Parque Sarmiento - Anticipadas con descuento $14”), mezcladas con bizarreadas maravillosas como:

     Sábado 12 septiembre - Cemento 
                  A77AQUE 
Ant. $12 + 1 remera - 1000 personas + Queso y batata 
               Un día perfecto  
               Un regalo perfecto
               Un postre perfecto
               Un lugar perfecto

Una vez vi que una banda ofrecía milanesas con puré además de rocanrol. También estaban los clásicos que se mantenían firmes en la grilla semanal, como El Espermatozoide Alienado.

Esta caja con suplementos podrá estar llena de polvo que me arruina las yemas de los dedos, pero huele a espíritu adolescente, como decía Cobain antes de pegarse el corchazo que arruinó el número del 8 de abril del 94. Y todavía lo recordamos a Kurt. Escuchamos sus canciones, lo adoramos aunque ya tengamos varios años más que los que él tenía cuando se mató. Igual que con el Sí: viví más tiempo que el suplemento, que deja de salir esta semana. Ya pasó la misma cantidad de años desde que dejé de comprarlo que la edad que yo tenía cuando lo empecé a leer. Pero la juventud es un estado de ánimo. Y será el último secuestro de esta vida.

Todo lo que no encaja

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Este breve posteo es la excusa para hacer un poco de autobombo. Hace algunos meses abrí un nuevo espacio. Se llama Todo lo que no encajay es algo así como el hermano menor de este blog.

La idea es compilar algunas de las notas que escribí en los últimos años. Textos que no tienen nada que ver con el rock y sus derivados. De ahí el nombre: esos artículos son los que no encajan acá, en el blog del palo.

Van a encontrar crónicas diversas: la visita a un cine porno, una tarde en un hotel de chicas trans, un acto del 2 de Abril con Urtubey llegando tarde, notas sobre Manuel J. Castilla y Paco Urondo, una entrevista a Osvaldo Bayer, un artículo sobre la marcha del Encuentro de Mujeres, otro de cuando me colé en el Congreso de la Nación y hasta una visita a un sex shop.

Pasen y lean todo lo que no encaja en Frases Rockeras, espero que les guste.

Daddy Issues

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Pablo Reyero cuenta tres historias “de verdaderos marginados” en Dársena Sur, un documental de 1997 que resulta insoportable por la crudeza que transmite. Aunque hayan pasado casi veinte años, hay que mirarlo. ¿Qué será de sus protagonistas? ¿Vivirán? Busqué a los tres personajes principales por Facebook. No encontré a ninguno. Atención, editores y periodistas freelance: averigüen qué pasó con esa gente, ahí hay una buena nota.

Diez años después, Reyero dirigió Ángeles Caídos, otro documental con una estructura similar: cuenta las historias de tres jóvenes de sectores marginales de la Ciudad de Buenos Aires. La diferencia es que al final se abre la puerta hacia una mínima esperanza.

Una de las historias es la de María Ángela, una adolescente que toca el cello en la orquesta de Lugano. Vive con su mamá, que tiene un kiosco en la villa. El padre no está. Se fue hace tiempo. Ángela dice que no tiene recuerdos del tipo ni ganas de reencuentros. “Ojalá que este año no venga mi papá”, dice.

“Mi papá no estuvo en mi primer día de la primaria ni la secundaria, pero mi mamá sí. Yo le debo por todo lo que ella hizo por mí cuando yo era chica. Ahora yo tengo que trabajar para ella. Quisiera que llevara una mejor vida, que se aleje de las cosas malas. La primera cosa mala es mi papá, porque se ve que la hizo sufrir mucho”, cuenta, rodeada de estatuas de vírgenes.

“Es muy triste si sentís que un padre no está con vos en los años que lo necesitabas. Yo estaba muerta y sobreviví. Cambié, sonreí. La música me hizo sobrevivir”, dice Ángela. Sólo la música puede darle amor sin pedir nada a cambio. Su mamá también, pero para Ángela, como para todos los hijos que se sienten en deuda, ayudar es una obligación, una culpa que vino de arriba que no se disfruta, se trata de cumplir.

Algo parecido vive Ezequiel, de 17 años, que en la escuela ya repitió dos veces porque, dice, no puede retener nada de lo que estudia. Pero con la música es diferente. Con la música se esfuerza más y más. Se hace preguntas y obtiene respuestas que no siempre le gustan pero lo estimulan. Toca el violín en la misma orquesta. Escucha hip hop y heavy metal.

Ángela y Ezequiel son dirigidos por Fernando, que prefiere escuchar desafinaciones antes que silencio porque cree que lo importante no es que estos chicos toquen en el Teatro Colón. Lo importante es que puedan desafinar. Desafinar es su derecho.

La otra historia de Ángeles Caídos es la de Eli, de 21 años, que desde mediados de los noventa toca en la banda Los Gardelitos, un grupo de rock que formó su padre, Eduardo Suárez, alias Korneta.

Eli, su madre Yuli y sus hermanos Cintia y Bruno viven en el famoso piso 16 de un edificio ubicado en el Bajo Flores, en Buenos Aires. El departamento es reconocido por los fanáticos del grupo gracias a las canciones que compuso Korneta. Una de ellas es “Monoblock”, que dice: “He venido del campo / A trabajar en la ciudad / Ya me he olvidado del tren / Que una vez me trajo acá // En mi pueblo no pasaba nada / Y un día me las tomé / Mientras mi madre decía / ‘No dejes de pensar en mí / Entre tantos edificios / Sólo hallarás la soledad’”. La canción, que arranca con aires folclóricos, termina con una lista creciente, cada vez más intensa: “No dejes que el miedo destruya tu amor / No dejes que nada destruya tu amor / No dejes que el gobierno destruya tu amor / No dejes que la religión destruya tu amor / No dejes que la escuela destruya tu amor / No dejes que las leyes destruyan tu amor / No dejes que la soledad destruya tu amor / No dejes que la miseria destruya tu amor / ¡No dejes que nada destruya este amor!”.

En realidad, Korneta viajó a la ciudad para buscar un amor destruido. Cuando tenía quince años dejó Mendoza para reencontrarse con su padre en Buenos Aires. Lo encontró, se puso a laburar, dejó la escuela secundaria y conoció la bohemia del primer rock argentino. Se empezó a picar y a leer, porque como cuenta un amigo suyo de esos años, cuando estaban dados vuelta hablaban todo el tiempo y si estaban solos, leían. Leyó a Artaud al mismo tiempo que Spinetta, antes de la salida del disco. Fue a ver a Moris, que se colgaba hablando largas parrafadas entre tema y tema. Conoció a Tanguito, escuchó a Manal.

En el libro Rock Sudaka, Juan Mendoza cuenta la historia completa. Recopila testimonios para pintar el relato de una familia que logra triunfar (es decir, se consolida, se une para siempre) a un precio altísimo.

A los pocos años de estar en Buenos Aires, después de soportar varias idas en cana y hasta una internación en el Borda, Korneta conoció a Yuli, esa Negra Poli oculta, y se encargó de disfrutar de todo lo que no tuvo en la infancia. La alegría que tuvo Korneta cuando el Banco Hipotecario les dio el famoso departamento es uno de los mejores pasajes del libro, porque se percibe la tranquilidad, el final de la peregrinación por casas abandonadas que ocupaban hasta que llegaba el desalojo.

En el libro queda claro que la familia, el techo, la música, el escabio y la falopa eran las cosas que hacían feliz a Korneta y también las que lo esclavizaron. Fue esclavo de la familia porque se sintió responsable del sustento, el encargado de parar la olla. Del techo, porque convirtió sus viviendas en lugares de caravana interminable, de momentos de pura fraternidad, de mesas para veinte. De la música, porque el rock primero lo hizo buscar la libertad y después lo desbordó con miles de dólares despilfarrados. Del escabio y la falopa, porque nunca terminó de controlarse y el final fue tan anunciado que no tomó a nadie por sorpresa.

En Ángeles Caídos aparece Bruno con esquizofrenia desarrollada. Físicamente es un calco del padre. Fuma muchísimo, habla de sueños en el año 7070 y dice que la música le habla. Eli aparece como el más centrado, como siempre en toda la historia de la banda y de la familia. En un momento está parado en el balcón del departamento. Es un día nublado y se ve una gran parte de Buenos Aires desde allí. El plano que lo toma, de costado, muy cerca de la cara, recuerda a una entrevista a Kurt Cobain para Much Music, en Seattle.

Cobain también tuvo un padre horrible. Fue feliz hasta los nueve años, cuando llegó el divorcio. Desde entonces, nunca más pudo mantener buenas relaciones con el viejo. Apenas pudo se casó con Courtney Love, tuvo a Frances y se aferró a su nuevo trío. En In Utero hay un par de señales de ese mambo paternal. En “Serve the Servants”, la primera canción del disco, dice algo así como “quise tener un padre pero sólo tuve un papá”, y “quiero que sepas que ya no te odio, no hay nada que pueda decir que no lo haya pensado antes”. Es decir, te odié tanto que no se me ocurren nuevas formas de odiar.

En “Heart Shaped Box” le pide a Courtney “tirame el cordón umbilical así puedo volver”. Es una frase muy Lennon, que le decía “madre” a Yoko Ono. El beatle también tuvo lo suyo: el viejo se fue y apareció años después. La madre también. Lo crió su tía. ¿Reacción? Se entregó a Yoko como Pink se somete a la concha gigante de The Wall, tuvieron a Sean y se encerraron para siempre. En el medio, escribió “madre, vos me tuviste, yo nunca te tuve. Padre, vos me dejaste, yo nunca te dejé”.

Es decir, si tuviste un padre de mierda vas a formar una familia apenas puedas. No vas a querer repetir la historia. Vas a querer que tu mujer y tus hijos tengan todo lo que no tuviste de pendejo para por fin tenerlo vos. Pero en realidad es todo mentira. ¿Tener qué? Si ya no vas a recuperar la infancia. Vas a perseguir la felicidad que nunca fue ni será, porque con los hijos es distinta. Sin embargo, ahí vas, derecho a romperte la cabeza con autoexigencias que no te corresponden. Intentás ser buen padre para salvar a tu papá. ¿Por qué no mejor hacés bien las cosas por vos mismo en lugar de querer reivindicar a un boludo que te caga la vida hasta cuando no está?

“Eludan a la muerte y consigan una esposa”, cantaba Luca Prodan en “Like London”. ¿Problemas con su padre? Claro. Llegó a pegarle un sopapo al viejo delante de toda la familia. Era rebelde, Luca. La oveja negra. Hacía todo mal, según la óptica paterna, que nunca lo aceptó del todo. No consiguió formar una familia, pero hablaba de eso en las canciones y lo deseaba. Es lo que opinan algunas de las personas que más lo conocieron en sus años argentinos.

Korneta Suárez, poeta y cantor popular injustamente ignorado, supo que el peor padre es el que no le pide perdón a los hijos, el que no se cuestiona nunca. El que cree que la cabecera de la mesa es para él. Se dio cuenta de que el padre tiene que dar amor porque sólo el amor puede sostener. Que el amor no es decir te quiero sino comprender. Apoyar y no subestimar. Ser padre es dejar desafinar.
          
         
                   

Apuntes sobre “Yo no estoy aquí”, de Pipo Lernoud

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(A la foto la saqué de acá)

Es mucho más grande de lo que pensaba. Tiene 350 páginas. El diseño es muy lindo, bien variado. Algo que se aprecia en todos los libros de Gourmet Musical que pude leer hasta ahora.

El índice es larguísimo. Eso quiere decir que los textos no son extensos. Es un libro dinámico, intuyo. Aunque dinámico parece la descripción de un puesto en un call center o en una empresa garca que convoca a estudiantes para pagarles dos pesos y ponerlos a hacer de todo. Dinámicos, proactivos, con ganas de trabajar en equipo y ser explotados.

En el prólogo, (de pie) Alfredo Rosso (sentarse) propone leer a la bartola. Dice: “Uno lo puede leer en el orden en que están dispuestas las páginas, pero para mí funciona todavía mejor si uno lo abre al azar en cualquier página y se mete de lleno en el tema que obsesiona a Pipo en ese lugar y en ese momento”. Bien, hagamos eso. Convirtamos a “Yo no estoy aquí” en el “Rayuela” del periodismo contracultural.

Empiezo, sin embargo, por el principio. Perdón, Alfredo, siempre fui un contrera. Es que al lado de tu prólogo hay un texto muy corto en el que Pipo cuenta cuándo y dónde nació. Cuenta un par de cosas más a modo de intro y le da pie a la sección “Diarios”, que abarca escritos realizados entre el 64 y el 66, hace medio siglo.

Leo la entrada 145, de agosto de 1966. Pipo tiene 19 años. Escribe:

Hay que acabar con el profesionalismo y la especialización dondequiera que sea. 

¡Basta de libros!
Basta de masturbaciones intelectuales. 
Quemé todo.
Quemé de un saque tres años de literatura, tres años de trabajo y fe en algo. 
No quiero prometer no leer, pero voy a dedicarme a los cuentos para chicos solamente. 

Solo la vida importa. 
Y la revista, para abrir caminos limpios. 

Basta de Bar Moderno.
Basta de exposiciones.
Basta de barbas.
Basta de discusiones. 
Basta de palabras.
Basta de gestos.
A lot to be. 

Solo no hay trampa para la orden de hacer fuego hasta que todo arda. Cortázar incluido. 

Solo quedo yo. 

Esta primera parte es pretenciosa y tiene dramatismo adolescente. Me hace acordar al protagonista de Submarine, que para contar lo mal que la pasa sin la chica que le gusta dice algo así como “todos los días me quedo mirando el ocaso hasta que el cielo adquiere el color de mi corazón”. Genial.

Avanzo hasta la página 258 y encuentro un texto que se llama “¿Qué hace Bob Dylan aquí?”. Me acuerdo de haberlo leído en La Mano, donde salió originalmente, hace como diez años. Me gusta la historia. Pipo está en Nueva Zelanda junto a un grupo de personas de todo el mundo. Hombres y mujeres que viven de la agricultura, gente que tiene granjas cooperativas, que realiza caminatas de cinco días. Y se pregunta algo que todos nos preguntamos alguna vez en asados o fiestas hogareñas: ¿Será que me matan si pongo este disco?

Pipo se la juega y pone el disco 2 de No Direction Home, el séptimo volumen de la colección The Bootleg Series. Inmediatamente se sorprende porque todos se ponen a cantar “Maggie’s Farm”, la canción que todo proletario debe interpretar a voz en cuello justo antes de largar todo a la mierda.

               

El texto termina con una imagen mejor aún: todos en pedo bailando versiones reggae del Nobel Bob.

Este es el Pipo Lernoud que más me gusta, pienso ahora. El que se saca de encima el papel de “ideólogo del rock argentino” y simplemente está en otra cosa.

Pero hay cada historia… Qué buena que está la de su viaje a dedo y tren desde Córdoba a fines de los sesenta. Se le cagan de risa por el pelo largo y los pantalones colorinches, va en cana por lo mismo y se come una semana adentro porque los policías no le creían que era un simple artista que deambulaba gracias a las regalías de "Ayer nomás".

En otra parte están los resúmenes de las emisiones de La Mano Radio, el programa que Pipo condujo con (de pie) Alfredo Rosso (sentarse) en 1995 y 1996. En la emisión del 17 de septiembre del 95, Pipo se frustra por un debate sin resultado en los medios sobre “procreación responsable” y dice: “Mil abortos por día parece ser el ideal de política poblacional para algunas personas que se oponen a la educación popular en el uso de anticonceptivos. Cinturones de pobreza que rodean a las ciudades, donde los que no tienen techo, no tienen trabajo, no tienen nada, se reproducen porque no tienen alternativa, la sangre llama con una fuerza irreprimible. Y no tienen alternativa porque no pueden o no saben elegir cuántos hijos tener. Abandonados de la mano de Dios y los obispos, negados por el sistema, ni siquiera tienen la oportunidad de hacer uso de esas palabras tan formales: ‘procreación responsable’”.

Hace poco se publicó el cuadernillo “Aborto Legal: el derecho que falta”, realizado por la Universidad de la Concha, feminismo explícito, que informa que en Argentina se hacen 500 mil abortos clandestinos por año y 80 mil mujeres deben ser hospitalizadas luego por infecciones y hemorragias. El trabajo, que es de descarga gratuita, agrega que las mujeres que mueren por realizar abortos inseguros son las que no tienen recursos económicos para practicarlos en el lucrativo circuito clandestino. La mayoría de ellas tienen entre 20 y 34 años de edad, están casadas o en pareja y tienen varios hijos.

“Tratamos de ver a Serú Girán”, título de una nota que apareció en la Expreso Imaginario 29, de diciembre de 1978. Es el famoso artículo escrito por Pipo que golpeó jodido a los fabuloso cuatro del rock argentino. Tanto, que acusaron recibo en la tapa de La Grasa de las Capitales, el disco del año siguiente.

Pipo los mata. Es una crítica, diríamos hoy con lenguaje de periodista deportivo, innecesaria. A veces uno piensa que algunas bandas se merecen un artículo que diga “son horriblessssss”, pero después, como Las Pelotas, se pregunta ¿para qué? Mejor ignorarlos y ya. Pero Pipo no pudo ignorar a los Seru. De David Lebón, dice que canta sin dulzura. De Charly, que sus ojos no brillan. Lo destroza a Aznar por hacer un cover. Para justificar irónicamente el recital desastroso asegura que en realidad está viendo a los “dobles” del grupo. “Estos saltimbanquis pedantes y mecánicos no son un substituto adecuado”, escribe. ¡Les dice peleles!
 
             

Encuentro una lista breve. Son las “verdades después de 30 años de rock nacional”. La primera dice que ninguna movida tiene toda la posta. La segunda, que siempre hay algo nuevo pasando en algún lugar tomando forma. La tercera, que siempre hay alguien que cree pertenecer a una elite de vanguardia. La cuarta: siempre hay una versión lavada de lo que pasa afuera. La quinta: siempre hay alguien que sólo hace rock y blues. La sexta, que siempre hay alguien que representa a los márgenes de la ciudad. La séptima, que siempre hay alguien que representa una “visión de izquierda”. La última es la que más me gusta: lo que es perseguido por la cana va a ser grande en el futuro. Desde Almendra en el Payró hasta 2 Minutos hoy.

Tengo una anécdota graciosa. Pasó en el estudio de FM La Tribu en 2013. Fui de invitado al programa que Pipo y Ezequiel Ábalos conducían de lunes a viernes a las dos de la tarde. Como era un periodista recién llegado del norte me invitaron a pasar rock de esa zona. Llevé La Yugular Reggae, de Jujuy; LaForma, de Salta, y Los Random, de Tucumán. Cuando sonó el tema de los tucumanos Pipo se indignó. Negaba con la cabeza y se preguntaba cómo podía ser que no cantaran en castellano.

Bueno, Pipo, porque los tiempos no están cambiando, ya cambiaron. En 1966 estuvo muy bien plantar bandera, crear una movida. Hoy las cosas son diferentes y lo que se consiguió hace cincuenta años no se va a perder nunca, evoluciona constantemente. Cantar en inglés, chino, francés, castellano o una jerga inventada es lo mismo. La influencia que vos y tus contemporáneos nos dejaron se transformó en centros culturales, vive en la libre circulación de la música y las ideas por la web. Respira profundo en las movidas independientes alternativas que le dan la espalda a los grandes festivales y medios hegemónicos. El espíritu del rock argentino que creaste con Spinetta, Abuelo, los Manal, Pappo, Moris, Tanguito y el resto está más vivo que nunca, pero tiene objetivos diferentes.

                 

Decía que lo que más me gusta del libro es cuando Pipo se sale del lugar común que le asignó la historia y cuenta cosas menos populares, como su faceta de cultivador orgánico. Amé el texto “Primeros pasos en la huerta”. Me encantó y no entendí una mierda, pero me dio ganas de aprender. Al principio dice: “Antes de decidir el emplazamiento de una huerta conviene conocer el terreno que se dispone para elegir bien, y si hace poco tiempo que se lo tiene, por lo menos observarlo durante unos días antes de clavar la pala”. Bien, buenísimo hasta ahí. Después se pone complicado porque tira recomendaciones para gente que tiene dominio del asunto.

Algún día me gustaría aprender, porque ya estoy cansado de escuchar que todo lo que me meto al cuerpo está contaminado. Que el pollo tiene anabólicos, que el tomate no tiene gusto a tomate, que el atún de la lata no es atún, que Monsanto, que la soja. No se puede comer nada, así que ya me convencieron de que tengo que ser mi propio proveedor. ¿Pero cómo carajo hago si no tengo ni dos metros cuadrados de tierra porque vivo en una ciudad cada vez más colapsada?

Hace ya algún tiempo que pienso, sin ningún sustento teórico, que lo mejor que nos puede pasar es aislarnos cada vez más. Volver a ser pueblitos, convivir con pocas personas alrededor. Alejarnos de las ciudades. Largar las redes sociales a la mierda y consumir la información necesaria y no este exceso de tuits, retuits, compartidos, selfies y whatsappeos. Estamos cada vez más uniformados, consumiendo lo mismo, leyendo lo mismo, escuchando a las mismas bandas. La información del boca a boca se trasladó a la web. Ahora los barrios, los nichos, son nuestros micromundos de Facebook, Twitter, Instagram y más. Caímos en la trampa de la libertad. Este libro me provoca ganas de salir de todo esto para, al menos, probar algo diferente.

                                        

Cinco versiones de una canción diferente

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(Celeste acarreando equipos. Esto al Indio Solari no le pasa. A la foto la saqué de acá)

Tengo una teoría absolutamente injustificada que dice que cuando una canción es superior es imposible que alguien haga una mala versión. Digo injustificada porque es cuestión de googlear un poco para encontrar ejemplos que me refutarían en dos patadas. Pero bueno, no estoy dispuesto a discutir (?).

Creo que "Una canción diferente", de Celeste Carballo, es uno de esos temas indestructibles que no serían malos ni aunque los agarrara un supergrupo conformado por integrantes de lo peor del rock argentino, que todos sabemos quiénes son pero no los vamos a nombrar porque hemos dejado atrás los días de furia adolescente para pasar a un frío profesionalismo periodístico.

El tema apareció originalmente en Me vuelvo cada día más loca, el disco debut de Celeste, publicado en 1982. Desde entonces, la cantante la interpretó varias veces con distintos partenaires. La idea de este post es sencilla: repasar cinco versiones de esta hermosa canción.


1 - La original, con David Lebón
"Una canción diferente" fue el tema número 2 del lado B del vinilo original de Me vuelvo cada día más loca. En el CD aparece como track 7. En esta versión, Celeste canta junto a David Lebón, que le disputa seriamente el protagonismo pelando una de las mejores voces de su carrera. Una interpretación cercana al ya legendario disco debut como solista del músico, que por esos días se despedía de Seru Giran.

                   

2- En vivo en lo de Badía, con Baglietto
Es 1984 y Celeste va a Canal 13 para interpretar una versión intensa y aún más blusera que la original, en este caso con Juan Carlos Baglietto, que luce como una mezcla de Litto Nebbia (por el look) y Freddie Mercury (por el micrófono). El rosarino se pone a la altura de la vara de Lebón, pero con su impronta.
       
                   

3- Con Sandra Mihanovich
Todo indica que nuevamente es el programa de Badía pero nuestra juventud y la falta de datos no nos permiten chequear el origen de esta versión edulcorada y un poco acartonada. Es lo más flojo de este compilado, pero la rescatamos para que puedan apreciar la mirada enamoradísima que Celeste le tira a Sandra Mihanovich. Podemos decir que el amor justifica muchas cosas. Está bien.

                   

4 - Con Juanse
Hermosa versión. Apareció en 2001, en el disco celesteacústica. Es recordado el video en el que dos de esos horribles muñecos inflables que se mantenían en movimiento constante en la entrada de algunos comercios protagonizan una historia de amor silenciosa. Juanse hace un gran papel secundario. Se limita a cantar de manera sobria, con buen gusto.

                   

5 - En vivo en la TV Pública
Una señora de casi sesenta pirulos lookeada como mi tía Alcira se manda la mejor versión de una canción que grabó a los 26 años. Dentro del especial Somos Todas, emitido en 2015 por la Televisión Pública, Celeste se hace cargo de toda la letra y ofrece una interpretación sorprendente. Pura experiencia. Que alguien le produzca un disco con mugre, urgente, y la reivindique como una de las mejores voces del rock argentino.

               

La vanguardia es así

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En 1996, Charly García cantaba: “Yo sé que soy un amable traidor”. Tenía razón. Como Bob Dylan, se había convertido en Judas para los viejos fans. A fines de ese año había dado a conocer Say No More, el alter ego capaz de cometer herejías contra la solemnidad rockera. Fue el primer reality show de la Argentina. Un cóctel de experimentación, escándalos mediáticos, excesos, fracasos, demasiado ego y canciones geniales.

Dos años después, en Rolling Stone, García aseguraba que con Say No More había demostrado que su carrera estaba afuera del circuito mainstream de sponsors y abogados. Y no lo dijo, pero estaba claro que también se movía lejos del radar de los periodistas. El diario Clarín lo había destrozado en la reseña de los conciertos del Teatro Opera de diciembre del 96. Lo catalogaba como un colifa sin rumbos, un ídolo en decadencia que había perdido la famosa antena que le dictaba la banda de sonido de los argentinos.

Charly no acusaba recibo. Sabía lo que quería, aunque todos pensaran lo contrario. “El orden para mí, el caos para los demás”, solía decir. “Recibí una carta de una chica de catorce años que decía que si algo me faltaba para ser lo máximo, eso era Say No More”, contaba en la misma entrevista.

Y aún faltaba lo mejor: la búsqueda artística que Charly desarrollaba desde mediados de la década todavía no había alcanzado su máximo nivel. Entusiasmado y desafiante, el símbolo del rock argentino quería ser más under que el under.




Hace veinte años, Charly salía todo el tiempo en los diarios, revistas y noticieros del país. Los periodistas lo perseguían igual que a Diego Maradona. En el verano del 96, sus escándalos se cruzaron. Mientras el 10 encabezaba la campaña “Sol sin drogas” por las playas de la costa atlántica, García se mofaba de la iniciativa del gobierno menemista sin ningún reparo y en el mismo lugar. El 20 de enero, en un pomelístico recital gesellino que tendría que haber sido presentado por Tony Sorete, manager de rock, Charly dio vuelta la ecuación: pidió drogas sin sol. El diario La Nación lo resumió de manera excelente en una crónica antológica que apareció el martes 23 de enero, día del cumpleaños de Spinetta: “Charly García volvió a ser protagonista de un escándalo en el Autocine de Villa Gesell la noche del sábado cuando su guitarrista Carlos ‘el Negro’ García López respondió con una contundente trompada a los comentarios de García que aseguraban que ‘el Negro es un mal amigo que me incita al alcohol y a las drogas’ (...) Con un evidente estado de dispersión, el músico no pudo demostrar esta vez todo el talento que posee. Se olvidó las letras de las canciones, realizó piruetas acrobáticas y lanzó varias frases provocativas: ‘Mejor que sol sin drogas es drogas sin sol’ y ‘Tráiganme mi saco y mi saque’ fueron algunas de ellas. Además sufrió confusiones geográficas: durante toda la noche agradeció al público marplatense la asistencia a este recital”.

En febrero, Charly tuvo que ir a declarar a los tribunales de Dolores, imputado por apología del consumo de estupefacientes. Fue un comienzo de año que hubiese retirado a cualquiera. Para García era el inicio de una de las temporadas más intensas de su vida. En el otoño viajó a España, donde grabó canciones para la película Geisha, de Eduardo Raspo. A último momento, el director no quedó conforme con el material y lo bajó del proyecto. “Cuando me dijo que lo que hice no le servía yo dije ¡bien!. Porque a mí sí me podía servir. Decidí que tenía que hacer algo con lo que tenía grabado”, le contó a Sergio Marchi una madrugada de mayo del 96, cuando el disco aún estaba en proceso.

Eran épocas de conductas imparables. Charly no dormía, enchufaba y desenchufaba equipos, filmaba películas caseras, hacía covers, pintaba y componía. Un día, su hijo Miguel Ángel no aguantó más y le suplicó “papá, pará con el concepto constante”. La frase le sirvió para terminar de redondear lo que había comenzado a cranear en 1994, cuando publicó La hija de la lágrima, el disco que hoy se considera el eslabón entre el Charly clásico de canciones perfectas y el monstruo que hacía música que no mejoraba la vida, la reflejaba.


                                                         

Say No More era una película inconclusa de argumento difícil. Un disco caótico, con muchas capas, samples, instrumentos que parecían estar sonando de manera incoherente, voces que cantaban diferentes letras al mismo tiempo, una catarata de efectos y oscuridad, mucha oscuridad. Un álbum que climáticamente se relacionaba con Ciudad de pobres corazones, sólo que lo que en Fito era tristeza, bronca e impotencia por un hecho puntual (el asesinato de sus tías), en Charly era la certeza de una vida que nunca será hermosa. Un mundo lúgubre en el que nadie da amor ni comprende al otro, donde las casas están vacías y la vejez es inminente. La tapa era la antítesis de la de Clics Modernos. Charly pasó del moderno rockstar que miraba a la cámara con la seguridad del que estaba por encima del resto a esconderse, a no querer formar parte.

Empezaba con “Estaba en llamas cuando me acosté”, una canción lógica para un álbum grabado en un momento imposible. Después de semejante año, ¿cómo tenía que comenzar el disco de Charly García? Prendido fuego. El tema estaba inspirado en Todo lo que hacemos sin saber por qué, de Robert Fulghum, un libro que Charly leyó durante una de las internaciones psiquiátricas que sufrió en la primera mitad de los noventa. De ahí sacó el relato del comienzo y el título, el mismo que había utilizado para bautizar el disco de covers de 1995 que había publicado bajo el nombre de Casandra Lange.

“Ni siquiera puedo entender lo que hago a veces, nena, pero sé que tú podrías entenderme a mí”, cantaba García. Era pura angustia rabiosa en medio de Beatles sampleados, teclados omnipresentes y voces que iban y venían. El riff estremecedor que entraba en la mitad del tema le daba a la canción algo de cuarto destrozado después de un imparable ataque de nervios a la Pink en The Wall.

“Vemos…”, “Constant Concept”, “A1”, “Plan 9”, y “La vanguardia es así”, eran cinco instrumentales repartidos por todo el disco. Resabios de lo que seguramente fue parte de la banda sonora de Geisha. Teclados tétricos, saxofones freejazzeros, audios de conciertos y referencias muy escondidas a temas viejos de su discografía. “Canciones de jirafas” y “Necesito un gol” eran dos temas viejos que podrían haber sido hit. “Alguien en el mundo piensa en mí”, fue el único que sonó en la radio. “Say No More” y “Cuchillos” eran el corazón del disco, dos canciones desgarradoras, donde Charly conmovía desde la voz y la melodía.

“Después de hacer este disco no puedo tocar con instrumentos que suenen como instrumentos. El disco no es eso. Nada suena como una guitarra, ni como un bajo. No hay nada de eso. Es todo una deformidad”, explicaba Charly, antes de tocar en Rosario.




Las presentaciones oficiales de Say No More se realizaron los días 27 y 28 de diciembre de 1996 en el Teatro Opera. El primer concierto mantuvo una estructura similar al disco, con canciones que parecían incompletas. El segundo terminó en escándalo.

“Charly García se fue del Opera después de cantar cinco minutos”, titulaba La Nación el lunes 30 de diciembre. Y agregaba: “El recital de anteanoche se inició con el tema que da título a su nuevo trabajo, pero, cinco minutos después de iniciar su actuación, abandonó el escenario tras reprocharle al público: ‘Ustedes no saben la letra’”.

Pero como dijo Fernando García en una revista La Mano de 2007, Charly García no podía hacer otra cosa que puro bardo arriba del escenario para estar en sintonía con lo que había grabado.

Fue el propio García quien entrevistó a Charly diez días después de esos conciertos. La nota “Todo salió como yo quería” fue tapa del suplemento Sí del viernes 10 de enero de 1997. La entrevista intentó entender ese “happening involuntario que tomó al público de rehén”, como describió el periodista en el libro 100 Veces Charly, escrito junto con José Bellas y publicado a mediados de este año. Fue uno de los primeros artículos que habló del departamento del séptimo piso de Coronel Díaz y Santa Fe. Con el tiempo, el lugar se convirtió en un mito más dentro del mundo Say No More, con las paredes pintadas, el televisor gigante con una mira en la pantalla, la falta de comida, la Coca Cola omnipresente, los muebles destartalados, la presencia de buitres y fans, y con Charly siempre en su habitación, como si la cama fuera una burbuja en la que se refugiaba para no saber nada de lo que pasaba afuera. Ni siquiera en el cuarto de al lado. Desde allí, el músico respondía a las críticas: “Desde que tengo cuatro años doy conciertos. Tengo cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco o algo así. Estamos hablando de una vez. ¿No será que la gente está defraudada de sí misma? Estoy tocando un disco que dice que el incendio no se sabe cómo fue, que estaba en llamas cuando me acosté y que la primera vez te tienta el diablo pero la segunda lo hacés porque querés”.

La nota continuaba describiendo el día a día de García. Mientras que para una vieja la cotidianeidad es que le aparezca el sodero y la llamen las vecinas para hablar media hora por teléfono, a Charly lo seguía una mina que lo filmaba todo el día (“Anthology, baby”). El reality antes del reality. Y de golpe, “Ana, la loca”, la fan sin caramelos en el frasco que lo acosaba cada vez que podía, hacía estallar las puertas del departamento a piñas limpias.

Después, Charly hablaba de Viejas Locas. Decía no conocer al grupo (“¿Son hombres o mujeres?”) pero celebraba una remera que era “emblemática”: “Tiene la plantita esa y atrás dice: ‘A nadie importa si yo cuido mi plantita’. Y el nombre mata”.

Con la cita a los ponchazos de la letra de “Intoxicado” (en realidad, Pity cantaba “a nadie le importa si yo cuido mi flor”) García lograba mostrarse mucho más actual que cualquier disco de esos años que hubiera intentado sonar acorde a la época. Say No More se complementaba con lo que sucedía afuera de la música. Algo similar sentía Charly por Marilyn Manson y Nirvana. Lo dijo en una entrevista de 2004 para Rolling Stone: “Me gusta más lo que representan que lo que hacen. De Nirvana no me gustan todas las canciones. Llega un punto en que me parece muy monótono, o hasta estúpido. Pero me gusta lo que defienden y también esa cosa anticomercial dentro de las posibilidades que te dan 200 millones de discos vendidos. Ir a un show y no tocar el hit, por ejemplo. Ese auto-boicot me parece interesante. Para alguna gente es antiprofesionalismo, pero para mí es muy romántico. Y ese tipo (Kurt Cobain) me parecía muy romántico. No era punk. Es decir, era punk en la desfachatez y en la generación, pero estaba muy tamizado por Neil Young, que fue el primer alternativo; por la cosa helpless de Neil Young. Desamparado”.

La nota del Sí entregaba su mejor parte en los últimos párrafos:

-Mi disco está hecho, aunque digan las mierdas más grandes sobre mí. Yo con Say No More me divertí. Y el que no la pesca que se salga del camino porque molesta. Esto es una guerra, man.
-¿Contra qué?
-(Silencio prolongado) Contra la nada.


                                               

“Más o menos desde la época de La hija de la lágrima mi intención es revisar los conceptos preestablecidos de la vida de un músico”, le dijo García a Rolling Stone en diciembre de 2001. “Eliminé las barreras entre el público y yo, y creo que fue la mejor decisión que pude haber tomado”, explicaba. Era una declaración ambigua. Por un lado, Charly era una estrella de rock que vivía como un tipo al que lo superaba todo excepto la música. Sólo le daba importancia a las canciones. No necesitaba lujos y vivía en un departamento de alcurnia destrozado que parecía recrear “Estaba en llamas cuando me acosté”. Por otro, amaba el trato distintivo, creía en el Hall of Fame, se consideraba el ombligo del mundo y vivía rodeado de un séquito de chupamedias.

En algún momento entre 1996 y 1998, Charly abrió las puertas de su vida. Cambió el paradigma de la estrella de rock. Mientras el Indio Solari se encerraba en una casa alejada con una escopeta y siete perros, García reproducía su propio Dakota sin una Yoko que se pusiera la gorra. Libre albedrío. Podía pasar cualquiera. Yo mismo, con 18 años, me colé en el edificio, tomé el ascensor señorial decorado con liquid paper por cientos de fans y llegué hasta el séptimo piso. Me enfrenté a una puerta blanca pintarrajeada con aerosoles, toqué el timbre y esperé. Del otro lado se escuchaba música incidental a un volumen demencial. Por suerte, nunca me abrieron.

Hay una entrevista de principios de 1999 que Charly le dio a CVN, el canal informativo ligado a América TV. Tranquilo, buena onda y predispuesto para hablar desde el bar de la esquina de su casa, se permitió bromear con un fan que interrumpió la nota para agradecerle por los shows presentación del disco El Aguante que había dado en Obras Sanitarias. Justo antes del cierre, miró a cámara y habló: “Por favor, les pido, no hay ningún problema con nada, pero no toquen los timbres de los vecinos, que me van a matar, chicos”. Y le dijo al periodista: “Este fin de año fue terrible. Claro, vienen (hace el gesto de tocar timbre) ¡pum! le erran”. Y volvía a mirar a los ojos: “Muchachos, aguante. No digo que no vengan, eh, ojo. Digo que ojo al piojo”.

Miles de personas que nacimos cuando Charly grababa su trilogía legendaria de Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano bar fuimos cautivados por la etapa Say No More. Éramos los aliados, las ratas que el flautista llevaba adonde quería. Los adolescentes de los noventa entendimos la búsqueda, nos identificamos con el caos e hicimos el aguante. Para nosotros, la obra post La hija de la lágrima no era inferior a los discos ochentosos. Así lo aseguró el marplatense clase 84 Martín Zariello en su excelente libro para mega fanáticos No bombardeen Barrio Norte. En los 90, Charly tenía un público que se asemejaba al de Patricio Rey, Los Piojos, Las Pelotas o La Renga. Otra vez conectaba con los años que vivía mientras los vejestorios lo criticaban. La antena funcionaba a la perfección.

Sólo dos meses después de haber escandalizado al Teatro Opera, Charly espantó a todos los conservadores que lo vieron subir al escenario Atahualpa Yupanqui de la Plaza Próspero Molina como invitado de Mercedes Sosa. Juntos cerraron la edición 1997 del festival de Cosquín. Pero esa vez no pasó nada. Charly dejó el concepto constante en camarines.

Ese año apareció Alta Fidelidad, el disco en el que La Negra interpretó las canciones de Charly. Un álbum tan bello como oscuro. Mercedes Sosa cantó dentro de un clima enrarecido, más contenido que en Say No More pero en la misma sintonía. El álbum todavía espera un rescate que lo ponga a la altura. Es una obra que por momentos se encuentra con los discos de Johnny Cash producidos por Rick Rubin.

En 1998, Charly viajó a Miami para grabar El Aguante, que comercialmente pasó igual de desapercibido que Say No More y recibió peores críticas. Fue armado con canciones nuevas, covers y rescates de la obra previa de García. “Kill My Mother” fue el tema destacado. Supuestamente, Charly cantaba en contra de Carmen Moreno, su madre, con quien está peleado desde 1995 por haberlo forzado a internarse en una clínica psiquiátrica. En realidad, hablaba, como siempre, de él. Decía “matá a mi madre, matá cualquier cosa, pero no me mates a mí”.

“Hay algo que quiero que se publique: estoy absolutamente en contra del método que utilizaron la Courtney (Love) y mi mamá para internarme a mí e internar a Kurt (Cobain, claro). Eso que se llama amor duro. Es un método que consta en no explicarle nada al que se supone que está mal, cerrarle todas las vías de acceso a cualquier tipo de cosa, dejarlo en la lleca... ‘Prefiero que esté muerto antes que sea drogadicto’, eso lo escuché de mi propia madre. Te vuelven loco. Y una vez que te vuelven loco, firmás un papel y te intervienen. Te cortan la vida, te sacan de tu casa, te cagan a trompadas, te meten en una clínica de hijos de puta que hacen guita con eso, que curran con la merca, la heroína y los padres adinerados de los adictos del mundo”, le dijo García a Pablo Plotkin en 2004, cuando se cumplían diez años de la muerte del líder de Nirvana.

La relación entre Charly y sus padres es casi desconocida para el público. Se saben pocas cosas. Una es que el viaje que realizaron a Europa, sin Charly, cuando éste era un niño, fue lo que le provocó la crisis nerviosa que derivó en el vitiligo que le dejó la mitad de la cara blanca. No mucho más. En el suplemento Sí del viernes 14 de octubre de 1994, Natasha Niebieskikwiat logró hablar con Carmen, que se mostró como una fan más: “Si voy a verlo a un recital sufro, no disfruto hasta que termina y todo sale bien. Los otros días lo vi y me dije qué hijo de puta, este tipo es un artista. Qué puedo hacer yo si, al final, su dios es la música”.

Otra gran canción de El Aguante era “Tu arma en el sur”, que Charly compuso para Fabiana Cantilo y en este disco aparecía interpretada junto con Joaquín Sabina, que estaba en plena etapa Enemigos Íntimos, su trabajo en colaboración con Fito Páez. “El aguante” era mala. Charly caía en la cultura noventosa de repetir y aguantar porque sí. Era la época del programa futbolero del mismo nombre, que alimentaba la cultura del barrabrava disfrazado de folclore. Comenzaba la futbolización del rock. El germen de lo que pasaría en Cromañón. Ni Charly pudo escapar de esa. Hasta los aliados tenían cantitos rockeros simil cancha (“Somos todos de García, Calamaro las pelotas”).

El Aguante perdía cuando Charly caía en anacronismos como el intervalo del cine o la colaboración de los ex Menudo. Las versiones de “Dos edificios dorados”, de David Lebón; “It Won’t be Wrong”, de The Byrds; y “Tin Soldier”, de Small Faces, envejecieron mucho mejor que lo que auguraban las críticas de la época. Charly siempre fue un maestro para apropiarse de canciones ajenas. Tampoco falló en este caso.

“Lo que ves es lo que hay”, un tema de la época del disco Cómo conseguir chicas, de 1989, cerraba el álbum con una frase contundente, la del título, que resumía todo. Es que nunca se lo pudo acusar a Charly de falta de autenticidad.

El Aguante fue presentado en dos conciertos en Obras Sanitarias que no fueron interrumpidos. Se vio a un Charly desprolijo, más ídolo que nunca, que continuaba incrementando su popularidad. Al año siguiente se publicó el disco Demasiado Ego, el registro saynomorizado del concierto gratuito que Charly había brindado el 27 de febrero de 1999 ante cien mil personas.

Demasiado Ego utilizaba la grabación en vivo como base. En el estudio, Charly había agregado instrumentos, voces, efectos y samples. Respetaba el método “de buscar una cosa, encontrar otra y seguir”, como había explicado en los meses previos a la salida de Say No More. “Por eso la entrada es gratis y la salida, vemos”, decía.

Ese año, la publicación de la revista La García contribuyó a construir la figura de culto adolescente que Charly aceptaba con orgullo. El programa El Rayo, conducido por Dolores Barreiro, lo tenía como una figura casi estable. Quince bandas lo versionaban en el disco Cerca de la revolución. El cómic Charly Bizarro exacerbaba su costado más Spinal Tap. En Rosario, mientras aparecían los brazaletes de Say No More, abría sus puertas el bar García. Unos meses antes, parte del rock under lo había homenajeado con un recital que él mismo había cerrado. La grieta del fin de siglo era García o Andrés Calamaro, peleados a muerte desde 1997.




“Say No More no escucha, emite”, había dicho García en muchísimas entrevistas. A medida que su “nueva” popularidad crecía, su ya demasiado ego se inflaba a la par. Cuando se tiró a la pileta de un hotel mendocino desde su habitación del noveno piso, el 3 de marzo de 2000, se sintió más indestructible que nunca. Ni siquiera el criticado encuentro en la Quinta de Olivos con Carlos Menem le restó adeptos.

En 2000, Charly continuaba alternando escándalos con creatividad artística. A la búsqueda sonora la llamó “maravillización”, una derivación de la pared de sonido de Phil Spector. La utilizó en el disco Sinfonías para adolescentes, que marcó el regreso de Sui Generis, pero en realidad fue la incorporación de Nito Mestre a su banda solista.

En 2001 apareció el disco doble Sí, detrás de las paredes, un álbum similar a Demasiado Ego que utilizaba las grabaciones de los recitales que Sui había ofrecido en la cancha de Boca y en Parque Sarmiento. El trabajo, desparejo como pocos, estaba lleno de invitados (Cerati, Mollo, León, Mercedes) y tenía momentos excelentes como “Telepáticamente” y la versión podrida de “Confesiones de invierno” que alucinó a todos los aliados y provocó el horror de todos los que tenían más de treinta años.

En noviembre de 2001, Charly invitó a grabar a Tony Sheridan, que estaba en Buenos Aires para participar de la I Semana Beatle de Latinoamérica. Grabaron juntos una canción nueva de García, “I’m Not in Love”. El ex jefe de Los Beatles puso su voz rasposa y grabó un excelente solo de guitarra, pero se cansó rápido. “Paren a este tipo”, pedía en inglés.

Charly no iba a parar. Estaba grabando un nuevo disco, inspirado en el atentado a las Torres Gemelas. Lo pensaba llamar Dos edificios dorados. A fines de abril de 2002, el álbum se hizo realidad, pero se llamaba Influencia. Tenía trece canciones. Su primer corte fue “Tu vicio”, una rockito divertido que le gustó a todo el mundo porque en su letra Charly jugaba con las adicciones y se ponía en el papel de la droga. Los adictos éramos nosotros. La mirada que arrojaba desde la tapa lo mostraba lejos de estar perdido.

Influencia fue el punto máximo de la revolución Say No More porque dejó a todos contentos. Charly mantuvo la desprolijidad de los últimos años y le agregó el suficiente brillo como para que los viejos no patalearan. Cantó con una voz más nítida y entregó un puñado de pequeños hits (“Tu vicio”, “I’m Not in Love”, “El amor espera”, “Mi nena”) que rodearon a la perla mayor: “Influencia”, una canción de Todd Rundgren que Charly se robó al hacerla suya como Hendrix se apropió de “All Along the Watchtower”.

En “I’m Not in Love” estaba resumido todo el viaje: “Cuando la gente dice que estoy bien, no puede ver debajo de mi piel”, cantaba. Luego, remataba: “Para aburrirme prefiero sufrir. Para venderme, prefiero morir. Lo único que quiero es no ser como vos”.

“Influencia resume, en su variedad y el encanto de un par de canciones, incluso en los excesos y reciclajes, la recuperación de un estado creativo que parecía perdido. Aquí está, volvió”, escribió Esteban Pintos en la reseña que escribió para Página 12 en mayo de 2002.

Say No More terminó con Influencia. Los años siguientes no fueron buenos para García. En junio de 2003 murió María Gabriela Epumer. Grabó Kill Gil, un álbum que fue cajoneado por EMI después de que se filtrara en la red. Se peleó con su hijo Miguel. No sacó nuevos discos. Provocó más escándalos y no grabó más música. En abril de 2008, Mariana Enriquez lo entrevistó en su departamento. Charly era una bola de resentimiento. El personaje se lo había devorado. Dos meses después salió de un hotel mendocino en camilla, sedado y atado. Ya no había ninguna búsqueda.




En agosto de 2002, Charly tocó en el estadio cerrado de Unión de Santa Fe ante unas cinco mil personas muertas de calor que esperaron casi tres horas para que comenzara el concierto, que fue maravilloso. Era el año de su reconciliación popular. Llenaba todos los teatros y cosechaba todos los elogios. Arrancó con “Película sordomuda”, hizo canciones de toda su carrera (“Adela en el carrousel”, “Anhedonia”, “Promesas sobre el bidet” dos veces), tocó “Rain”, de Los Beatles, en castellano; revoleó una bandeja de empanadas y conquistó a todos con aquella maravillosa versión rockera y acelerada de “Los dinosaurios”. Durante un bache entre tema y tema, García se acercó al micrófono, y con el tono de un nene que confiesa una travesura, dijo: “¿Vieron? Tan loco no estaba”.




Esta nota se publicó originalmente en La Agenda con el título "Hubo un tiempo tormentoso".  

Signo de los tiempos

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Después de seis años, LaForma tiene nuevo disco. Se llama Arpay y es el tercero de la discografía del grupo salteño nacido en 2002. Tiene ocho canciones. Se trata del trabajo más oscuro de la banda que conforman Horacio Ligoule, Gonzalo Delgado, Cristian Gana y Rodrigo Martin Troyano. Son 45 minutos de clima introspectivo y dientes apretados. Un álbum que surgió a partir de la incertidumbre creativa que sufrieron los músicos y funciona como un reflejo de la desolación de los años macristas.

Si Vamos (2010) fue un trabajo esperanzador, que aseguraba que todo era posible a partir de la unión de los pueblos, y presentaba un fuerte mensaje político en contra de la Salta gobernada por los cholos, Arpay es (casi) lo contrario. “Y vos decías que esto iría mucho mejor. Yo sólo veo caer los restos de frutas podridas al sol”, canta Ligoule en “Sombras y fugacidad”, una de las canciones del nuevo disco. En todo el álbum ronda la idea de mundo destrozado que puede estar peor, musicalizada por los sonidos más pesados que grabó el grupo. Es rock estresado sin invitados ni aditivos. Apenas los cuatro músicos mirándose a la cara y enfrentando la cruda realidad.

“Es muy denso. No es un disco fácil de digerir”, reconoce Ligoule, cantante y guitarrista, en la sala de ensayo cercana al Parque San Martín que alberga al grupo desde hace años. “Creo que hubieron distintos factores en eso. Uno fue que nos costó muchísimo despegarnos de Vamos, un disco que fue muy fuerte. En un punto no supimos manejarlo”, agrega.

“Vamos nos sobrepasó, fue más que nosotros. Fue más de lo que esperábamos. Nos superó en todos los aspectos”, dice Cristian, guitarrista principal y productor ejecutivo de Arpay. Aquel disco provocó una sacudida inesperada en la banda. La fusión rockera andina fue recibida de la mejor manera, los llevó a tocar bastante dentro del pequeño mundo del rock salteño y hasta los subió, en julio de 2011, al escenario del Teatro Provincial junto a los porteños Arbolito en una de las primeras fechas del extinto ciclo Cultura da la nota.

“¿Cómo superamos tocar para 1500 personas pagas? Está bien, compartíamos cartelera y Arbolito se llevaba muchos de los méritos, pero a la hora de nosotros (el teatro) estaba lleno. ¿Cómo pasás de tocar para esa cantidad de gente en una fecha en la que vos estás en la cartelera, a lo que seguía? No supimos cómo volver a convocar. La estrategia de difusión se acabó ahí y no supimos reinventar una estrategia. Nosotros mismos dijimos ‘bueno, paremos un ratito’, porque veníamos con un ritmo muy…”, dice Cristian, y deja la frase en el aire para que la retome Rodrigo, el baterista: “Las crisis que surgieron por eso, internas de la banda y entre nosotros, fueron inmanejables. No sabíamos qué mierda hacer”.

“Pero no porque hubiera sido la gira nacional de LaForma, porque no nos pasó ni nos va a pasar. Pero nos desgastó en el punto de no saber qué paso dábamos después de eso. No podía ser menor. Era como una presión”, explica Horacio, y reconoce: “Lo que a mí personalmente me pasó después de Vamos fue ‘¿Y ahora qué digo?’”. “Es verdad, no quería componer”, agrega Cristian, y aclara: “En ningún momento fue creérsela, ni mucho menos, sino saber que estábamos en lo más alto que podíamos estar siendo una banda totalmente under y que se maneja en un círculo totalmente plano y con un techo muy bajo. Siempre con los pies sobre la tierra”.

El paso siguiente tardó en llegar. El vacío creativo y el temor a no poder estar a la altura de su propia historia provocaron que la continuidad del grupo fuera puesta en duda. En total, pasaron seis años entre un disco y otro. Dos de rodaje de Vamos, dos de silencio e incertidumbre y otros dos de reinvención, composición y el comienzo de una nueva etapa para la banda.

Arpay fue registrado en vivo en septiembre de 2015 y mayo de este año en Eko Estudios, de Vaqueros. Fue grabado y mezclado por Diego Mamaní y masterizado por el legendario Mario Breuer.

“Hay dos conceptos básicos en el disco: la referencia a la tierra, cómo interpreta uno que es parte de la tierra. El otro es que decidimos que en este disco iba a estar el cuarteto, la base, que no iba a haber ningún invitado”, dice Horacio. Rodrigo cuenta que el desafío fue grabar en vivo para reinventar a la banda. Horacio retoma: “Tiene que ver con esta búsqueda, de alguna manera, de diferenciarse de Vamos. Teníamos que poner una distancia. Y empezamos a buscar no sólo en la composición, en las letras, sino en la conceptualización del disco, en cómo lo íbamos a grabar, qué instrumentos iban a sonar. Terminó en esto donde está el cuarteto: la bata, las violas, el bajo, las voces y nos vemos, no hay más nada. Y eso nos exigió a nosotros otra cosa, porque había muchos huecos por llenar. Había que meterle más polenta. Apostar más fuerte al instrumento de cada uno”.

Cristian agrega que las únicas sobregrabaciones fueron dos guitarras acústicas, coros y “algún pedacito de la voz”. “La idea inicial fue ‘la voz se graba aparte, no te preocupés por la voz’. Pero estando ahí fue ‘pelala, y si sale, sale’. Y salió el 80 por ciento. Grabar en vivo tiene esa cosa de que tenés que tocar la primera parte como si fuera la última y tenés que entrar seguro. Y en el disco se nota”, explica.

Gonzalo, bajista de la banda, cuenta que hubo una idea de sintetizar: “Redujimos lo más que pudimos. Mucha búsqueda de síntesis y pinceladas. Y a la síntesis llegás después de un camino largo, nunca de un comienzo”.

"Ya ves que hoy no estamos todos por aquí. No sé si los ausentes podrán responder lo que preguntas", dice la letra de "Los ausentes", una canción que por el perfil político del grupo se asocia directamente con los desaparecidos de la última dictadura. Pero no: “Ese tema habla de la crisis de la banda. Yo estaba solo y lo compuse acá en la sala. Habla de lo que venía pasando. Hay una parte donde dice ‘y yo estoy diciendo algo con esta canción’, como intentando sostenerme y que me sostengan. Era casi como un pedido”, dice Horacio. “Ahí te das cuenta de lo introspectivo que es el tema”, acota Rodrigo.

Con todo, Horacio acepta la segunda lectura del disco: “Creo que es inevitable que las letras estén teñidas de esto porque hay una desilusión, una frustración, un desengaño. No sólo en Argentina, en el mundo. Esta vuelta a la derecha. ¿Qué nos queda en Latinoamérica? Nos queda Evo”.

(LaForma en vivo en el Estadio Delmi de Salta, el 9 de octubre de 2015, teloneando a La Renga. Foto de Carla Coledani)

Resulta curioso que Arpay haya sido compuesto entre 2012 y 2014 y encaje perfecto en este 2016 de Macri, crisis económica, Donald Trump, Brexit, No a la paz en Colombia y otros hechos que muestran un mundo que provoca temor por lo que vendrá.

“Lo que pasa es que la época no empezó este año. Hay una cosa mundial. Un consumismo que está destruyendo todo. El neoliberalismo. En todo caso, ahora estamos con ultraneoliberalismo. Pero no nos estábamos salvando de esto, de los agrotóxicos, la megaminería, la extracción de petróleo. Están haciendo cualquiera por guita, por poder”, dice Gonzalo. Horacio agrega que Arpay no es completamente introspectivo: “LaForma y yo nunca hemos dicho algo que no tuviera que ver con lo que estaba pasando, así que eso está”.

El álbum está regado del clima de cambio de escenario político en el que los que la van a pasar peor son los pobres de siempre. El mejor ejemplo es “Vidala del corso”, una canción basada en la pieza instrumental homónima del Cuchi Leguizamón. Es uno de los puntos más altos del disco. Inspirándose en una vieja comparsa salteña, el grupo avanza como una horda de zombis telúricos, un Walking Dead calchaquí que con resignación y monotonía dice que en Salta sólo nos queda sentir y cantar.
             

En “Naufragios”, Ligoule canta: “Y es el olor de tanta tierra despojada sin piedad la que nos cuenta una historia en la que al final nunca dejaremos de sangrar". En “Arpay”, la última canción del disco, se escucha: "De lejos se puede ver el humo. Ese humo cada vez más cerca. Alguien está quemando el monte. Alguien se quema".

Arpay significa “ofrendar”. “Ofrendar tiene un objetivo: agradecimiento, pedir, dar”, explica Gonzalo, y cuenta que el origen del nombre viene de textos que había hecho Horacio para un espectáculo de Sumaimana. “El escrito fue muy fuerte. Horacio hacía la voz en off. Y eso fue germinando y se impuso. En todo el disco está la dualidad de la destrucción y lo constructivo. En la gráfica también”, agrega.

Las excelentes ilustraciones del disco fueron realizadas por el artista tucumano César Carrizo. Muestran a la tierra en sintonía con los hombres y las mujeres que la habitan. Dos partes que se retroalimentan. Cuando una falla, perjudica a la otra. La misma dinámica que se encuentra en todas las relaciones, ya sean matrimonios, equipos de fútbol o bandas de rock.


             

Toda niño sensible sabrá de qué estamos hablando

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Hubiese sido raro ver a Kurt Cobain con cincuenta años. Con el diario del lunes, su vida y obra parecen pensadas de manera detallada (dicen que era medio obsesivo del detalle). Fue un punk antisistema sumamente funcional a la industria. Nirvana poseía la angustia, el resentimiento y la tristeza del que no tiene más de veinte años. No hay muertes en las canciones de Cobain, excepto las que surgían de su mente y lo tenían como protagonista. Nunca pudo hacer un disco adulto. No podía envejecer.

“¿Qué voy a hacer cuando sea mayor si ya lo sé todo sobre el rock and roll a los 19?”, escribió en su diario en 1986. Juntó todo el combustible en la infancia y la adolescencia. La excelente biografía Heavier than Heaven, de Charles Cross, muestra a una familia que tenía a Kurt como su exponente más brillante. El que daba la nota. El que siempre hinchaba las pelotas, el que sonreía en cada foto. En el 76, cuando el futuro héroe generacional tenía nueve años, Don y Wendy, sus jóvenes e inexpertos padres, se separaron y provocaron una herida imposible de curar.

Desde entonces, Cobain comenzó a pasar al lado oscuro. Dejó de ser el niño feliz para ser cínico, triste y resentido. Se pueden escuchar esas dos características en la música de Nirvana de manera bien marcada: el costado pop, de melodías bellas y sensibilidad en primer plano, mezclado con la agresividad y la fuerza del que está peleado con la vida. Algunos punks no se permiten mostrarse blandos. Algunos blandos no se pueden poner duros. Cobain abarcaba todo y esa capacidad lo ayudó a trascender.

Hace una década se editaron los diarios de Cobain. Traducidos a un horrible español de España, son la puerta a una mente compleja que evitó abrirse demasiado. Ahí pueden leerse cosas como el párrafo que sigue. “Mis letras son un gran montón de contradicciones. Se dividen a partes iguales entre opiniones y sentimientos sumamente sinceros y refutaciones sarcásticas y humorísticas, espero, hacia los estereotipados ideales bohemios desfasados desde hace años. Y es que parece que un compositor de canciones no tenga más que dos maneras de ser: o la propia de visionarios tristes y trágicos como Morrisey (sic), Michael Stipe o Robert Smith, o la del típico chico blanco alelado e ido de la olla que va de ‘Eh, vámonos de juerga y olvidémonos de todo’, gente como Van Halen o los demás mierdas del heavy metal”.

En el ENORME documental About a Son, Cobain cuenta que de chico flasheaba que era un extraterrestre adoptado. Por las noches “hablaba” con su “familia verdadera”, que estaba andá a saber en qué lugar de la galaxia o el universo (no especificó). Pero no se creía único: pensaba que había muchos otros como él dando vueltas en el mundo. Es que era fácil sentirse un bicho raro en Aberdeen, el pueblo conservador en el que se crió, repleto de machos a la vieja usanza, bebedores de birra, adoradores del deporte rudo que despreciaban a los que preferían quedarse en casa a dibujar, como decía Javier Martínez.

Las inclinaciones artísticas de Kurt fueron bien recibidas por su familia. Su mamá lo alentaba a dibujar y hacer música. Su tía Mary le regaló una guitarra eléctrica con amplificador, un tambor y discos de Los Beatles. De chico, Cobain sentía que “no tenía obstáculos”. El problema era Don, un tipo que quería que sus hijos se comportaran como adultos. Todo tenía que ser perfecto o papá se enojaría. El niño Kurt intentaba complacerlo para no tener que ligar un sopapo, pero no podía evitar ser un atropellado. Su hiperactividad le jugaba en contra.

Don Cobain fue el gran enemigo de Kurt. En las entrevistas lo decía: nunca tuvo una figura paterna. Lo destrozó en la letra de “Serve the Servants” diciendo que el quería tener un padre pero sólo tuvo un papá, un tipo con el que nunca pudo profundizar nada. Alguien que no le dejó enseñanzas, excepto no ser como él.

                                           

Cuando era adolescente, Cobain descubrió el punk, que le pareció “de otro planeta”. Justo a él, al extraterrestre. El punk, según sus palabras, le mostró quién era realmente. Abrazó la causa, se la tatuó, se aprendió los dogmas y escuchó todos los discos. La tristeza por haber sido abandonado por una chica lo inspiró para hacer sus canciones más conocidas, las de Nevermind. Cuando fue papá no pudo mostrar demasiado: en In Utero prefirió volver a quejarse de su padre y le pidió el cordón umbilical a su mujer para volver a encerrarse ahí donde no había preocupaciones.

Y ya que estamos, qué bien cantó en ese disco (en todos, en realidad). Me encanta cómo pronunció el verso "She eyes me like a Pisces when I am weak". Creo que esas palabras tienen la plasticidad necesaria para encajar perfecto en la música. Discépolo logró lo mismo en esta parte de “Yira… yira…”: “Cuando rajés los tamangos buscando ese mango que te haga morfar”.

En Heavier than Heaven, Cross relata un momento ideal para cerrar la primera temporada de la hipotética serie Kurt, el punk que no quería crecer: cuenta que poco después de vivir la separación de sus padres, Cobain empezó a construir su carrera de mega héroe del rock. Aún siendo un niño, escribió, bien claro, “odio a papá, odio a mamá” en la pared de su pieza.

Un ingenio insolente

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En un ataque de inspiración furiosa durante el verano neoyorquino de 1965, Bob Dylan escribió una canción repleta de rabia. Estrofas sarcásticas interrumpidas por las preguntas que dominaban el estribillo: ¿cómo se siente estar solo y sin rumbo? ¿Cómo se siente ser un desconocido? ¿Cómo se siente yirar por ahí, sin hogar? Las respuestas estaban en el pasado. Las había escrito Enrique Santos Discépolo en 1930 y aseguraban que la angustia y la soledad se sienten tan pesadas como darse cuenta de que el mundo es un lugar sin amor, despiadado y repleto de mentiras.

Sergio Pujol se sorprende con la comparación entre “Like a Rolling Stone” y “Yira… yira…” porque él mismo la hizo a través de Facebook en las horas previas a esta entrevista. “Qué casualidad”, dice, antes de analizar los puntos de contacto entre Discépolo y la cultura popular de los últimos cincuenta años. Los Piojos, Hermética, Joan Manuel Serrat y Sumo son apenas algunos de la extensa lista de artistas que realizaron las 285 versiones enumeradas en Discépolo, una biografía argentina, el libro que Pujol escribió en 1997 y acaba de ser reeditado. “Lo que hay en Discépolo es la ponderación de la vida bohemia, algo que está en la matriz de la cultura rock: la road movie, salir a yirar”, explica Pujol, y considera que “fuera del mundo del tango, Discépolo brilla”. Agrega que, como Dylan (“y como la mayor parte de los artistas desde Los Beatles”), Discépolo era autor y compositor, una característica poco habitual durante las primeras décadas del siglo veinte.

La reedición del libro permite profundizar otra vez en un hombre que en poco más de cincuenta años de vida hizo teatro, cine, música, radio y poesía. Un adelantado que marcó una ruptura en el tango y sentó las bases para el futuro en sintonía con otros referentes del momento. En más de 400 páginas, Pujol repasa vida y obra de Discépolo con una minuciosidad sorprendente y logra reconstruir un personaje complejo y caótico a través de un relato muy entretenido, que tiene un desenlace amargo. El subtítulo del libro se puede interpretar de distintas maneras, según la óptica y la época. Es que Discépolo, como todos los grandes, fue un artista dinámico cuya importancia aumenta o disminuye según el contexto.

Criado en una familia “anti burguesa” y rodeado de artistas que lo educaron de manera informal, Enrique Santos Discépolo se convirtió, según dice Pujol, en un referente que instaló una mirada a la que apelamos cuando se nos acaban las palabras. “No es que la sociedad argentina sea discepoliana totalmente, sino que la sociedad apela a Discépolo. Es como si Discépolo hubiera impregnado nuestro modo de definir la realidad argentina. Nosotros la definimos con palabras de él y eso no pasa con ningún otro autor y compositor de canciones en Argentina. Quizás un poco con Charly García en los últimos años; es la única figura de la cultura rock que yo podría parangonar hasta cierto punto con Discépolo”, explica.

La investigación original para el libro, realizada a mediados de los noventa, tomó cuatro años. Pujol entrevistó a parejas, familiares, amigos, colegas y compañeros de Discépolo; vio las películas, consultó los guiones, escuchó las distintas versiones de sus tangos y repasó detalladamente la vida de un hombre inseguro, narcisista, necesitado de afecto y lo suficientemente obstinado como para seguir adelante después de algunos fracasos. Para la reedición, el autor logró ampliar capítulos, acceder a nuevo material y ver con otros ojos la etapa peronista de Discépolo, algo que durante el menemismo pasó desapercibido. “En el 97, el peronismo nacional y popular, protector de la industria nacional y a favor de la distribución de la renta, estaba de capa caída, se sentía derrotado –opina–. Entonces, cuando salió el libro, a nadie se le ocurrió preguntarme si yo era peronista o no. Yo era un tipo que había investigado un tema caro al sentimiento peronista pero que despertaba el mismo interés dentro y fuera del peronismo. Hoy ya hay más suspicacias”.

Durante 2015, antes de las elecciones presidenciales, los simpatizantes del Frente Para la Victoria viralizaron audios radiales de Discépolo que destacaban las bondades del General. En ese monólogo partidario, Discepolín le hablaba a Mordisquito, un antiperonista lejano a los sentimientos del pueblo. Esas grabaciones sirvieron para establecer paralelismos entre las viejas y las nuevas disputas políticas. Pujol no pasó por alto esta circunstancia: “En los últimos años los audios del programa de Mordisquito se difundieron muchísimo. Empezó a haber un uso de la figura de Discépolo mucho más agudo, intenso y confrontativo que el que podía tener en 1997”.

Para Discépolo, una canción popular debía ser “el problema de uno padecido por muchos”. Creía que con la música se podía contar historias en tres minutos y consideraba que el lunfardo tenía “aciertos de fonética estupendos”. Además, tenía una definición genial para el tango: decía que era libre, que odiaba la cárcel como un hijo de ladrones.

“Los grandes tangos no son producto de una inspiración espontánea que rápidamente se convierten en una pieza hermosa –dice Pujol–. En el caso particular de Discépolo, su obra es producto de una profunda reflexión, de un proceso largo y muchas veces complejo. Para la letra de ‘Uno’ estuvo tres años con la música que le dio Mariano Mores, al punto tal que Mores pensó que la música que había hecho no le había gustado. Era lento para crear, se tomaba su tiempo; era tremendamente riguroso. Tenía un rigor casi quirúrgico respecto a las palabras, a las frases y a las formas. Otros autores creaban con mucha más fluidez, como Cadícamo o los hermanos Expósito. Eso no quiere decir que un tango sea mejor o peor, pero efectivamente estamos ante un trabajo de creación que tiene un componente intelectual más fuerte en Discépolo que en otros autores”.

Pujol se entusiasma y pregunta: “¿Cuántos autores podían escribir ‘quién más… quién menos… / pa mal comer, / somos la mueca de lo que soñamos ser’?”. “Detrás de esa frase hay lecturas filosóficas, históricas; hay sensibilidad política, conocimiento de la historia argentina. Hay el Ensayo de Interpretación Nacional, que estaba tan en boga en la juventud de Discépolo. Uno puede escuchar algo de Ezequiel Martínez Estrada, Scalabrini Ortíz, Lugones, Roberto Arlt… Creo que esa es la gran proeza de Discépolo: mostrar que el tango era una forma cultural lo suficientemente permeable como para absorber distintos elementos y discursos que daban vuelta en el ambiente. El tango que se compone hoy ya no tiene esa permeabilidad. Y además, hay en Discépolo una reflexión sobre la cultura popular, sobre el idioma de los argentinos; una reflexión que está a la altura de la que podían tener Borges, Arlt, o cualquier gran escritor”.

Hace casi veinte años, Joaquín Sabina dijo: “no se puede ser más moderno que un tipo que escribe: ‘cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás’. Pujol coincide en parte. Cree que la etapa de modernidad de Discépolo se dio durante su juventud. “El momento de mayor cercanía de Discépolo con el modernismo, en un sentido más rupturista, más de vanguardia, ocurre entre fines de los años veinte y mediados de los treinta –afirma–. Ese momento no es muy conocido y está imbuido de ese clima de modernidad rabiosa que había en Buenos Aires. Ese deseo de innovación, de ruptura, que vemos en la literatura y en la música académica argentina de esos años, lo vemos también en el tango. Porque los tangos de Julio De Caro, de Agustín Bardi o del propio Gardel son muy avanzados para la época, y poco y nada tienen que ver con el pasado inmediato del género”.

“Después aparecen rasgos más clásicos y conservadores –continúa–. Hay un componente conservador importante en Discépolo que a veces se soslaya o no se quiere ver. Lo veo en ‘Qué sapa, señor’: las mujeres se han vuelto locas, quieren hacer lo que hacían antes los hombres. O ‘los reyes temblando / remueven el mazo / buscando un yobaca / para disparar’. Efectivamente, habían caído los Borbones en 1931 en España, pero en realidad hay un lamento por eso. Hay una preocupación por un orden que se ha derribado y que no ha dado espacio a uno nuevo. Hay como una transición que lo inquieta y él mira con preocupación”.

Pujol aclara que “esto es un libro de historia” y que a la vida de Discépolo hay que ponerla en contexto: “Surgimiento del fascismo, que también se postulaba como algo nuevo. Más tarde el nazismo, el nuevo hombre alemán. Había también una idea de modernidad reaccionaria que se estaba instalando y entonces muchos se aferraron a la república liberal como una forma de frenar el avance del fascismo. Frente a la amenaza del totalitarismo, Discépolo tomó partido por los valores liberales”.

En el libro, Pujol define a “Cambalache” como el segundo himno nacional argentino. Con todo, asegura que en esa histórica pieza también hay rasgos conservadores. “‘Los inmorales nos han igualao’ parece una frase de Carrió”, dice.

La eterna relación de Discépolo con el escepticismo es analizada en profundidad. Pujol explica que esa faceta tiene que ver con las lecturas de Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche y Pirandello. “No lo pude comprobar, pero es muy difícil que Discépolo haya escapado a la influencia de Ortega y Gasset”, arriesga. La biografía contiene una cita en la que Discépolo explica parte de su mirada escéptica y negativa: “Hay un hambre que es tan grande como el hambre de pan. Y es el hambre de la injusticia, de la incomprensión. Y la producen siempre las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres, indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres gris, Nueva York gris, Buenos Aires… todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades no tienen tiempo para mirar el cielo. El hombre de las ciudades se hace cruel. Caza mariposas de chico. De grande, no. Las pisa… No las ve, no lo conmueven”.

En cambio, dice Pujol y se percibe en el libro, el Discépolo peronista sí ve con expectativas el futuro. “Ya no cree que el mundo fue y será un porquería. Sin embargo, la militancia aparece súbitamente y se quema en la hoguera de la política argentina de principios de los años cincuenta. Y se lo lleva. Eso es tremendo”, agrega. Al Discépolo de los últimos días no le sale ni el tiro del final. Su peronismo explícito provoca el repudio de muchos admiradores y amigos. Hay anécdotas tristes en el libro que muestran ese maltrato y las consecuencias que provocaron. Un cierre inesperado y difícil.

“Cuando salió la primera edición del libro tuve una conversación con José Pablo Feinmann, que había escrito el guion para la película sobre Evita (dirigida por Juan Carlos Desanzo). Me preguntó qué me había parecido esa escena en la que Discépolo entra desesperado a hablar con Eva porque había visto cómo rompían todos los discos”, recuerda Pujol, que, como todos en este país, tampoco puede escapar de la impronta peronista y actualmente trabaja en un libro sobre la relación entre la música y el año 1973.

En la película, Discépolo se derrumba en una silla frente a Evita. Los dos están muriendo y lo saben. “Perdí a todos mis amigos, señora. Estoy más solo que un perro. Me llaman todas las noches para amenazarme”, dice. Discépolo está decepcionado con la política, triste por los rechazos de los gorilas y enojado porque, asegura, en la democracia también hay canallas, algo que lo perturba y lo hace sentir sucio, corrupto. Un cómplice. Entonces, Evita revolea una bandeja y sentencia: “La revolución no solamente se hace con ángeles como vos. La revolución también se hace con miserables”.

Publicado en La Agenda en febrero de 2017.

De la gloria a la nada me voy

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Hay alegría en el ambiente. Somos miles. Caminamos por Rivadavia, una de las calles principales de Olavarría. Atravesamos el centro de la ciudad en una entrada triunfal digna de los mejores ejércitos. Los vecinos saludan desde los balcones. Sacan los parlantes a la calle y reproducen la más maravillosa música, que para nosotros es la de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Nosotros cantamos, devolvemos los saludos, agitamos banderas y gritamos en contra de Macri. Sabemos que es una fecha especial: desde que el Indio Solari anunció que padece de Mal de Parkinson, cada concierto puede ser el último. Sabemos que esto provocará una convocatoria inédita, bestial. En los bares y campings hablaban de 300 mil personas. Los más exagerados decían 400 mil. La organización esperaba menos de 200 mil.

La entrada al predio es un momento clásico de los conciertos del Indio. Suelen ser caminatas largas repletas de euforia. A mí me gusta empezar a ingresar unas tres horas antes del comienzo del show, cuando la gente que camina es la suficiente como para provocar un momento emotivo, de reencuentro, y no tanta como para andar a los empujones.

Durante varias cuadras, todo es como siempre. Los niños van tomados de la mano con sus remeritas rockeras recién compradas. Cada diez metros hay un puesto con la música de PR o el Indio a todo lo que da. Cantamos la canción que suena a medida que avanzamos. La policía no molesta, hay ritmo, sustancia y ningún problema. Todo está permitido bajo este techo.

La municipalidad no realizó operativos de tránsito en el centro de la ciudad. La gente simplemente toma las calles. Los que circulan en autos avanzan como pueden o esperan resignados. Recién en la zona de la Avenida Avellaneda, a veinte cuadras de la plaza principal, aparecen las primeras vallas. En este sector, los ricoteros caminamos como patos. El avance es cada vez más lento y numeroso. Estamos obligados a dar pasos cortos mientras bordeamos el predio de La Colmena. En el medio de la muchedumbre hay gente atrapada que no tiene nada que ver. Como no puede avanzar, sólo se dedica a mirar. En pocos metros veo a una familia, a dos viejos y a una pareja en moto en esa situación. El ingreso está muy pesado para esta hora. Son las ocho de la noche, todavía hay restos del día, pero somos muchísimos. Se nota que pasa algo raro.

El ingreso desde el centro hasta el predio se prolonga por una hora. Tengo entrada para la puerta 6. En el trayecto veo dos carteles que indican las distintas zonas de acceso, que no aparece más. Nos movemos como una masa uniforme hacia algún lugar que nunca llega. Seguimos atravesando calles del barrio, con casas bajas y escasos comercios. De golpe nos topamos con un baldío repleto de barro. Es un descampado oscuro que está en subida y no nos deja ver qué hay más allá de los cincuenta metros siguientes. “Ya está, entramos, no hay controles”, me dice mi amigo Ernesto. No puede ser. Tiene que haber vallas, gente con pecheras de seguridad. Los clásicos cacheos previos.

Cuando llegamos al final del baldío vemos que todavía falta mucho. Salimos otra vez a una calle del barrio y volvemos a estar muy apretados. Caminamos algunas cuadras más hasta que, por fin, aparece, allá a lo lejos, el monstruoso escenario. Entonces sí, veo la puerta 6 y la gente de seguridad en cada acceso. Son pequeños pasillos, uno al lado del otro, por donde el público debe pasar antes de ingresar. Cuando estoy a pocos metros me doy cuenta de que acá no hay un puto control. Pasan todos, sin entradas ni cacheos. El personal de seguridad está claramente desbordado. Algunos intentan controlar las entradas, pero nadie las corta. Acá viene el que quiere.

En el predio, la cantidad de gente es tanta que no parece haber lugares libres en la zona más cercana al escenario. Está repleto y todavía falta una hora para que el recital comience.

Ernesto y yo avanzamos tres cuartas partes del predio. Llegamos hasta la torre número 1, la más cercana al escenario, que de todas maneras nos queda a unos 150 metros. Decidimos no continuar porque sabemos que ir más adelante puede ser peligroso. Estar allá, en el núcleo del quilombo, es para gente con aguante. No tenemos ganas de perder el aire, que se nos baje la presión o estar durante todo el recital más pendientes de conservar el equilibrio que de escuchar las canciones.

Hay alguna que otra pelea, pero, como suele suceder, los problemas se olvidan cuando suena la música. A las diez de la noche se apagan las luces. “Barbazul versus el amor letal”, la canción del primer disco de PR que fue interrumpida por incidentes menores durante el concierto del año pasado en Tandil -alguien le tiró una zapatilla al Indio-, es la que da comienzo al show. Solari está con gorra y campera de color rojo, lentes negros y mameluco de jean. Se lo ve entero, en forma. Alegre y predispuesto para una noche que pinta histórica. Sigue “Porco Rex”, una muestra del excelente repertorio solista que tiene. El sonido es flojo al principio pero mejora a medida que pasan los minutos.

Abajo, la alegría y la euforia compiten contra los empujones. En nuestro sector hay demasiado agite a pesar de que estamos a una cuadra y media del escenario. Se forman rondas. Hay gente que quiere avanzar y otros que quieren salir. Veo a muchos que intentan alejarse con caras de agotamiento y desesperación. Si medís menos de 1,70, el aire te empieza a faltar en estos casos, pero hoy parece que la cosa va jodida para todos.

Después de “Ropa sucia”, a los veinte minutos de show, el Indio pide que enciendan las luces. Dice que hay gente apretada que está siendo pisoteada. Mirá hacia las vallas y pide que se rescate a los afectados. Pero pasan los minutos y la situación no mejora. El Indio se desespera. Empieza a decir que hay siete boludos que arruinan las cosas. No se entiende si los boludos son los pisoteados o los que no se corren para permitir la atención. La gente no dice nada, hay un silencio que transmite el cagazo porque haya pasado algo muy grave. Los gritos vienen del escenario. El micrófono del Indio, que sigue abierto, capta el reto que el cantante le da a su entorno.

Después de veinte minutos, el Indio anuncia que el show se va a reanudar para no complicar las cosas. Suena “Héroe del whisky” y a través de las pantallas se ve a un tipo nervioso, fastidioso y enojado que reniega mientras canta. Abajo, la situación no cambió. Todos seguimos apretados. Me corro para atrás cuando veo venir una fila de cascos con luces y un silbato sonando. “¡Permiso, Cruz Roja!”, grita la mujer que encabeza este trencito que avanza hacia el costado y que lleva a alguien desmayado en una camilla. Cuando termina la canción, Solari dice que hay que parar de nuevo, que no se puede seguir. Caga a pedos a alguien del público. Pide que la gente retroceda dos metros para facilitar el trabajo de rescate. Pienso que ese pedido tendría que haber llegado al comienzo del asunto y no a la media hora. En los recitales de Pearl Jam, Eddie Vedder tiene una manera práctica de trabajar con el público. Les dice “cuando yo cuente tres, ustedes dan tres pasos para atrás”. Lo comenzó a decir después de la muerte de nueve personas durante un recital de la banda en Dinamarca. ¿Nadie de la organización de los recitales más masivos de este país tomó nota de esos detalles?

Solari decide continuar con el show. En “Babas del diablo”, una excelente canción del disco Pajaritos, bravos muchachitos, Solari está errático, nervioso. Se equivoca en la letra, no canta. Los músicos hacen el laburo por él. Tira o se le cae el micrófono al suelo. Niega con la cabeza. A los pocos minutos, su desazón se confirma cuando dice que ya no tiene ganas de seguir cantando. La escena es muy similar a la que se vivió en el primer River de Los Redondos, en abril de 2000. Esa noche hubo incidentes dentro del campo y el Indio dijo “ya no queremos hacer esto, hay chicos lastimados”. Además, amenazó: “Vean a ésta como una de las últimas veces que tocamos”. No se equivocaba.

Pero algo cambió, porque Solari recupera el optimismo. Hace una extraordinaria versión de “Todo preso es político” y da comienzo a una segunda parte sin baches y profundamente conectada al contexto político actual. Habla de las Abuelas de Plaza de Mayo y dice que es una locura intentar bajar la edad de imputabilidad a los catorce años. Dice que “el Estado no puede ser penal antes que social” y se lleva una ovación. “Nuestro amo juega al esclavo” lo confirma como una estampita épica que conmueve con sólo pararse con el puño en alto frente a la multitud. Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado están en llamas. Con el cambio de integrantes suenan más ajustados y filosos, mejores. Sergio Colombo, el saxofonista, está en un gran momento. Vuela en “Esa estrella era mi lujo”.

El show sigue con perlas como “Una rata muerta entre los geranios” y “Te estás quedando sin balas de plata”. El final, inevitablemente, llega con “Jijiji”. Otra vez el pogo más grande del mundo y toda la movida tradicional que conmueve a muchos pero aburre a Solari y a los que asistimos siempre a sus recitales. Entonces, el Indio sorprende y termina con “Mi perro dinamita”, una canción básica que tiene un mensaje de rebeldía. “Me desobedece y es lo mejor que hace”, canta, con felicidad. El recital termina en gran nivel y todos los problemas parecen haber quedado atrás.

Con las luces encendidas nos damos vuelta y comenzamos a caminar hacia la única salida que mostraban las pantallas, que es por donde ingresamos: el extremo opuesto al escenario. Un campo bien ancho que no sirve. Ahora, los que estábamos adelante quedamos atrás y no nos queda otra que esperar y avanzar lentamente hacia una sola dirección. No hay posibilidad de ir a los costados. Los empujones se suceden de nuevo y el cansancio por el recital provoca que la gente tenga menos paciencia que antes.

Cuando llegamos a la salida del predio vemos que hay dos adolescentes trepados a la punta de una torre de iluminación. Allá arriba saltan, agitan y se sacuden. La gente les grita cosas, los provoca. Otros se asustan. No hay nadie de la organización. Ni una sola persona con pecheras. No hay policías. Estamos solos.

Nos quedamos quietos varios minutos. Avanzamos de a poco. Salimos del predio y no entendemos nada. La confusión es muchísima y la presión de los que quieren salir hace todo más desesperante. Hay que doblar a la derecha pero no hay ningún cartel que lo indique, así que muchos siguen derecho y se topan con una pared. Cuando Ernesto y yo estamos por hacer lo mismo, pasamos por al lado de una chica que grita desesperada “¡Es para allá, doblen!”.

Mientras doblamos como podemos, miro hacia el sector donde no había que ir y veo gente apretada que no sabe qué hacer. Hay muchos gritos y pasan varias personas cargando a otras. La confusión sigue por varias cuadras. No cruzamos a nadie de la organización en el trayecto ni vemos carteles. Simplemente seguimos al resto y tratamos de tomar calles laterales cuando podemos. Ya más tranquilos, avanzamos por Vicente López, llegamos al centro y vamos a la terminal, que está invadida. No se puede entrar, porque ya está llena. Son las dos de la mañana y el frío pega muchísimo. Veo gente tirada en las veredas, carpas en cualquier lado, grupos de personas en las plataformas de los colectivos. Con Ernesto casi no tenemos señal en los celulares. No hablamos de los muertos hasta que nuestros amigos que están en otras ciudades mirando Twitter y Facebook nos avisan por WhatsApp. Lo lamentamos, pero no nos sorprende.

Crónica publicada en La Agenda
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